El 9 de julio se celebra la festividad de los santos Agustín Zhao Rong y compañeros mártires chinos. 

A finales del s. XVIII, tras la muerte de varios catequistas laicos chinos que se negaron a renunciar a la fe incluso bajo tortura, un soldado chino vivió una serie de acontecimientos que lo transformó en el nombre y el rostro de un gran número de sus compatriotas que habían encontrado al Señor. Sucedió que Zhao Rong fue asignado a la compañía de guardias enviada a escoltar a un misionero francés, el obispo Juan Gabriel Taurin Dufresse, en el largo viaje hacia su ejecución en Pekín. Había algo en el porte de este extranjero, su paciencia ante el sufrimiento y la muerte inminente, que impresionó al soldado. Comenzó a escuchar a este líder de una fe proscrita. Pronto, el soldado pidió el bautismo, tomando el nombre de Agustín. El sacerdote nacido en el extranjero fue asesinado, pero tuvo un hijo espiritual: Agustín Zhao Rong pidió las órdenes sagradas, convirtiéndose en el primer sacerdote diocesano nacido en China. En 1815, el padre Agustín siguió a su padre espiritual hasta la tortura y el martirio.

Si la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia, como afirmaba Tertuliano en la antigüedad, la Iglesia estaba echando raíces profundas en esta antigua tierra. Siguieron oleadas de persecución, cada una de las cuales trajo consigo nuevos mártires, hasta la rebelión antiimperialista y anticristiana de los bóxers de principios del siglo XX.
Los mártires nacidos en el extranjero sellaron con su sangre el abrazo a esta tierra y a este pueblo de forma tan completa que, como el P. de Capillas, se cuentan entre los santos chinos. Los 87 mártires nacidos en China eran hombres, mujeres y niños -el más joven tenía 9 años y el mayor 79- de todas las clases sociales. Había sacerdotes chinos que se alzaron siguiendo los pasos del padre Agustín Zhao Rong, catequistas laicos, comerciantes, cocineros, agricultores y un adolescente que, ante la amenaza de ser desollado vivo, exclamó: “Cada trozo de mi carne… os dirá que soy cristiano”. A muchos se les ofreció la libertad si apostataban, y se negaron.
No podía haber mayor prueba de que la Iglesia estaba viva en China, o de que el Señor tenía siervos nacidos en China llenos de valor y amor. “Donde yo esté, allí estará mi servidor” (Jn 12,26), había prometido. Esta vasta compañía de mártires chinos estuvo con Él, amando a su Señor, su tierra y su cultura hasta el derramamiento de sangre. El Papa Juan Pablo II los beatificó juntos en el año 2000.