Queridos hermanos sacerdotes, concelebrantes, diáconos;
queridos hermanos y hermanas en el Señor, que os habéis dado cita en nuestra Catedral en este III domingo de Adviento, el Domingo de la alegría:
San Pablo nos dice “estad alegres en el Señor, estad alegres”. Lo repito: el Señor está cerca. Ese es el motivo de la alegría. Y en la oración colecta, si habéis estado atentos, Le hemos pedido al Señor acercarnos con fe a las fiestas de la Navidad que se acercan, fiesta de alegría desbordante. Y hacerlo precisamente con júbilo, con devoción. La alegría forma parte del camino cristiano. A veces, da la sensación de que hemos puesto como una especie de ribete negro al cristianismo, como esas viejas cartas que recordamos de pequeño, los más mayores, cuando una familia quedaba de luto, ponía un ribete negro. Pues, algo parecido a veces hemos hecho con el cristianismo, como si fuese una religión de la tristeza.
La alegría es señal. Es uno de los de los frutos del Espíritu Santo. Es un don pascual de Jesús. La alegría forma parte del camino cristiano y la alegría es compatible con la cruz; es compatible con el dolor, con el sufrimiento. La alegría no es sólo mover los músculos de la cara o que nos vayan las cosas bien, o tener una sensación de satisfacción. La alegría, el gozo, es más profundo: nace de la Presencia del Señor a nuestro lado y lo vemos en el Evangelio. La alegría de la Virgen, la alegría de los pastores, la alegría de los Magos cuando descubren de nuevo la Estrella, la alegría de los discípulos al encontrarse con Jesús Resucitado. Tenemos que preguntarnos en este domingo de Adviento que nos prepara para la Navidad: ¿Soy una persona alegre que vive un cristianismo alegre?, que no significa un cristianismo flojo. Aunque este mismo, pues, sin exigencia, sí con hacer compatible la alegría con la cruz y con las dificultades que aparecen en el camino de todo ser humano, pero también de un cristiano. Y además, el Señor nos ha dicho que el que quiera seguirLe que tome su cruz de cada día y Le siga. Y el Señor nos ha advertido de las dificultades como cristianos. Pero la alegría tiene que formar parte. Alegrarnos en el Señor. Alegrarnos, porque llevamos a Dios dentro. Alegrarnos, porque Dios está con nosotros. Si el Señor está con nosotros, ¿quién contra nosotros?
Por tanto, qué bien nos viene en el Adviento que nos prepara para las fiestas alegres de la Navidad, como la Cuaresma nos prepara para la Pascua, recordar la alegría cristiana y hacer un examen si lo estamos viviendo. ¿Cómo es mi alegría? Simplemente, porque me salen las cosas bien; simplemente, porque no tengo problemas o no hay dificultades de enfermedad, o inconvenientes en la salud. ¿Cómo es mi alegría? ¿Mi alegría depende del éxito, depende de los triunfos, o es alegría de hacer y vivir como Dios me pide? Y hoy la Palabra de Dios nos habla de Juan el Bautista. Es uno de los protagonistas del Adviento. Y Juan el Bautista, que Jesús hoy ensalza y nos dice que es el mayor de los nacidos de mujer y que hace de enlace entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, preparando los caminos del Señor, nos ha dicho el Evangelio que estaba en prisión. Envía dos de sus discípulos a preguntarle a Jesús “¿eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Porque Jesús es un signo de contradicción. ¿Cómo va a ser Jesús, un Nazareno?, ¿cómo es el Jesús que se pone en la cola de los que van a ser bautizados?, ¿cómo es el Jesús el que se nos muestra en una humanidad tan sencilla y tan pobre y no viene con el aparataje de un rey? Pero este es nuestro Jesús y Juan el Bautista, que seguro que estaba inquieto en la prisión por si realmente había presentado el Mesías, demanda a sus discípulos. Y Jesús, haciendo realidad lo que ya el profeta Isaías, como hemos escuchado en la primera lectura, que también es una invitación, del profeta del Libro de Isaías al pueblo en el destierro, a la alegría: “Se alegrará el desierto y será como un vergel”, como el Carmelo. Y Dios viene y trae el desquite y nos dice robustecer las rodillas vacilantes. Y viene el Señor y está preparando al pueblo para la vuelta a la Tierra prometida. Pero, sobre todo, está preparándonos para el encuentro con el Señor que viene en el Mesías. Y Juan el Bautista, que sabe que el profeta ha dado esos signos, “se despegarán los ojos del siervo, se abrieron los ojos, los oídos sordos, el cojo saltará como un ciervo”. Son los tiempos del Mesías. Y envía a sus discípulos: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Y Jesús le contesta: “Decid a Juan que los ciegos creen, que los sordos oyen, que los cojos andan, que los muertos resucitan, que los pobres son evangelizados y dichoso el que no se escandaliza de mí”, es decir, dichoso aquél que me descubren la humanidad y en la pobreza. Dichoso aquél que descubre la presencia de Jesús de Nazaret, la presencia del Mesías, el Dios con nosotros. Dichoso aquél que descubre el Siervo de Yahvé que un día será cosido en la cruz. Nada más y nada menos que el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo y hace esa confesión de fe. “Id y decir a Juan…”.
Queridos hermanos, nosotros somos también esos ciegos que necesitamos una amplitud de miras; que necesitamos, como Bartimeo o los ciegos de Jericó, que el Señor nos abra los ojos para ver la realidad de la vida con la visión de la fe. Nosotros también necesitamos la visión sobrenatural en un mundo chato y plano que ha olvidado a Dios y que necesitamos descubrir la presencia de Dios a nuestro alrededor para recuperar la alegría de que Dios está con nosotros, de que no estamos abandonados a la existencia sin sentido.
Y nosotros somos sus ciegos, que necesitamos que el Señor nos haga ver. Nosotros nos hemos hecho sordos que nada más escuchábamos el monólogo de nuestros caprichos o de nuestros egoísmos; que nada más que nos percibimos a nosotros. Nosotros somos esos sordos que necesitamos que el Señor nos abra los oídos para escuchar la Palabra de Dios y hacerla fructificar. Nosotros somos esos sordos que en la convivencia vamos ensimismados en egoísmos varios que nos impiden una verdadera convivencia en paz, en armonía con los demás, desde la familia hasta la vida, en sociedad y entre las naciones. Nosotros vamos a “trancas y barrancas” en la vida cristiana y necesitamos saltar como el ciervo. Necesitamos un seguimiento de Jesús más constante, un seguimiento de Jesús que no vaya renqueando con las excusas de que no se lleva, o mi pereza, mi comodidad. Necesitamos un cristianismo más exigente en nuestra propia vida. No sólo somos esos muertos muchas veces que necesitamos el perdón de Dios, para salir de la muerte del pecado y recomenzar en nuestro camino. Nosotros necesitamos a Jesús. Nosotros necesitamos al Salvador. Y la medida en que percibamos esta necesidad de ser salvados, nosotros debemos preparar la Navidad, celebrarla como en una fiesta de alegría desbordante y de gozo. Porque el Señor nos salva. Porque el Señor ha venido. Porque el Señor se ha hecho uno de nosotros, porque tenemos solución. Y vivamos esa paciencia a la que nos invita Santiago en su Carta. Esa paciencia que es la del labrador que espera los frutos; es la paciencia del profeta que espera los tiempos nuevos. Ya han llegado con Jesucristo, habrán llegado para Ti, a tu vida y a tu existencia. Han llegado para tu familia y para tu entorno en el que estás. Como veis, la alegría depende de la Presencia del Señor en nosotros, de los valores y de las realidades por las que la vida merece la pena ser vivida. La alegría no está en función de tener más, sino de ser mejores.
Que Le pidamos a la Virgen “Alégrate, María, llena de gracia”. Que Le pidamos a la Virgen Santísima, a la Virgen de la Alegría, la que el pueblo cristiano invoca como causa de nuestra alegría, porque nos ha dado a Jesús, que Ella también sea causa de nuestra alegría, para cada uno de nosotros, en este Adviento y siempre.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor
11 de diciembre de 2022
S.I Catedral de Granada