El 29 de febrero se celebra la festividad de San Augusto Chapdelaine, mártir.
Augusto nació el 6 de febrero de 1814 en Coutances, un pequeño pueblo del noroeste de Francia. Desde joven se empeñó labrando la tierra en la propiedad de sus padres. Lo hacía con tanto ahínco que de él se decía que trabajaba por cuatro personas. Por eso, aunque deseaba consagrase al Señor, su familia le retenía al considerarlo imprescindible para el trabajo. El anhelo de Augusto se cumplió, paradójicamente, tras la muerte de dos de sus hermanos: sus padres se vieron obligados a vender parte de sus tierras y este desahogo permitió al joven emprender su camino.
Así, ingresó en el seminario a la edad —tardía para aquel tiempo— de 20 años. Se ordenó sacerdote en 1843 y su obispo lo envió de párroco a Boucey, un destino que, sin embargo, no agradó a Chapdelaine. “No me hice sacerdote para aquellos que ya conocen a Dios, sino para aquellos que no lo conocen”, se quejaba. Aun así, obedeció hasta que su obispo le dejó ingresar en la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, en 1851.
Al año siguiente, sus nuevos superiores le enviaron en misión a la región de Guangxi, en China. Después de varios meses de viaje, durante los que su barco se desvió por una tormenta, Augusto llegó a Macao el día de Navidad de 1852. Dedicó casi un año a aprender el idioma y, cuando se adentró en el país, fue asaltado por unos bandidos, lo cual retrasó aún más su llegada a la misión. Finalmente, pudo celebrar su primera Misa en la localidad de Yaoshan el 8 de diciembre de 1854, el mismo día en que Pío IX proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción.
Poco duró la dicha del santo, porque tan solo diez días después fue detenido por ejercer actividades misioneras ilegales. Le dejaron libre con la condición de marcharse, pero el misionero volvió a los pocos meses, logrando la conversión y el Bautismo de muchas familias. Ese éxito llamó de nuevo la atención de las autoridades, que lo arrestaron otra vez, ya para no soltarlo más. Lo primero que hicieron con él fue abofetear su rostro 150 veces hasta derramar sangre. Luego le dieron 300 latigazos en la espalda. Cuando parecía muerto, se levantó como si nada diciendo: “Es el buen Dios quien me protege y me bendice”. Entonces fue torturado impidiéndole respirar en una jaula construida para ello, hasta que el 29 de febrero de 1856 fue finalmente decapitado.
Su muerte fue utilizada después por Francia para provocar, por intereses comerciales, la segunda guerra del Opio. Por su parte, China intentó desmitificar al santo, acusándolo de espía y violador. Sin embargo, “en su proceso de canonización la vida de Chapdelaine fue examinada cuidadosamente”, afirma el padre Jean Charbonnier, de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París y especialista en los mártires de China. El misionero forma parte así de una pléyade de mártires “cuya valentía y sacrificio constituyen una rica contribución espiritual a la Iglesia universal”, concluye Charbonnier.