Fecha de publicación: 23 de septiembre de 2013

Homilía en la Eucaristía celebrada el pasado 20 de septiembre, al aire libre en el Paseo del Salón, en Granada, el mismo día que se celebraba el Centenario de la Coronación Canónica de la Virgen de las Angustias, Patrona de Granada, que, por este motivo, celebra su Año Jubilar Mariano.

Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, redimido por la sangre de Cristo y que tiene como madre a la Santísima Virgen María, la madre del Señor que él nos dio como madre junto a la cruz.

Muy queridos sacerdotes concelebrantes, Hermano Mayor y miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de las Angustias, excelentísimas autoridades, amigos todos:

Hace cien años y en este lugar se coronaba la imagen venerada en Granada desde hace tanto tiempo, siglos ya, de Nuestra Señora de Las Angustias. Y cien años después nos volvemos a reunir para dar gracias, no sólo por aquel acontecimiento, sino por la fe que ha permanecido a lo largo de estos cien caos; y si miramos hacia atrás, a lo largo de mucho más tiempo.

En todo ese tiempo nuestros pueblos, nuestras familias han vivido cantidad de situaciones, algunas extraordinariamente difíciles: dolor, miserias, guerras, todas las consecuencias del pecado humano y, sin embargo, en medio de todas esas vicisitudes el hecho de que estamos aquí esta tarde pone de manifiesto la permanencia de un don que es el más precioso de todos: el don de la fe cristiana, el don del conocimiento, del Dios verdadero revelado en su Hijo Jesucristo.

Estamos también en el Año de la fe, un Año convocado por el Santo Padre, para que nos demos cuenta delvirgen angustias_paseo salon tesoro que significa el ser cristianos, del tesoro que significa en la vida ese hecho de conocer a Dios, conocer que Dios es amor y conocer que Dios se ha entregado por esta humanidad nuestra dolorida, herida por el pecado, por tanta mezquindad y tanta miseria como hay, empezando por nuestro propio corazón. Este conocimiento es un tesoro. En el Evangelio que acabamos de escuchar, Isabel le dice a su prima María: “Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.

Y esas palabras resuenan hoy en nuestros oídos como dirigidas a cada uno de nosotros: dichosos los que tenéis fe, que es un don de Dios más precioso que la vida, porque la vida no sirve de nada si no está sostenida por algo más grande que ella. En cambio, todas las dificultades de la vida no son nada cuando uno sabe que la historia acaba bien, cuando uno tiene la certeza de que no estamos solos en la aventura de nuestra vida, porque tener fe en Jesucristo, ser cristiano, conocer a Jesucristo, que Jesucristo haya salido a nuestro encuentro en la historia de nuestra familia, o a través de nuestros amigos que nos lo han hecho conocer, o que nos lo han anunciado, o a través del testimonio de personas de fe que hemos conocido, haberse encontrado con Jesucristo no es, simplemente, no es en absoluto, tener unas determinadas creencias o tener eso que llaman valores –normalmente, eso no significa nada-, o tener unos principios morales: haber encontrado a Jesucristo es, sobre todo, el don inmenso de saber que no estamos solos en nuestra vida, que no vivimos la vida en soledad, afrontando ese misterio que es nuestra vida y nuestra muerte sólo con nuestras capacidades, con nuestras fuerzas, con las circunstancias que nos hayan tocado en ella.

Hay Alguien que nos ama infinitamente y que es protagonista de nuestra historia con cada uno de nosotros, y con nuestras familias o con nuestro pueblo o con la comunidad cristiana. Vivir la experiencia de esta compañía por la que Cristo nos acompaña en el camino de la vida es el tesoro más grande que la llena de buen gusto, de alegría, de dicha: dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. Lo que nos ha dicho el Señor es “yo estoy  con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Lo que nos ha dicho el Señor es que nuestro destino no es el cementerio, no es la tierra, nuestro destino es la vida eterna, el amor sin límites y eterno de Dios para siempre, en comunión con nuestros seres queridos, en comunión unos con otros, ya sin luto, sin llanto, sin dolor, sin todas esas cosas que aquí nos separan y nos dividen a los hombres unos de otros, sino sencillamente donde Dios será todo en todas las cosas y reconoceremos la belleza infinita de su amor y el gozo de su comunión.

Saber que ése es nuestro destino cambia la vida, mis queridos hermanos. Haber conocido a Jesucristo y el amor de Jesucristo y la misericordia de Jesucristo cambia la vida entera; cambia el significado de lo que significa vivir; cambia el significado del amor humano, del amor de hombre y mujer, del matrimonio, de la paternidad o la maternidad o de los hijos; cambia el sentido de lo que significa levantarse por las mañanas, trabajar, tener amigos, celebrar un cumpleaños, celebrar una fiesta; cambia la vida entera, la colorea con la certeza de un amor que no tiene ni condiciones, ni límites, ni fin. Nuestro mundo tiene hambre y muchas cosas, y tiene miles de necesidades, y necesidades a veces muy concretas y muy materiales, muy de día a día, pero tenemos, sobre todo, hambre de Dios, entre otras cosas, porque si viviéramos cerca de Dios, si acogiéramos el don de Dios en nuestras vidas, si viviéramos con más seriedad nuestra fe, muchas de esas necesidades no habrían tenido lugar y no se darían entre nosotros.

Hoy damos gracias al Señor por su presencia, por el don que Él significa en nuestras vidas. Y damos gracias a la Virgen: es curioso, la imagen de la Virgen de las Angustias tiene a su Hijo muerto en su regazo. En ese hijo podemos ver todos nuestros dolores, en su Pasión todas nuestras pasiones, todo aquello que sufrimos, todos aquellos males que dañan, atacan, destruyen nuestra vida. La Virgen nos ofrece a Cristo y con Cristo nos ofrece una paradoja que cambia el significado también de la muerte, del mal y del dolor, que ilumina nuestras vidas, que nos permite vivir de esa vida nueva. Te damos gracias Señor porque tú nos entregaste a tu madre y tu madre nos entrega a Ti que es el tesoro que nos permite vivir en la esperanza de la vida eterna, vivir en la fe y vivir en el amor.

Acojamos ese don, una vez más, y con un corazón sencillo. No es una cosa complicada si la fe es saber que Dios me quiere, sea cual sea mi historia, sea cual sea mis capacidades, mis limitaciones, mi temperamento…

Yo sé Señor que tú me amas; yo sé Señor que tú estás conmigo, que tú deseas mi bien, y que no me vas a abandonar; aunque yo te abandonara a ti, mil veces, millones de veces a lo largo de mi vida, tu amor no me faltaría jamás. Jamás te vas a cansar de mí; jamás te vas a cansar de nosotros. Cómo no dar gracias. Cómo no pedir que el Señor, como le pidió aquel centurión, padre de un hijo enfermo: Yo creo Señor, pero aumenta mi fe. Aumenta mi fe para que pueda aumentar en nosotros la dicha de conocerte, el gozo de saber que estás con nosotros y para que pueda aumentar en nosotros la esperanza de este mundo nuestro, y sobre todo el viejo mundo, del Viejo Continente, que se muere de desesperanza. Somos un mundo saciado y desesperanzado, sin horizonte de futuro.

El conocimiento de Cristo y la vida de Cristo nos abre de nuevo un horizonte de vida infinito que permite llenar la vida de buen gusto y amor. Señor, aumenta en nosotros la fe, para que aumente, a veces para que renazca, en nosotros la esperanza, y para que llene nuestra vida un amor reflejo de tu amor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de septiembre de 2013

Paseo del Salón, Granada.

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