Fecha de publicación: 29 de abril de 2024

Homilía de D. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en la Eucaristía celebrada en la S.A.I Catedral el V Domingo de Pascua, el 28 de abril de 2024.


Queridos sacerdotes concelebrantes;
querido diácono;
queridos seminaristas;
queridos hermanos y hermanas:

Como os decía, estamos en el V domingo de Pascua. En este tiempo de alegría, de gozo, en este tiempo en que celebramos de manera especial, siempre, pero en este tiempo, de manera especial, la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la Resurrección de nuestro Señor, acabamos de escuchar la Palabra de Dios. Por una parte, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que se convierte en un libro que es proclamado de manera especial en el tiempo de Pascua para recordarle a la Iglesia, a nosotros, cuál es el modelo que debemos seguir, cuál es la referencia de comunidad cristiana que debemos vivir. La de los primeros cristianos, la de los primeros seguidores de Jesús. La Iglesia apostólica. La Iglesia que anuncia. La Iglesia que vive en esa comunión con el Señor y, al mismo tiempo, en una fraternidad sin fisuras.

Y hoy, nos presenta a uno de los grandes protagonistas de la Iglesia primitiva, de los Hechos de los Apóstoles: al apóstol Pablo. Aquel que se convierte camino de Damasco cuando iba persiguiendo cristianos; que Jesús lo hace caer del caballo, y al mismo tiempo, se muestra como aquel que está presente en su Iglesia. “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”, le dice. Ese Pablo, el que refiere a la comunidad cristiana al principio, viene a Jerusalén a recibir el respaldo de los apóstoles, porque él también ha sido elegido apóstol por Jesús, de manera distinta. Pero así autentifica su mensaje, que no es otro que el Evangelio de Jesucristo, del que han sido testigos el resto del colegio apostólico. Recibe así esa fuerza, porque sólo unidos a Jesucristo y unidos a la Iglesia podemos vivir la transmisión del Evangelio siendo auténticos evangelizadores. Ejemplos de paz. El Apóstol por antonomasia, el gran evangelizador.

Después, hemos escuchado en la Primera Carta del Apóstol San Juan. Nos ha venido a decir que no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. Nos ha venido a decir que “obras son amores y no buenas razones”. Nos ha venido a decir, queridos hermanos, que tenemos que estar unidos a Jesucristo, permanecer en Él cumpliendo sus mandamientos, no sólo de palabra o de boca, sino con obras. En definitiva, nos ha hecho una llamada a la autenticidad, a que no vivamos un cristianismo sólo teórico, sólo de cabeza; a un cristianismo sólo de cumplimiento, de circunstancias o de un tiempo sólo del año, sino que vivamos un cristianismo de unión con el Señor, con Cristo, que es la vida eterna, en definitiva, para nosotros.

Este es el mandamiento, nos ha recordado el Apóstol Juan: que creamos en el nombre de su Hijo y que nos amemos unos a otros como nos mandó. En definitiva, lo que resumimos al final de los mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo, no sólo ya como a nosotros mismos, sino siguiendo el mandato de Jesús “Que os améis unos a otros como Yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos”. Nos viene recordar el Apóstol Juan que no podemos separar el amor de Dios del amor al prójimo, pues, como él mismo nos dice, si decimos que amamos a Dios y no amamos al prójimo, ¿cómo vamos a amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, a quien vemos? Seríamos unos mentirosos.

Luego, en este V domingo, nos propone esa imagen de Pablo como evangelizador. Pero, para evangelizar, hay que ir con el ejemplo primero. Porque es el mejor predicador de “fray ejemplo”. Nuestras palabras se las puede llevar el viento, pero la autenticidad de nuestro testimonio es lo que necesita nuestro mundo. Y, queridos hermanos, no podemos vivir la autenticidad si no estamos unidos a Jesucristo. Son varios los ejemplos que pone el Señor a lo largo del Evangelio. Vemos la parábola del sembrador en que se invita a dar fruto de la Palabra de Dios en nosotros y el Señor viene a buscar fruto. No podemos ser el terreno resbaladizo, ni podemos ser esa tierra llena de espinas, de cardos, que imposibilitan, o de piedras que fructifique lo que Dios siembre en nosotros. Jesús también nos invita a dar fruto y no puede irse de vacío como el viñador que viene a su propiedad, y no podemos dejarle que se vaya de vacío. El Señor también nos habla de esa higuera estéril que maldice porque tenía frondosidad, pero no encontró fruto. El Señor espera de nosotros frutos de vida cristiana, autenticidad, no sólo palabras.

¿Y cómo podemos dar ese fruto? Sólo unidos a Jesucristo. Y es lo que hoy nos trae este pasaje de la alegoría de la vid del capítulo 15 del Evangelio de San Juan. En el marco de la Última Cena, cuando Jesús habla confiadamente a sus discípulos antes de padecer, y les dice que Él es “la verdadera vid y mi Padre el labrador. Y todo sarmiento que no da fruto en mí, lo arranca. Y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto”. Cuando no estamos unidos a Jesucristo, no damos fruto. Y tenemos que cuidar nuestra unión con Dios. Y esa unión con Dios es la vida interior. Y esa unión con Dios es vivir en gracia de Dios. Esa unión con Dios es vivir con coherencia los mandamientos de Jesús. Esa unión con Dios no puede ser teórica, queridos amigos, o de un sentimiento pasajero o de una devoción etérea, sólo para usar en caso de necesidad o en caso de urgencia. Nuestra unión con el Señor tiene que ser una unión fuerte, una unión que nace de la vida sacramental, de la vida de la gracia. “El que come mi carne y bebe mi sangre -nos dice Jesús- habita en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre vive y yo vivo por el Padre. El que me come, vivirá por mí”.

Luego, cuando vivimos y comulgamos la Eucaristía, estamos uniéndonos a Jesucristo. Cuando vivimos en gracia y el pecado lo mandamos fuera de nosotros por el Sacramento de la Reconciliación, estamos viviendo unidos a Jesucristo y Él nos poda. Él nos va corrigiendo. Él nos va enseñando. Cuando acudimos a la lectura del Evangelio de la Palabra de Dios, cuando tenemos, en definitiva, una vida cristiana de piedad que no se reduce al cumplimiento de la misa dominical, sino que hay esos ratos de oración, esos ratos de encuentro con el Señor. Estamos en el Año de la oración. Este Año que el Papa quiere que dediquemos para preparar el gran Jubileo del año que viene y tenemos que preguntarnos, ¿cómo es mi vida de oración? ¿Rezo yo personalmente o sólo cuando lo necesito? Cada día en mi día, ¿hay un tiempo para Dios o sólo el tiempo es para mí, y en todo caso, un poco para los demás? ¿Hay en tu vida un tiempo de silencio, un tiempo de hablar con el Señor, de contarle tus cosas, de pedirle ayuda, de darle gracias? Cuando pasas delante de una iglesia (y esperemos que estén abiertas las de Granada, del centro, sobre todo). Pues, hablar con el Señor. Cuando pasamos al lado de la iglesia del Sagrario, donde está Jesucristo expuesto, o en San Antón o en otras iglesias de Granada, de las comunidades contemplativas, echamos un rato con el Señor, yendo a visitarle, a pedirle ayuda, a darle gracias. Cuando se va a la compra, cuando se vuelve del trabajo. Rezamos en familia, rezamos en la bendición de la mesa, ¿o comemos como los paganos?

Todo esto son manifestaciones de que estamos unidos a Jesucristo. Y estar unido a Él es estar aceptando lo que Él nos pide, que es exigente en el Evangelio, pero, al mismo tiempo, es misericordioso. Y nos da su fuerza, nos da ese empujón que necesitamos para ser buenos. Estar unido a Jesucristo es tenerlo en nuestra vida presente. Es como nos dice el Salmo, sentir que el Señor es nuestro pastor y que nada nos falta.

Y aunque caminemos por cañadas oscuras, nada tememos, porque Él va con nosotros y se cumple en realidad esas palabras del saludo en la liturgia “el Señor esté con vosotros”. Claro que está. Cuando vivimos esta unión con Dios, lo vemos también reflejado en los demás y vemos en los demás no sólo compañeros del destino en la vida o compañeros de trabajo o vecinos. Vemos también la imagen de Cristo, sobre todo en los más necesitados.

Queridos amigos, vivamos esta unión a Cristo, de donde nos viene la vida. Es verdadera vid, de la que recibimos esa fuerza, esa savia para nosotros no secarnos. Y muchas veces, estamos secos. Muchas veces, nuestra vida cristiana está estéril, como la higuera del Evangelio a la que se acerca a Jesús a buscar fruto y no hallarlo. Y nos dice el evangelista “a pesar de que tenía apariencia y frondosidad”. Nuestras vidas de cristianos, no puede ser sólo frondosidad y apariencia. Tiene que ser autenticidad. Y la autenticidad, como nos ha recordado el Apóstol Juan, está en que creamos en Jesucristo, el Hijo de Dios, y que amemos a los demás. Este es el mandamiento de Jesús.

Pidámosle ayuda a Santa María. Ella sí que nos dio el fruto bendito. Ella sí que animó a los apóstoles a estar unidos a Jesucristo. Nadie como ella estuvo tan unido a Jesús, el fruto bendito de su vientre. Que ella nos ayude, que ruegue por nosotros la Santa Madre de Dios.

Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada

28 de abril de 2024
S.A.I Catedral de Granada

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