Queridos D. José Gabriel y D. Manuel;
querida familia Paulina y amigos;
queridos hermanos y hermanas:
Acabamos de escuchar la Palabra de Dios de la liturgia de este VII Domingo del Tiempo Ordinario. En esta mesa de la Palabra, que es esta primera parte de la Eucaristía, la liturgia de la Palabra, ¿qué menú nos trae hoy el Señor para nuestro provecho?
“Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”. “¿A quién vamos a ir, Señor, Tú tienes palabras de vida eterna?”. Esa Palabra de Dios que nos dice el Concilio Vaticano II que, cuando es proclamada en la liturgia, es Dios mismo quien nos está hablando en este momento. Hemos escuchado, por una parte, un texto del Libro del Levítico, en la que el Señor habló a Moisés y le dijo “di a la comunidad de los hijos de Israel, ‘sed santos, porque Yo, el Señor vuestro Dios, soy Santo”.
Hemos visto también cómo, precisamente, estas palabras son las que Jesús nos dice y que toma San Mateo del Discurso de la montaña. Por tanto, “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Nos está invitando el Señor nuestro Dios -que es nuestro Padre, que es la gran revelación de Jesucristo- a la santidad. La santidad es a la que estamos llamados y es la que el Concilio Vaticano II nos propone en la “Lumen Gentium”: “Todos estamos llamados a ser santos”. La santidad no es exclusiva de los sacerdotes, de las religiosas, de los religiosos, de los consagrados, sino que todos, por nuestra condición bautismal, nos lo recuerda también el Papa en su encíclica “Gaudete et Exultate”. La santidad en la vida ordinaria. Si no somos santos, hemos fracasado como cristianos. Los primeros cristianos se llamaban santos entre sí. San Pablo, cuando encabeza sus cartas o se despide en ellas, dice “saludad a los santos”. Los santos no son sólo los que están canonizados o beatificados, y la Iglesia ha reconocido de manera solemne su vida heroica en virtudes o en el martirio. La santidad es vivir como hijos e hijas de Dios. Y la santidad arranca de nuestra condición de bautizados. “Hemos sido injertados en Cristo”, dice San Pablo. “Hemos sido revestidos de Cristo”. Hemos sido salvados, en definitiva. Como nos dice San Pablo en la capítulo 6 de la Carta a los Romanos, “los que por el bautismo, nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte, para que, así como Cristo
-dice San Pablo- fue despertado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así nosotros andemos también una vida nueva”. Y él dice que nuestra vieja condición ha sido abolida. Somos hijos e hijas de Dios.
Por lo tanto, ésta es nuestra condición. Somos consagrados. Y San Pablo hoy, en este texto que acabamos de escuchar, en que San Pablo se dirige a los Corintos, en su Primera Carta, les dice que “somos templos del Espíritu Santo”. Luego, somos algo santo y, por eso, estamos llamados a que nuestra identidad, lo que somos, cristianos, otros cristos, templos del Espíritu Santo, injertados en Cristo, revestidos de Cristo, lo llevemos en nuestra existencia. El obrar sigue al ser, dicen los filósofos. Hemos de vivir de acuerdo con lo que somos. Y muchas veces, por desgracia, lo que ocurre es que nuestra vida va por otros derroteros que no son precisamente los de la coherencia cristiana, o todo lo más nos hemos sacado de la manga aquello de que “somos creyentes, pero no practicante”. Como si esto de ser cristiano fuese una cuestión de ideologías o un pensamiento que tenemos, o una cultura simplemente que hemos heredado y en la que estamos inmersos. El cristianismo exige el despliegue existencial y eso es la moral cristiana, que el Catecismo la titula “la vida en Cristo”. Y eso es la santidad. La santidad, si queréis, incluso, se puede definir aún más y reducir, al mismo tiempo, manteniendo toda su plenitud, a vivir la caridad; la caridad perfecta, que es el amor a Dios y es el amor al prójimo, que san Agustín resume todavía más y nos dice que “ama y haz lo que quieras”.
Hoy, precisamente, tanto el texto del Libro del Levítico como el Evangelio de San Mateo, que nos trae estos pasajes como el domingo pasado del Sermón de la Montaña, es que Jesús va desmenuzando qué es la santidad cristiana. O si queréis, con otras palabras también, lo que los clásicos llamaban “La Sécula Christi”, el seguimiento de Cristo. Eso que nos dice Jesús: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. Y esto es a lo que somos llamados. El cristianismo no es un conjunto de devociones. El cristianismo no es estar apuntado a cinco asociaciones, cofradías o hermandades, o fundaciones o patronatos, y esperar estar apuntado al 6º, al 7º. El cristianismo es seguir a Jesucristo. Eso es lo profundo, luego viene lo otro, en una manera de encarnar o de vivir, o de expresar nuestra pertenencia a Cristo. Pero lo radical, lo importante, incluso por encima de ser obispo o ser fiel laico, o ser religioso o religiosa, es vivir como Cristo nos pide. Por eso, san Agustín, cuando se dirige a los fieles, dice: “Yo con vosotros, soy cristiano, y este es mi título de gloria, esta es mi dignidad”. Yo, para vosotros, soy obispo y esta es mi carga, esta es mi tarea, en la Iglesia.
Queridos hermanos, en este domingo la Palabra de Dios nos invita precisamente a eso: a ser coherentes con lo que somos, a ser cristianos que es ser otros cristos, a tomarnos en serio la santidad; y la santidad en esa vivencia de la vida cristiana o en ese desmenuzarse en el perdón, en ese desmenuzarse de la generosidad con los demás. En ese desmenuzarse, en definitiva, de amarnos unos a otros, pero no con un amor de ONG, muy legítimo, sino con el amor de Cristo. No basta con eso que ya nos pedía el Antiguo Testamento: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Decía: “Y amar a los demás como a uno mismo”. Fijaros si nos queremos a nosotros mismos, nos queremos cantidad, nos conocemos de toda la vida y siempre estamos pendientes. Pues todavía el cristianismo nos pide más. Jesús nos pide que nos neguemos a nosotros mismos. “Pero eso que usted me está diciendo es hacer el tonto”. “Sí, el tonto en Cristo”. Es adquirir una lógica nueva. Es esa lógica nueva en que los últimos son los primeros. Esa lógica nueva de poner la otra mejilla. Esa lógica nueva de perdonar y rezar por los enemigos. Esa lógica nueva de la que nos habla Jesús en el Sermón de la Montaña y que no es una utopía. Cuando decimos utopía, poco nos sacudimos de encima como si no fuera con nosotros o sólo con unos seres privilegiados…
Pues no, queridos hermanos. Los santos -cada uno con sus defectos, como los nuestros, mejor dicho, los nuestros como los suyos, empezando por los apóstoles, de los cuales el Evangelio no silencia sus defectos- han seguido a Jesús y han adquirido esta lógica de Cristo, este pensamiento, de manera de pensar de Jesús, que es lo que tenemos que pedir: “Señor, dame tu lógica”. Tu lógica de los últimos. Tu lógica de preferencia por los sencillos. Tu lógica de las Bienaventuranzas, en definitiva, como nos pedía el domingo pasado. Y cuando adquiramos esta lógica, estaremos en disposición de poner en práctica el Mandamiento de Jesús, que es el Mandamiento renovado, perfeccionado, porque Jesús nos manda a que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado; no ya como uno mismo, que fijaros si es importante, porque ya nos negamos, y si adquirimos su lógica, nos negaremos a nosotros mismos. En último lugar nos pondremos. Primero, Dios, después los demás, y en último lugar nosotros. Y entonces, viviremos esa santidad. Pero esa santidad que no es nada llamativa; que no es que vayamos haciendo milagros o haciendo cosas extraordinarias. Esa santidad que está en los días iguales, en el trabajo, en la vida de familia. Esa santidad de la que habla el Papa Francisco llamando “el santo de la puerta de al lado”.
Y esa santidad, la vive mucha gente. Mucha gente que, de manera callada y silenciosa, está haciendo presente el Evangelio en su vida, por las opciones que toma, por su comportamiento, por su perdón, por su oración, por su vida interior, por su sencillez, por su alegría. Es esa santidad a la que el Señor nos invita y que se resume en ese amor a Dios y en ese amor al prójimo. En ese olvido de uno mismo. En ese poner a Dios en el centro de la vida. Esa santidad que, en definitiva, es vivir de manera heroica las virtudes cristianas, empezando por la fe, y viendo y haciendo una lectura del mundo con la mirada de Dios. La fe no nos lleva a tener los ojos vendados, como a veces se representa. El Papa Juan Pablo I decía que eso no es verdad. Decía que “la fe nos ilumina la vida”, porque es la mirada de Dios, es la luz de Dios, y es ver la existencia nuestra, la de los demás, la del mundo en que vivimos y, sobre todo, la mirada para ver a Dios detrás de cada acontecimiento. La vivencia de la esperanza, que nos hace superar las dificultades, sabiendo que no podemos apoyarnos en nuestras fuerzas o en nuestros medios, sino que oramos confiadamente y esperamos en el Señor que no nos va a dejar nunca.
La esperanza nos hace superar las dificultades más grandes, sabiendo que Dios está a nuestro lado y que es verdad eso de que el Señor está con nosotros. La caridad, que es lo que se resume -nos dice San Pablo también en la Primera Carta a los Corintios- que la fe y la esperanza pasarán. La fe cuando veamos a Dios, ya no necesitaremos la fe, porque estaremos en la visión de Dios. La esperanza no, cuando hemos llegado ya a la posesión del bien por el que anhelamos y el Bien supremo que anhelamos a Dios mismo. En cambio, la caridad, que es Dios mismo, que es Amor, es lo que permanece para siempre, lo que da sentido a nuestra vida. Luego, la santidad es vivir en el amor. Por eso, la santidad es alegre, porque es la plena realización de la persona, esa persona que es imagen y semejanza de Dios, que es templo del Espíritu Santo. Y por eso, el cristianismo ensalza al ser humano. Porque no es un número, no es una cosa, es alguien, a imagen y semejanza de Dios. Por eso, el hombre es el camino de la Iglesia, como decía san Juan Pablo II.
Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados a ser santos. Santos de altar. No a la mediocridad. No a un cristianismo de ir tirando. No, “creyente, pero no practicante”. No, sólo santo cuando necesito a Dios, y después… Tomémonos en serio a Cristo. Démonos cuenta que somos templos del Espíritu Santo; que Dios habita en nuestros corazones; que Dios está presente en los demás. Pongamos a Dios en el centro de nuestra vida, Cristo, y tratemos de imitar, como nos dice San Pablo de sí mismo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”. Y nos ha dicho hoy todavía más. Nos ha dicho: “Todo es vuestro. Vosotros de Cristo y Cristo de Dios”. Pues, eso es ser cristiano, otro cristo, el mismo Cristo. Vivamos en consecuencia según lo que somos. Pero podéis decir “eso, qué difícil es”. Pero Dios nos da su ayuda en los Sacramentos. Cuando comulgamos, ¿qué hacemos?, sino que vamos conformándonos con Cristo: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día”. “El que come, mi Sangre habita en Mí y yo en Él. Lo mismo que el Padre vive y yo vivo por el Padre”, nos dice Jesús en el capítulo 6 del Evangelio de San Juan: “El que come mi carne vivirá por Mí”. Luego, queridos hermanos, ésta es la lógica de Dios. Y cuando adquirimos esa lógica, pensaremos con el pensamiento del Evangelio.
Vamos a pedirLe ayuda a la Virgen, Reina de todos los Santos. Que ella también nos ayude a parecernos a Jesús. Y nos dice también a nosotros, como a los esposos y a los criados en las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga”.
Así sea.
Y no me he olvidado de las Paulinas. Sino que vamos a pedir por esta comunidad y por su presencia, que yo agradezco a Granada, especialmente. Porque lo que hay que comunicar es esta lógica de Jesús. Y si no comunicamos esta lógica de Jesús, queridos hermanos y hermanas, no estamos sirviendo. Estamos para evangelizar y vuestra obra fue para evangelizar; para llevar el Evangelio con los instrumentos que la Iglesia y que la tecnología humana pone en nuestras manos. No tenéis una librería para vender. Para eso, no merece la pena una consagración a Dios. La tenéis para anunciar a Jesucristo, a través de la comunicación social con el lenguaje de los hombres y mujeres de hoy, para llegar a los hombres y mujeres de hoy.
Por eso, queridos hermanos, elevemos nuestras súplicas a Dios nuestro Padre y, antes, confesemos nuestra fe.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
18 de febrero de 2023
Granada