De la Pastoral Bíblica de la Archidiócesis de Granada, para el domingo 5 de mayo de 2024.

Celebramos el VI Domingo de Pascua y la Iglesia nos anima a seguir celebrando con la misma intensidad y alegría del primer día; la Pascua es el evento central de toda la historia de la salvación, por eso pedimos especialmente a María que no deje de orientar nuestra mirada a Cristo, fuente de la verdadera vida y culmen de nuestra alegría.

En el fragmento de los Hechos de los Apóstoles que escuchamos asistimos a un momento crucial de la vida de la primitiva Iglesia: la manifestación de la apertura de la salvación los gentiles. Cornelio, centurión romano y de origen pagano, recibe en su casa el anuncio del evangelio, haciendo de su casa un nuevo foco desde donde se irradiará la luz de Cristo resucitado, una luz que debe alcanzar a todo el mundo y sus gentes.

Es precisamente por el acontecimiento vivido en casa de Cornelio que nosotros recitamos como antífona del salmo responsorial que “El Señor revela a las naciones su salvación”; nosotros estamos llamados a “cantar al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas, porque se acordó de su misericordia y su fidelidad, porque los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios”.

Será la primera carta de Juan, que hoy escuchamos en parte, quien nos comunique el contenido de ese mensaje de salvación, es decir, hemos recibido este anuncio y podemos vivirlo y experimentarlo porque “Dios es amor”. En tan solo tres palabras se condensa la revelación de Jesucristo. El apóstol predilecto nos enseña dos características esenciales del amor que Dios nos tiene: la gratuidad y la concreción. Dios siempre tiene la iniciativa, es Él quien ha enviado a su Hijo, quien nos ha mostrado su designio de redención, quien nos permite participar de ello, “para que vivamos por medio de Él”. Y tampoco podemos olvidar que es un amor concreto, que invita a hacerlo carne, a ponerlo en práctica en la vida ordinaria y con aquellos prójimos con los que estamos llamados a vivir cada día.

El evangelio está situado en el ambiente de la Última Cena de Jesús con sus apóstoles, en esa larga sobremesa que tiene el Maestro con sus discípulos, donde termina de abrir su corazón y compartir con ellos sus deseos más íntimos. Jesús desea que vivan de su amor, y para ello es imprescindible que sean Uno, es por ello que les pone el ejemplo de la vid y los sarmientos. Ahora es ya el momento en el que el Señor les llama “amigos”, puesto que “les ha dado a conocer todo lo que ha oído de su Padre”. Y ese amor traducido en amistad que ha profesado Jesús no se ha quedado en vana palabrería, sino que una vez más será concretado, consumado y manifiesto para todos; Él mismo dirá “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, y Él ha sellado estas palabras subiendo a la Cruz y entregando su vida.

“Amor, Vida, Unidad y Testimonio” son los cuatro pilares que sostienen el altar donde Cristo va a hacer nuevas todas las cosas, el altar de la Cruz, un altar transfigurado. A veces no sabemos bien cómo vivir en su amor, pero Él mismo nos ha prometido que si guardamos sus mandamientos podremos permanecer en su amor; ¡qué espectáculo tan maravilloso es saber que lo que nos manda Jesús es “amarnos unos a otros como Él nos ha amado”! Así entendemos mejor aquello que dice san Agustín: “da lo que mandas y manda lo que quieras”. Él nos ha dicho todas estas cosas porque quiere que su alegría esté en nosotros y nuestra alegría llegue a plenitud, por eso hoy pedimos nuevamente como en la Plegaria Eucarística “dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.

Moisés Fernández Martín, pbro.

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