Queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y hermanas:
Os reitero mi felicitación navideña y la de Don Javier.
Estamos celebrando este día solemne, esta Eucaristía, el día del Nacimiento del Señor. El pregón del inicio nos ha puesto, como lo hacía en la Misa de medianoche, con la Lectura del Evangelio de San Lucas, las coordenadas espacio temporales del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Nos relataba minuciosamente San Lucas, como lo hace también San Mateo, el Nacimiento del Señor y las circunstancias que lo rodean. En cambio, hoy, la Palabra de Dios nos trae el prólogo del Evangelio de San Juan. Y hemos escuchado también unos párrafos de la Carta a los Hebreos. Nos dan el significado teológico de esta celebración, de este Acontecimiento: que Dios se ha hecho hombre. Esa es la gran noticia: que el Verbo se ha hecho carne. El Verbo, que, como nos ha dicho el evangelista Juan, “el Verbo era Dios”. El Verbo es Dios. Es la Palabra eterna de Dios. La que está junto a Dios, por quien y para quien fueron creadas todas las cosas. Es el Hijo de Dios que ha venido a Su casa, aunque no lo hayamos recibido; que se ha hecho carne, que se ha hecho uno de nosotros, que ha compartido nuestra existencia. Este es el gran Misterio de la Navidad y es el gran Misterio del Cristianismo: la Encarnación del Hijo de Dios. Que Jesús de Nazaret, el hijo de María, el que trabajó con sus manos, el que nació en la pobreza de Belén acunado en un pesebre, aquél que tuvo que huir porque un “reyezuelo” de la tierra le entra celos de un niño y como un desterrado más, como un exiliado, tiene que buscar refugio en Egipto. Aquél, que pasa 30 años de vida oculta en el trabajo sencillo de Nazaret, como un artesano, hasta el punto de ser conocido como el artesano, el carpintero; aquél que anduvo por nuestros caminos haciendo el bien, como nos dice el propio Evangelio, y curando a los oprimidos por el mal, anunciando el Reino de Dios, curando a los enfermos, devolviendo la vista a los ciegos, haciendo oír a los sordos, haciendo hablar a los mudos, proclamando el año de gracia del Señor, anunciando el Evangelio a los pobres, como ya había predicho el profeta Isaías; aquél que era el esperado de las naciones, el Salvador de los hombres, y por eso lleva el nombre de Jesús, porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados.
Ese Jesús es el que después se deja coser en una cruz. Es el que el que en su humanidad nos salva a todos. Esa humanidad que se ha unido a la naturaleza divina en la persona del Verbo de Dios que se ha hecho hombre. Este es el gran Misterio cristiano. Por eso, la oración colecta de esta fiesta nos lo resume y expresa la intención que hemos de pedir para este día de alegría. Le hemos dicho, “Dios que has hecho maravillas, cosas admirables en el hombre creado a Tu imagen y semejanza, y todavía más admirablemente lo has restaurado, haz que compartamos la divinidad de Aquél que se ha dignado a compartir nuestra humanidad”. En definitiva, a ese Dios que ama tanto al hombre, que nos ha hecho a imagen y semejanza suya, con una dignidad inalienable, con una dignidad inexorable. Ese Dios es un Dios que es Amor, y así lo confesamos, nos ha enviado a Su Hijo Jesucristo y nos ha restaurado después del pecado, llevando a plenitud el querer de Dios, haciéndonos hijos e hijas de Dios. Esto es lo que celebramos en este tiempo.
Ese maravilloso intercambio que nos salva es el gran regalo de Dios, que Su Hijo Jesucristo, Dios, nadie lo ha visto nunca -nos ha dicho el Evangelista Juan, pero Su Hijo nos lo ha revelado. Por eso, el autor de la Carta a los Hebreos nos dice que Dios habló de distintas maneras, de muchas maneras, antiguamente a nuestros padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablando por su Hijo Jesucristo. Por eso, cuando el apóstol Tomás va y le dice a Jesús: “Muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús dice: “Tanto tiempo con vosotros y aún no me conocéis. El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre”. Jesús es el Rostro de Dios. Jesús es el que nos muestra a Dios. Jesús es Dios con nosotros. Por eso, el texto que hemos escuchado del prólogo de San Juan termina ensalzando al Verbo, a ese Verbo que ha tomado nuestra carne, que ha sufrido, que se ha convertido en el siervo de Yahvé, que ha cargado con nuestros pecados siendo inocente. Ese Hijo de Dios sin mancilla, que ha cargado con nuestras culpas y se ha dejado coger en una cruz, y ha sufrido y nos ha redimido de nuestros pecados, nuestras culpas cayeron sobre Él. Ese Dios es nuestro Dios. Es un Dios que es Misericordia. Es un Dios que es Perdón. Es un Dios que va perdonando. Es un Dios que sale al paso del sufrimiento humano, que cubre a los enfermos. Es un Dios que manda decirle a Juan: “Los pobres son evangelizados, los enfermos, los sordos, los mudos, los paralíticos son curados. Dichoso el que no se escandaliza de Mí”.
Queridos hermanos, éste es el Dios cristiano. No es un Dios “mete-miedo”, no es un Dios que va con un lanzallamas para condenarnos. Es un Dios que nos abraza. Es un Dios que nos perdona. Es un Dios que es amigo del hombre. Es un Dios que se ha hecho uno de nosotros, que nos entiende, que sabe de nuestros sufrimientos, de nuestros dolores, de nuestras alegrías y de nuestros gozos. Es un Dios al que podemos dirigirnos en una oración confiada. Es un Dios que nos perdona no sólo siete, sino 70 veces siete. Es un Dios que nos abraza en Sus Sacramentos, en Su perdón. Es un Dios que se queda con nosotros en la Eucaristía, perpetuando Su Presencia, real y verdadera con Su Cuerpo, con Su Sangre, con Su alma, con Su divinidad. Por eso, cómo no va a ser la Navidad un día y las fiestas de alegría, si es la solución del hombre; si es cumplir el viejo sueño del hombre de querer ser como Dios. Pero, porque Dios se ha hecho hombre, porque Dios se ha hecho uno de nosotros.
Mis queridos hermanos, por eso queda ensalzada la dignidad humana, hasta tal punto que todo ser humano, especialmente aquél que se ve más desfigurado en su condición, o pisoteado en sus derechos, o debilitado en su naturaleza por la enfermedad, por el dolor, por el sufrimiento, expresa el rostro de Cristo. Y Cristo continúa en esos hermanos nuestros, “porque cualquier cosa que hagáis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”.
Mis queridos hermanos, nadie ha ensalzado tanto, nadie contribuye tanto a la dignidad del ser humano como el Cristianismo. Por eso, cuando vemos tambalear derechos humanos fundamentales como el derecho a la vida; cuando vemos el atropello de la muerte de inocentes en el vientre de su madre o la celebración de enfermos terminales en el suicidio asistido; cuando vemos los atropellos a la dignidad de la persona en tanto escenarios o fronteras donde son expulsados, donde no son acogidos aquellos que buscan una mayor dignidad para su vida, o los de su familia, o para sus propias existencia, salvarla; cuando vemos los atropellos de las guerras, cómo no vamos a clamar por la dignidad del ser humano, cómo no vamos a hacer como cristianos, aparte de como personas deseosas del don de la paz que nunca nos llega y que hemos de seguir pidiendo, cómo no vamos a clamar por el ser humano.
Queridos hermanos, se impone una ecología de lo humano cuando se defienden los animales y hemos visto la aprobación de una ley en nuestro Parlamento, en el Congreso de los Diputados, en defensa del bienestar animal, que se tenían que incluir los perros de caza cuando se está atropellando los derechos fundamentales de los concebidos y no nacidos. ¿Qué civilización estamos construyendo? ¿Qué perversión de una cultura y una civilización que tiene sus raíces cristianas? Estamos dejando y estamos perdiendo y asistiendo impasibles, de brazos cruzados, a un diseño de lo humano que contraviene la gramática de la propia naturaleza y el orden creado por Dios en su dignidad. Son capas de derechos sobrevenidos que no son otra cosa que expresión de voluntades colectivas legitimados por mayorías sin sentido, que expresan y están preñadas de ideología.
Queridos amigos, Jesucristo le muestra al hombre lo que debe ser el hombre. Jesucristo nos muestra la grandeza del humano, porque Él ha tomado nuestra condición. Y la defensa que hace el Cristianismo no es sólo por una postulación religiosa, es por una apelación al sentido natural de la naturaleza, del orden inscrito por Dios en el ser humano y dignificado por la concepción cristiana de la vida.
Queridos hermanos, la Navidad tiene consecuencias más allá de una pura celebración y son consecuencias para un orden de vida. Son consecuencias para una civilización. Son consecuencias para establecer un orden social justo donde los pobres, los necesitados, los más desvalidos, sean los primeros.
Queridos hermanos, la Navidad nos ha cambiado y por eso no podemos callar en la proclamación de la dignidad del hombre, en la proclamación de la grandeza del ser humano querido por Dios y llamado a la santidad. Por eso, qué razón la oración colecta: “Haznos partícipes de Tu divinidad, de Aquél que se ha dignado compartir nuestra humanidad”. Nadie como el Cristianismo favorece la dignidad del ser humano. No callemos, no guardemos nuestras convicciones sólo para uso privado, dejando a merced de quienes no piensan o van en contra, dejando el diseño de nuestra sociedad a expensas de ideologías de moda. Reivindiquemos con respeto exquisito, eso sí, a las conciencias de los demás, pero sin renunciar a las propias. Manifestemos que Cristo le dice al hombre lo que debe ser el hombre; que Cristo es la vocación suprema del hombre. En definitiva, que el Verbo se ha hecho carne, para que nosotros nos hagamos más divinos y nos hagamos más grande.
Que Santa María, que mostró a Jesús a los pastores, que mostró a Jesús a los Magos, que mostró a Jesús a quienes se acercaba a la pobreza de Belén, nos muestre también a nosotros en nuestra pobreza, a Jesús, para que sepamos cumplir lo que Ella nos mandó: “Haced lo que Él os diga”.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor
25 de diciembre de 2022
S.I Catedral de Granada