Su celebración litúrgica es el 20 de febrero.
San León, obispo de Catania, en Sicilia, nació en Rávena, hacia la mitad del siglo VIII. Fue llamado el Taumaturgo, por los muchos milagros que hacía. Sus padres le educaron para las glorias humanas.
Pero eran distintas las aspiraciones de León. Se puso bajo la dirección del obispo de Rávena, quien viendo su pureza de costumbres y su celo apostólico, decidió conferirle la ordenación sacerdotal.
Pudo disfrutar de él poco tiempo, pues muerto Sabino, obispo de Catania, se decidieron los electores por León, no sin antes haber pedido a Dios acierto en la elección. León se oponía, pero le obligaron a aceptar.
Después de su resistencia, puso todo su empeño en cumplir su misión apostólica. Se dedicó a la reforma de costumbres, a la instrucción religiosa de sus fieles, a defender la verdad ante los herejes, al cuidado de todos.
Vivía, como dichas para él, las recomendaciones de San Pedro en su primera Carta: “Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado, no por fuerza sino con blandura, según Dios. Ni por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo. No como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo al rebaño. Así recibiréis la corona inmarcesible de la gloria”.
De todas partes acudían a verle y oírle. Todos querían tocar su manto para ser curados. Los emperadores consiguieron que acudiera a Constantinopla, para tenerle cerca, para escuchar sus sabios consejos y pedirle oraciones ante Dios.
Rigió la diócesis como un verdadero sucesor de los apóstoles durante 16 años y hacia finales del siglo VIII, lleno de merecimientos, se durmió en el Señor. El pueblo lloró su muerte como la de un padre y celoso pastor. Fue sepultado en un monasterio que él mismo había hecho construir fuera de las murallas de Catania. Su sepulcro fue muy venerado, sobre todo antes que los árabes ocupasen Sicilia. La fama de sus virtudes y de sus muchos milagros lo convirtió en centro de muchas peregrinaciones.