Queridos sacerdotes concelebrantes;
querido diácono;
queridos hermanos y hermanas:
Estamos ya en el cuarto domingo de Cuaresma, este tiempo que nos va aproximando hacia las fiestas pascuales. Ese tiempo de preparación para los catecúmenos que van a recibir el Bautismo de adultos. Así era en la primitiva comunidad cristiana y que nos sirve a nosotros para rememorar nuestro propio Bautismo, y para ponernos a punto en nuestra vida de fe, en nuestra vida cristiana, apartando de nosotros todo lo que nos aparta de Dios y que nos aparta de los demás. En definitiva, es una especie de ITV de nuestra fe cristiana, de nuestra vivencia cristiana.
Este tiempo de Cuaresma es un tiempo santo, que tiene como un trípode, desde el principio, lo veíamos así: la oración, la limosna y el ayuno, como expresión de nuestra religiosidad, de nuestra piedad. Acordamos que el primer domingo era el domingo de las tentaciones, para que tomáramos conciencia y tomaran conciencia los neófitos, los que iban a ser bautizados; tomaran conciencia los catecúmenos de que la vida cristiana es lucha. Es una lucha hasta el final de nuestra vida por ser fieles a Jesús siguiendo su camino. Y le pedimos en el Padrenuestro que no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal.
El segundo domingo para que viéramos, y los catecúmenos vieran, que no todo es una lucha, sino también se nos anticipa ya el Cielo. Se nos da la Salvación y ya estamos pregustando los dones del más allá, del Encuentro con Cristo. Veíamos la escena de la transfiguración del Señor en el Monte Tabor.
El tercer domingo veíamos ese diálogo de Jesús con la samaritana. Jesús que nos sale al encuentro. Jesús, en quien se cumplen la Ley y los profetas, viene a saciarnos ese deseo de Dios, ese deseo del agua pura que sólo puede darnos y que es el Espíritu Santo.
Y hoy, en este cuarto domingo, en este tiempo que nos va aproximando hacia la Pascua, ¿qué se nos presenta? Se nos presenta Cristo como Luz del mundo. En esa escena del ciego de nacimiento. El Evangelio de San Juan nos dice en su primer final: “Todas estas muchas cosas hizo Jesús y si se escribieran, no habría libros en el mundo, para contar todos los milagros que hizo”. Dice así el evangelista: “Éstas han sido escritas, para que creáis que Jesús es el Hijo de Dios y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”. Cualquier signo, cualquier milagro de Jesús, nace de la fe y nos lleva a la fe, y por eso termina con esta confesión de fe. Es el ciego que se encuentra con Jesús. Jesús pone barro sobre sus ojos. Y a ese ciego le manda que vaya a lavarse en la piscina de Siloé, que significa “enviado”. Como hemos visto, empieza esa diatriba de Jesús con los judíos y de los judíos con este, que, en este caso, con el ciego de nacimiento, no se lo creen. Y malintencionados tratan de que el ciego reniegue de quien ha le hecho el milagro. Y el ciego, con un gran sentido común que le va aproximando a la fe, hasta que al final hace una confesión de fe en toda regla -yo creo-, nos muestra cómo nadie que tenga mala condición puede hacer un milagro. Al contrario, si no fuera de Dios… Y se encuentra Jesús con este hombre, y viene primero el milagro material, pero después viene el milagro de la fe. ¿Tú crees en el Hijo del hombre?, le pregunta Jesús. Y dice: “¿Quién es, Señor, para que crea en Él?”. “Lo estas viendo y oyendo, el que te habla”. Y el ciego dice: “Creo”.
A esto quiere llevarnos el Evangelio a nosotros este domingo: a la fe que es luz. Y por eso San Pablo, en la Carta a los Efesios, nos ha presentado esa enseñanza de que la fe ilumina nuestra vida, de que somos hijos de la luz. Acordaros que en las ceremonias del bautismo y en la noche pascual se nos entrega el cirio. Un cirio que se prende del cirio pascual. Cuando fuimos bautizados, el sacerdote al entregar el cirio dijo: “Recibid la Luz de Cristo. Que vuestro hijo camine siempre como hijo de la luz”. Jesús nos ha dicho: “Yo soy la Luz del mundo, el que me sigue a mí no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. El propio prólogo del Evangelio de San Juan nos dice que el Verbo es la Luz; que Dios es la Luz. La Luz que ilumina nuestras vidas. Y esa luz nos llega por la fe, queridos hermanos. Nos llega por Cristo. Cristo nos ha encendido, nos ha iluminado y no podemos ser hijos de las tinieblas y las tinieblas en el lenguaje bíblico es el pecado. Las tinieblas es el desconocimiento de Dios. Las tinieblas es, al mismo tiempo, la falta de percepción de los otros. Es la soledad más absoluta y el egoísmo, y en definitiva, es también la mentira. Con las tinieblas no vamos a ninguna parte, al contrario, nos perdemos hasta nosotros mismos. El Príncipe de las tinieblas se le llama “el Maligno”.
En cambio, Cristo es la Luz. Ahora tenemos que preguntarnos: ¿Estamos iluminados por Cristo?, ¿realmente, la Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro sendero? La fe en Cristo nos lleva a iluminar nuestra vida, ¿o la tenemos escondida como Jesús recrimina en el Evangelio: que no se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino para que alumbre a todos los de la casa? “Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y den gloria a vuestro Padre del Cielo”. Preguntémonos en este domingo: “Señor, ¿yo estoy encendido o soy un cristiano apagado?, ¿o soy un cristiano sin luz o con luz intermitente?, sólo a temporadas”. A la fe se la representa muchas veces con una mujer con los ojos vendados. El Papa, el beato Juan Pablo I, no estaba de acuerdo y llegó a escribir y decir que la fe no va con los ojos cerrados; que la fe, al contrario, nos ilumina la vida. Con la fe vemos de manera distinta. Vemos de manera distinta a Dios, vemos de manera distinta nuestra situación personal, lo que nos ocurre. Vemos de manera distinta a los demás. La fe es mirar la vida, mirar a Dios, mirar la existencia de los demás con los ojos de Dios. Y es descubrir una nueva dimensión que nos hace salir de la superficialidad. Y ésa es la mirada de Dios, que se nos traslada a nosotros con su luz. Y es una mirada que mira al corazón. Como hoy en la Primera Lectura, cuando el profeta va en busca de David y le son presentados los hijos de Jesé y ya cree que han terminado todos, y dice: “Falta uno. Pues, tráelo”. Y nos dice el profeta que Dios no mira las apariencias, mira el corazón. Pues, con la fe, con la luz de Dios, vemos de manera distinta.
En este domingo vamos a pedir “Señor, auméntanos la fe”. Danos esa fe viva, esa fe contagiosa, esa fe alegre, esa fe que me haga ver la existencia con tus ojos; que detrás de las circunstancias de cada día, incluso de la enfermedad y del dolor, yo sepa descubrirTe que estabas a mi lado y yo sepa descubrir también en los demás Tu Rostro, especialmente en quien más sufre, en quien está más necesitado. La fe nos ilumina el camino y pasaremos un día de este caminar por la historia personal de cada uno. Pasaremos a esa luz plena, a esa visión de Dios y de Su Gloria. Pero que el Señor nos dé su luz: “El Señor es mi luz y mi salvación”, reza el Salmo. Que, realmente, sea para nosotros, cristianos, luz.
Pero, queridos amigos, no podemos quedarnos con una luz propia. Tenemos que encender con la noche pascual, encender también a los demás. Y ese es nuestro ejemplo. Eso es el apostolado. Eso es la evangelización. Llevar la luz de Cristo a los otros y nuestro mundo, por desgracia, está muy a oscuras. Hay muchas zonas de nuestra sociedad a oscuras, en la familia, en la vida social, en nuestra nación, en nuestra ciudad. Y necesitamos con nuestro ejemplo, con nuestras palabras, con nuestra coherencia cristiana, encender esa luz, para que ese Cristo ilumine nuestro mundo. Él que nos ha dicho que quien Le sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
La advocación de María, como Nuestra Señora de la Luz, nos ayude también a nosotros a vivir iluminados, como hijos de esa Madre, como hijos de Dios, como discípulos de Cristo.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
S. I Catedral de Granada
19 de marzo de 2023