Queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y hermanas;
queridas familias;
queridos todos, que os dais cita en nuestra Catedral en esta Misa de medianoche, de la Solemnidad del Nacimiento del Señor:
Me alegra mucho ver nuestra Catedral tan llena, y me alegra, sobre todo, que vengáis como familias muchos de vosotros, que transmitáis a los más pequeños esta tradición, porque es, en definitiva, transmitirles elementos de nuestra fe fundamentales, arraigados profundamente en nuestras tradiciones como pueblo de Granada. Cuando esta fiesta, precisamente queridos amigos, está sufriendo, esa invasión, esa secularización que nosotros también tenemos que redescubrir el sentido verdadero de la Navidad.
Ciertamente, es una fiesta de solidaridad, en que nos volvemos más entrañables y más sensibles a las necesidades de los otros. La pena es que sólo sean estos días y caduque el día de los Reyes. Es también una fiesta de familia, cómo no, si Dios nos ha hermanado; si Dios se ha hecho uno de nosotros. Es una fiesta de encuentro, en que echamos de menos especialmente a quienes no están ya con nosotros, porque han partido de este mundo; y echamos de menos también a los que están lejos por diversos motivos. Y nos sentimos más familia, más queridos por lo que somos y no tanto por lo que tenemos como se baraja en nuestro mundo. Y es también una fiesta de gozo, de alegría, aunque haya nostalgia de muchas personas. Es una fiesta en que sentimos especialmente la humanidad y afloran en nosotros los sentimientos más profundos de humanidad y de ternura. Y nos damos cuenta de manera más sensible, de los desbarajustes en nuestro mundo; de las guerras de los refugiados, huyendo y buscando las mejores condiciones de vida para salvar la propia. Y nos damos cuenta de las carencias y de las diferencias entre unos y otros, y del empobrecimiento de muchos. Y nos damos cuenta de quienes viven en la soledad. Nos volvemos más sensibles en humanidad. Pero todo, ¿por qué? Porque Dios se ha dignado compartir nuestra humanidad, queridos amigos. Ese es el verdadero sentido de la Navidad: que Dios se ha hecho hombre.
Toda esa esperanza del Pueblo de Israel, que hemos ido recordando a lo largo de estos Domingos de Adviento; esas lecciones de los profetas, especialmente de Isaías, que ha ido insuflando esperanza en el Pueblo de Israel, sobre todo en el destierro, para llevarlo precisamente a la Esperanza con mayúscula. “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en sombras de muerte y una luz les brilló”. Es la luz de Dios. Es esa luz que hace resplandecer precisamente esta noche, como hemos pedido a Dios en la oración colecta, y hemos pedido también un día vivir esa luz y participar de esa luz en el Cielo. Esa luz que ha iluminado Cristo mismo, que se define a Sí mismo como “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue a Mí no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Es Cristo que nos ha cambiado la vida. Es Él el que en un momento de la Historia, que nos ha recordado con coordenadas precisas al inicio de la celebración, como el propio evangelista San Lucas nos pone con precisión el Nacimiento de Cristo, siendo Cirino gobernador de Siria cuando se produce ese empadronamiento; es Cristo alguien concreto; es Cristo, no un personaje que se nos pierde en la noche de los tiempos, sino nuestro Dios y Señor. Dios, sin dejar de serlo, ha tomado nuestra condición humana. Y ése es el gran Misterio de la Navidad: que Dios nos ama tanto que ha enviado a Su Hijo para salvarnos. Y ése es el motivo de que hagamos fiesta, de que estemos alegres, porque nuestra humanidad, nuestra pequeñez, nuestra debilidad, que experimentamos tantas veces, y lo hemos visto en este tiempo de pandemia, cuando nos hemos dado cuenta de que no somos todopoderosos, que necesitamos de Dios y de los demás; nos hemos dado cuenta, en medio del dolor y del sufrimiento, que se nos escapaban muchas cosas; y nos hemos dado cuenta de que Dios nos quiere, de que Dios nos sigue ayudando. Y ese amor de Dios al hombre es lo que celebramos la Navidad. Y es ese amor ante Dios al hombre, hasta el punto de que se ha hecho uno de nosotros para salvarnos, para hacernos a nosotros hijos e hijas de Dios, para “endiosarnos”, para vivir con la dignidad más plena. Nadie como el cristianismo, nadie como Cristo, dignifica la persona humana. Nadie como la civilización cristiana lleva a su más alta cumbre la dignidad de la persona, descubriendo sus derechos fundamentales, que son inherentes a su dignidad inalienable.
Es Cristo que nos ha descubierto todo esto. Es Cristo que nos ha salvado. Para, queridos amigos, yo también me pregunto y te pregunto: en esta sociedad nuestra, ¿se acepta a Cristo?, ¿acogemos a Cristo realmente?, ¿o necesitamos recordar esas palabras con las que el Papa san Juan Pablo II iniciaba su pontificado?: “Abrid de par en par las puertas a Cristo”, Cristo en los Estados, en la sociedad, en la familia, en el trabajo, en nuestras relaciones sociales, en nuestra vida personal. Cristo cuenta. Cristo está vivo en tu vida. Que puedas decir como San Pablo “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. ¿Es tu cristianismo, realmente, un cristianismo, a pesar de los pesares, de nuestras miserias personales, de nuestros defectos, incluso de nuestros pecados, realmente Cristo cuenta para nosotros?, ¿qué sabes de Cristo?, ¿qué conoces de Cristo?, ¿amas realmente a Cristo?, que ha cambiado el mundo, que ha transformado la historia, que nos ha devuelto al ser humano, nos ha engrandecido hasta tal forma que nos ha hecho imagen del mismo Dios, coherederos con Cristo.
Queridos hermanos, este es el sentido profundo de la Navidad. Por eso, cuando miramos al otro y vemos en el otro reflejado el rostro de Cristo, eso es el amor cristiano. El amor cristiano no es un amor de una ONG, por muy digno que sea. Es el amor de aquel que ve en el otro el rostro de Cristo. “Cualquier cosa que hagáis a alguno de estos, mis humildes hermanos, a mí me lo hacéis”. Este es el Misterio que pasa desapercibido para el mundo de entonces y sigue pasando desapercibido para tanta gente en el mundo de hoy. Necesitamos los cristianos volver a anunciar a Cristo. Pero, para eso, nada mejor que el propio testimonio de vida. Para eso, nada mejor, que abramos de par en par las puertas a Cristo en nuestra vida personal. Que Cristo cuente mi vida; que yo sepa de Cristo, acercándome a los Evangelios, a su Palabra; que yo sepa de Cristo, de Su doctrina, para conformar mi vida con la Suya; que yo sepa de Cristo, para amar a Cristo, llamando a Cristo, dirigiéndome a Él con esa oración confiada de amigo. Como decía santa Teresa de Jesús: “Es tratar muchos veces de amistad con quien sabemos nos ama”. De sentir a Cristo, como ella decía también, “cabe si”, a nuestro lado, en medio de las enfermedades, de las dificultades, de las contrariedades de la vida, en medio del trabajo: sentir y tener esa Presencia de Cristo. Cuando en la Eucaristía decimos “por Cristo, con Él y en Él”, que así sea nuestra vida. Poner a Cristo, en definitiva, en el centro de nuestra existencia. Ese es el gran mensaje de Navidad. Y cuando pongamos a Cristo, transformaremos nuestro mundo, iluminaremos con la luz de Cristo a nuestro alrededor, a pesar de los pesares, de nuestros defectos, y cambiaremos nuestra sociedad y pondremos paz donde hay guerra, y pondremos amor donde hay desamor, y pondremos unidad donde hay división. Y curaremos las heridas de tantas y tantas personas. Y encontrarán sentido al ver nuestras vidas. Pero tenemos que abrirnos a Cristo, a este Cristo que nació en Belén; a este Cristo que se nos muestra la Sabiduría misma de Dios en la cátedra de un pobre pesebre.
Quizá nosotros, queridos hermanos, necesitamos despojarnos en esta Navidad, y siempre, de tantas y tantas cosas que hemos echado sobre nosotros y que nos impiden ver el rostro de Cristo. Necesitamos recuperar la sencillez de los pastores. Necesitamos recuperar la sencillez y la inocencia de los niños. Necesitamos una fe más firme, una fe más confiada, una fe que dé respuesta a los problemas que nos surjan en la vida, desde Cristo. ¿Qué haría Cristo en mi lugar? ¿Cómo respondería Cristo ante esta situación? Y así nuestra vida será realmente la del seguimiento de Cristo. La de cristianos. No de cristianos teóricos, no de cristianos “creyentes, pero no practicantes”, sino la de aquellos que quieren conformar su vida con la vida del Señor. El Señor nos lo ha puesto; nos lo ha puesto a mano. Se nos ha puesto imitable. Dios se nos ha hecho uno de nosotros. Y entiende de nuestros cansancios y sabe de nuestros dolores, hasta el punto de que su humanidad le lleva a entregarse por nosotros en la cruz, sabe de nuestro sufrimiento. Cristo, como nos dice la Carta a los Hebreos, “no tenemos un Sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestros sufrimientos, de nuestros pecados, antes al contrario, igual a nosotros excepto en el pecado”.
Que acudamos a Cristo. Si esta Navidad nos lleva a esto, descubriremos también a Cristo en quienes nos rodean. Le veremos presente en quienes están más próximos. Le veremos presente en aquellos en quien la debilidad, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad está haciendo mella. Y descubriremos que tenemos que ayudar a esos cristos. Porque un día, el mismo Cristo nos va a examinar y nos va a preguntar de amor; si le hemos visto presente en los otros, si hemos hecho con los otros lo que debiéramos hacer con Él.
Queridos amigos, éste es el sentido profundo de la Navidad. Y entonces, cuando se mete a Cristo en la vida de uno, se mete en la familia, se une, coge fortaleza, no nos vendremos abajo ante las dificultades, nos apoyaremos unos a otros y viviremos como iglesia y como pueblo, con un sentido de buscar el bien común, de buscar, en definitiva, la Presencia de Dios, tan ausente muchas veces en nuestro sociedad. Y lo mostraremos con respeto a las convicciones de los demás, pero sin renunciar a las propia fe, sin esconder nuestra propia condición de cristianos, sin dejarnos llevar de lo políticamente correcto, sin apagar a Cristo, sin esconder a Cristo, sino mostrándolo con sencillez en el testimonio de nuestra vida, como han hecho nuestros santos en cualquier época y en todas las condiciones.
Vamos a pedirLe a la Virgen que Ella, que nos da a Jesús; Ella que nos da, la llama el pueblo cristiano “causa de nuestra alegría”; que Ella también a nosotros, como aquellos pastores que acudieron después del anuncio del Ángel y que acudieron con lo que tenían, y nosotros también con lo que tenemos de nuestra pobreza, de nuestra pequeñez, de nuestra debilidad; que nos muestre a Jesús: “Muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre”, le dice el pueblo cristiano.
Ojalá nosotros también esta Navidad sepamos encontrarnos con Cristo, sepamos encontrarnos con los demás, viendo en ellos el mismo rostro de Jesús. Y pidamos hoy, especialmente, por el don de la paz, ese anhelo. Y llevemos ya, como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura que hemos escuchado de la Carta a Tito, una vida religiosa, una vida distinta, que sepa más a cristiano, que sea vivida más en cristiano. Y eso no significa que no seamos de nuestro tiempo, que no estemos entregados en los trabajos y haciendo, sino, al contrario, lo que posibilitará que tengamos mayor vigor y prendamos la luz de Cristo.
Que, en nosotros, el Señor, sí encuentre posada, pero esa posada para darla a los demás. Dice el Libro del Apocalipsis, poniendo en boca de Jesús esas palabras, “estoy a la puerta y llamo. Si alguien que escucha mi voz y me abre, entraré y cenaremos juntos”.
Que Cristo esté en nuestros corazones, esté en nuestra vida, esté en nuestra familia, esté en nuestra sociedad, y veréis cómo haremos un mundo mejor.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor
24 de diciembre de 2022
S.I Catedral de Granada