Queridos hermanos sacerdotes;
queridos diáconos;
queridos seminaristas;
queridos miembros de la vida consagrada;
queridos hermanos y hermanas en el Señor, que os dais cita en nuestra Iglesia Catedral, símbolo de nuestra Iglesia particular de Granada:
“El Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió”. Hemos escuchado estas palabras en el Evangelio de San Lucas, pero también en el Libro de Isaías. Proferidas por el evangelista aparecen varias veces en la liturgia crismal de hoy. En cierta medida, queridos hermanos, constituyen su hilo conductor. Aluden a un gesto ritual que, en la Antigua Alianza, tiene una larga Tradición, porque en la historia del pueblo elegido se repite durante la consagración de sacerdotes, profetas y reyes. Cristo es el ungido. Es el “kyrios”. Y nosotros lo somos también en Él. Ya que por el bautismo hemos sido revestidos de Cristo, injertados en Él, hemos sido hechos partícipes de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey. Así nos dijo el sacerdote en el momento de nuestro bautismo al ungirnos con el Crisma.
Este año es mi primer año entre vosotros en la Misa Crismal, pero, precisamente, apoyándome en la significación de la Unción, en la significación de la consagración quiero hablaros de la santidad, y hablarme a mi mismo de la santidad. El Papa Francisco lo ha hecho de una manera actualizada, poniéndonos y refrescándonos la Doctrina del Concilio Vaticano II sobre la llamada universal a la santidad tan presente en la constitución sobre la Iglesia. Todo el Pueblo de Dios está llamado a la santidad, a la perfección de la caridad. Pero, también nosotros, queridos hermanos sacerdotes, de manera especial. ¿Y por qué traigo esto, precisamente? No sólo por las referencias bíblicas que el Señor, en la sinagoga de Nazaret, toma este pasaje de Isaías y, precisamente, se lo aplica. El Ungido, pero, al mismo tiempo, el Ungido pro existente, en favor de los pobres, en favor de los que sufren, en favor de quienes están encarcelados, de quien viene a anunciarnos el año de gracia del Señor. La libertad de los hijos e hijas de Dios. Estamos a unas escasas semanas de una beatificación, precisamente, en nuestra misma Catedral; la de Conchita Barrecheguren. Habéis tenido no hace mucho la beatificación de la Madre Emilia Riquelme, antes la de Fray Leopoldo, la de nuestros mártires del siglo XX. Y cómo no recordarlo, lo hacemos siempre cuando invocamos a nuestros santos: Cecilio, Gregorio de Granada, san Juan de Dios, san Juan de la Cruz, san Juan de Ávila, mas todos esos santos que el Papa llama de la puerta de al lado.
La santidad, queridos hermanos, tiene que formar parte de nuestra vida, porque somos consagrados, bautismal y sacerdotalmente. Nos dice san Juan Pablo II, en “Pastoris dabo vobis”, que “el Espíritu del Señor está sobre mí”, nos recuerda. “El Espíritu no está simplemente sobre el Mesías, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obra”. En efecto, el Espíritu es el principio de la consagración y de la misión del Mesías. “Porque me ha ungido, para anunciar a los pobres la Buena Nueva”.
Somos, queridos sacerdotes, llamados con una vocación que en este día, en el que renovamos nuestras promesas, hemos de recordar especialmente con agradecimiento, con nombres concretos de nuestros padres, de sacerdotes, de las personas que en la comunidad cristiana puso como mediación para llamarnos en un momento y en una hora a su viña. Hemos sido consagrados y hoy cobran protagonismo también especial el día de nuestro Ordenación Sacerdotal, cuando, con toda la ilusión del mundo y, al mismo tiempo, con el temor de quien quiere ser fiel pero sabe y es conocedor ya de sus debilidades, se entregó al Señor y se dejó ungir por el Crisma. Y recibió en sus manos el pan y el vino, el cáliz y la patena, para presentar la ofrenda santa del Pueblo de Dios, para imitar lo que conmemora, para conformar su vida con el Misterio de la cruz del Señor.
Todos también recibimos el Santo Evangelio. Y fuimos enviados a la misión de anunciarlo como representación de Cristo. Este mismo Espíritu es el Espíritu del Señor, que está sobre todo el Pueblo de Dios constituido como pueblo consagrado a Él y enviado por Él para anunciar el Evangelio que salva. Pero también nosotros, de una manera especial, estamos llamados, los sacerdotes por nuestra consagración, a esa configuración con Cristo que le hemos pedido hoy en la oración colecta para anunciar la Redención al mundo. Los sacerdotes estamos llamados a esa identificación existencial con quien ya lo estamos como cabeza y pastor del Pueblo de Dios por la recepción del Sacramento del Orden. En el número 20 de la “Presbiterum Ordinis” viene muy claro todo esto. Los que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden –se nos dice-, “se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote Eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que con celeste eficacia reintegró a todo el género humano. Por tanto, puesto que todo sacerdote personifica de modo específico al mismo Cristo -recuerda Juan Pablo II-, es también enriquecido por la gracia particular, para que pueda alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfección de Aquél a quien representa, y cure la flaqueza humana y cómo la percibimos, queridos hermanos. De la carne, la santidad de Aquél que fue hecho por nosotros Pontífice, Santo, Inocente, Inmaculado, apartado de los pecadores. El Primogénito de toda la creación, el Príncipe de todos los Reyes, como hemos escuchado en el Libro del Apocalipsis. La sacramentalidad. Y este día es un día especialmente sacramental.
La sacramentalidad, queridos hermanos, emerge así como el elemento fundamental de la identidad del sacerdote, y como el factor que explica el ministerio presbiteral en su raíz. Desde la sacramentalidad, se entiende la compresión del sacerdote en su sentido más profundo y real. Somos otros cristos, a pesar de los pesares, de nuestra debilidad, de nuestra historia personal llena de flaqueza. Pero Cristo, como a los primeros, también a nosotros nos ha elegido por pura gracia para representarLe, para hacerLe presente. Y todo esto no puede llevarnos a un clericalismo de casta, a una superioridad de poder, sino, al contrario, “el que de entre vosotros quiera ser el primero que sea el último de todo y el servidor de todos”. Igual que “el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”. Todos sabemos que este planteamiento quedó reforzado, precisamente, con la enseñanza de san Juan Pablo II. Somos como transparencia de Cristo, en medio del rebaño que nos ha sido confiado, decía él. Los presbíteros son de la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor.
Esto, queridos hermanos, es necesario recordarlo en un mundo secularizado como el nuestro, que borra todo rastro de lo sacro. Que incluso molesta. Somos agraciados y más en esta Semana Santa, que nuestros pasos –nuestros bellos pasos, nuestras imágenes-, donde todo se vuelve sacral en nuestras calles, incluso en nuestras comidas. Necesitamos en este mundo nuestro no quedarnos sólo con lo externo, porque puede ser como una capa que oculte un secularismo esencial en muchas personas y en muchos ambientes. Necesitamos manifestar, no nuestro clericalismo, sino nuestra sacralidad. Pero, la de todo bautizado, que es hijo e hija de Dios con una dignidad inigualable. Pero, al mismo tiempo, a nosotros, porque Dios lo ha querido, nos ha hecho partícipes, nos ha escogido, como dirá el Prefacio de la misa de hoy, “hombres de ese pueblo”, a nosotros.
¿Y qué incidencia tiene la consagración sacramental recibida el día de nuestra Ordenación en nuestra vida de sacerdotes? Y más recordando estos santos que van a ser beatificados, que han sido beatificados, que formamos parte de una Iglesia particular con ejemplos gloriosos de santidad, no podemos bajar el listón. No basta, queridos hermanos, con la concepción funcional del ministerio. No basta con ejercitar con fidelidad nuestro oficio, sin más. No es un puro mantenimiento. No basta con esto, como si sólo el cumplimiento nos santificara y nos eximiera de la radicalidad exigida por la vida en Cristo, del Evangelio, en definitiva, en quien en Él hemos sido bautizados en Cristo e identificados hasta representarlo. “In personando”, por nuestra participación sacramental, en la capitalidad de Cristo pastor ante su Pueblo. Es necesario la respuesta con la vivencia de las virtudes cristianas sustanciadas en la caridad pastoral, en una doble relación, a Cristo, Único y Sumo y Eterno Sacerdote, y en Él, por el Espíritu Santo, al Padre de las misericordias. Tenemos que ser hombres de Dios profundamente. Y también, la relación con el Pueblo de Dios que exige una ejemplaridad en nuestra vida. No podemos ser del montón, queridos hermanos sacerdotes. Y todo ello está sintetizado en las cercanías de las que habla el Papa Francisco. Con Dios, con el obispo, con los otros sacerdotes, con el Pueblo de Dios.
Necesitamos intensificar nuestra vida de oración. Necesitamos recuperar ese capítulo de “Evangelii Gaudium”, donde se habla de evangelizadores con espíritu, porque, sino, no hay vigor apostólico. Y si no hay vigor apostólico, se cae en el funcionalismo, en el mantenimiento, en el cumplir, en el rellenar, en el mantener. Incluso en ser administradores de decadencia.
Queridos hermanos, necesitamos de nuevo un Pentecostés. Necesitamos de nuevo la radicalidad de tomarnos en serio nuestra vida espiritual con los instrumentos, con los medios que ha puesto la Iglesia de siempre y que, releyendo el documento “Presbiterium Ordinis” del Concilio Vaticano II, tenemos que poner en nuestra vida la oración, la Lectio Divina, la confesión frecuente, la vivencia eucarística como centro de nuestra vida, la fraternidad, la caridad. En definitiva, la pasión por Cristo y por el Pueblo de Dios, por los pobres, por los más necesitados, por evangelizar, por llegar a quienes están lejos y traerlos. Por ser, en definitiva, con sencillez, testigos de Jesús.
Queridos hermanos, éste es un proceso, como dice el Papa. No se trata de ocupar espacios a ver quién manda más, a ver quién tiene más poder. No se trata de repartirnos lo sagrado, sino de ser testigos convincentes de Cristo, cabeza y pastor de Su pueblo. Es muy difícil. Es una tarea que nosotros, como los apóstoles, tendríamos que decirLe a Jesús “esto es imposible”. Pero Jesús nos dirá, “para Dios todo es posible”. Él puede hacer de la pequeñez de cada uno de nosotros un instrumento, como ya hemos experimentado tantas veces.
Queridos hermanos, seamos santos. Es la manera más eficaz de la acción pastoral, porque, cuando hay santidad, hay celo apostólico, hay pasión evangelizadora, hay caridad, hay compromiso social, hay desvivirse por los otros. Cuando se ama a Cristo con pasión, se le ve en esos que representan la carne de Cristo en el mundo de hoy; cuando hay santidad, hay olvido de nosotros mismos.
Queridos hermanos, permitidme también como vuestro obispo que os haga esta llamada para que este tiempo sea un tiempo de Gracia, un tiempo de renovación sacerdotal y porque lo es, de renovación pastoral, de afrontar esta nueva etapa con un verdadero vigor apostólico. No simplemente, por la novedad de un obispo que llega o a ver qué nos trae. Dejemos a un lado los recelos. Cerremos las heridas. Busquemos con esperanza una primavera del Pueblo de Dios. Y para ello, queridos hermanos sacerdotes, es necesario que asumamos un compromiso vocacional. Necesitamos sacerdotes. Necesitamos tener una cultura vocacional más a flor de piel. No simplemente se cae, no simplemente… las vocaciones son un don de Dios y no ha disminuido la mano del Señor, pero sí, quizás, nosotros, nuestra pasividad, nuestro relegarnos a lo de siempre, al mantenimiento, nuestra tristeza ministerial muchas veces ha provocado, quizás, que baje ese afán de llevar a otros y de testimoniarlo, no con proselitismo, pero sí con la elocuencia de la propia vida como lo recibimos nosotros de aquellos sacerdotes que el Señor puso en nuestro camino.
Querido Pueblo de Dios, queridos hermanas de la vida consagrada, rezad por nosotros. La tarea es mucha, pero estamos para serviros, “a Dios y a usted”, como decíamos antes.
Vamos a pedirLe a la Virgen Santísima, a Nuestra Señora, a la Madre de los sacerdotes, que Ella como en las Bodas de Canaá pueda cambiar también en nosotros el agua incolora, inodora, insípida muchas veces de nuestra vida, en el vino oloroso de virtudes. En definitiva, que Le hagamos caso en el consejo de hacer lo que Jesús nos dice.
Queridos sacerdotes, permitidme también renovar mi agradecimiento, el del Pueblo de Dios a vuestra entrega en los servicios en los que estáis. En los servicios de nuestra Diócesis, en el servicio carismático de nuestra vida consagrada.
Queridos hermanos, sacerdotes, religiosos, que todos seamos santos con la santidad de quien se considera débil y sabe que el único Santo es Jesucristo nuestro Señor, el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el Dios que se ha hecho hombre, el Ungido, el Cristo.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
5 abril de 2023
Catedral de Granada