Querido D. Manuel;
querido Hermano Mayor de Nuestro Padre Jesús de la Amargura y Nuestra Señora de los Reyes;
queridos hermanos:
Estamos celebrando esta Eucaristía y la Palabra de Dios viene a iluminar este domingo. ¿Qué nos dice la Palabra de Dios en este día tan señalado? Nos ha hablado fundamentalmente de humildad. Al final del texto del Evangelio nos ha dicho el evangelista Juan que por qué Jesús hablaba de humildad. Pues, porque había muchos que se tenían por justos, despreciando a los demás, y les pone ese cuento, esa parábola, del fariseo y el publicano. Nosotros tenemos que ver dónde estamos. Yo pienso que estamos muchas veces en un lado y en otro. La soberbia es el pecado original. La soberbia es lo que está en el origen de todo mal. La soberbia, en definitiva, es la suplantación de Dios. Y la soberbia viene congénita muchas veces en nuestra manera de actuar. La soberbia siempre está y tenemos que luchar. Ciertamente, la humildad no es la virtud más importante. El Señor nos dice que la virtud más importante es la caridad. San Pablo nos dice que “aunque yo diera todo lo que tengo en limosnas, si no se tiene amor, de nada sirve. Y aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como un metal que resuena o unos platillos que aturden”. Nos dice también que, una vez que lleguemos a ver a Dios, a la posesión de Dios, el bien supremo, ya no necesitaremos, ni fe, ni la esperanza. Pero dice, “el amor permanece siempre”, y el amor es lo más importante de nuestra vida.
Jesús nos ha dicho que, precisamente, el examen final de nuestra vida va a ser un examen de amor, como decía san Juan de la Cruz también. Ese “venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed…”. Ese es el temario del examen final de nuestra vida, no nuestros títulos, no nuestros abolengos, no nuestro dinero. El Papa dice que nunca ha visto detrás de un coche fúnebre un camión de la mudanza. El amor es lo que nos hace felices y el amor es lo que el Señor pide de nosotros. Por eso, no en vano, de pequeño decíamos “estos diez mandamientos se encierran en dos: ‘Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo’”. Y san Agustín lo resumía todavía más: “Ama y haz lo que quieras”. Pero Jesús hablaba mucho de humildad, porque es una virtud imprescindible y los apóstoles también se aman de este tiempo. Se pelean entre ellos. Dice el Evangelio que venían discutiendo por el camino y Jesús les preguntó “¿de qué venís discutiendo?”. Y ahí se callaron. Y dice el evangelista: “Se callaron porque durante el camino venían discutiendo quién era el más importante”. Es más, la madre de los Zebedeos, de Santiago y Juan, se acerca a Jesús y le pide a Jesús que en su Reino coloque a sus hijos uno a la derecha y otro a la izquierda, o sea, a las dos vicepresidencias, como si fuera un partido. Como veis, esto lo tenían y Jesús tiene que poner a un niño, abrazarlo, y decir “quien no se hace como un niño, no entrará en el Reino de los cielos”, para que lo vean físicamente que tenemos que ser humildes.
Pero la humildad… ¿qué es la humildad? Santa Teresa de Jesús, que estuvo en la diócesis donde yo he estado como obispo, decía que la humildad es la verdad, y decía que es caer en la cuenta de la nada que somos y de lo mucho que es Dios. Pues, eso es la humildad, no es poner cara “bobalicona”, no es torcer la cabeza, no es hacer dejación de derechos que son deberes. La humildad es la verdad. Es vernos como somos y ver que tenemos cosas buenas para darLe gracias a Dios, y ponerlas al servicio de los demás, y ver que tenemos defectos, que no somos perfectos. Los propios apóstoles no eran perfectos y el Evangelio no se calla sus defectos, pero nosotros estamos hechos de la misma pasta, y si ellos fueron capaces de ser mejores, y sensatos, nosotros también. Jesús nos va a ayudar, porque ha dicho que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.
Luego, queridos hermanos, pensemos cómo vemos la humildad. La humildad se manifiesta en actitudes pequeñas de servicio, de sencillez, de no llamar la atención, de no querer ser la sal de todos los platos, de no tener esa susceptibilidad casi enfermiza que nos hace picarnos por cualquier cosa. La humildad nos lleva a que la convivencia sea posible. Humildad con Dios para reconocernos pecadores y pobres criaturas, como el publicano. En cambio, el fariseo va a ponerse medallas delante de Dios. Dice que oraba para sí, no para Dios. Dios desconecta con el soberbio. Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes. Hemos escuchado en la Primera Lectura que la oración del humilde atraviesa las nubes y llega hasta Dios. A veces la soberbia se nos pone; es creernos los más perfectos. “Padre, mire usted, yo no tengo ningún pecado”. Todos tenemos pecado y un síntoma de que de que hay soberbia es que no nos reconocemos pecadores. Sin caer en los escrúpulos, pero sí reconocer que uno tiene que ir a confesarse y uno va, suelta lo que tiene. Va a no dorar la píldora, a contar al Señor que es lo que realmente le pasa, dónde están sus pecados y a pedir el perdón del Señor.
Uno, cuando reza, tiene que rezar con humildad, porque el Señor nos conoce mejor que nosotros mismos. “No ha llegado la palabra a mi boca, Señor, y ya Tú te la sabes toda”, dice el Salmo 138. El humilde reza, el soberbio no reza, marca favores, se pone medallas, y sobre todo se pone a compararse con los demás. “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, injustos, adúlteros, etc”. En cambio, el publicano ni se atrevía a levantar los ojos. “¡Apártate de mí, Señor, que soy pecador!”. Nosotros tenemos que pensar que muchas veces nuestra relación con Dios está cortada porque no hay humildad. Ahí entra nuestra relación con los demás. “¿Y por qué tengo siempre que ceder?, ¿y por qué tengo yo que pedir perdón?”. Se enfrían las relaciones, se rompen y se van acumulando. Esto pasa en los matrimonios, esto pasa en las familias. Pasa el tiempo y se enquista. Humildad de pedir perdón, de que nos equivocamos. También en la soberbia de creernos que somos los mejores que los demás y que a los demás Dios no les ha dado nada, y al contrario. O lo contrario, hay también una soberbia del complejo de inferioridad, de pensar que nos ha tocado nada en lo que Dios ha repartido. Eso no puede ser. Tenemos cosas buenas y cosas malas. Las cosas buenas para darle gracias a Dios y ponerlas al servicio de los demás, y las cosas malas para luchar, para quitarlas. “Pero es que es mi carácter”. No, es tu falta de humildad, tu falta de sencillez y reconocerlo. Pero si el humilde y el sencillo se gana a Dios y a los demás, en cambio, si vamos por la vida como pasando revista a los demás, caemos antipático incluso.
Vamos a pedirLe a la Virgen, ya que celebramos a Nuestra Señora de los Reyes. Ella, cuando aquella mujer le sale al paso a Jesús y le dice “bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”, Jesús dice “bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen, porque eso hizo la Virgen”, y nosotros hemos seguido a lo largo de la historia de esa mujer y por eso tributamos ese honor a la Virgen. Cuántas generaciones se habrán dirigido a esta imagen. Cuánta gente habrá rezado y reza en este templo a la Virgen en Granada. Cuánta gente, a lo largo de la historia, en esa geografía de la fe que son los santuarios marianos, que decía san Juan Pablo II. Luego ensalzamos a la Virgen, pero la Virgen dice en el Magnificat: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí, porque ha mirado la humillación de su esclava”, la humildad de la Virgen. Ella es grande porque se ha hecho humilde. Se llama la esclava del Señor, se pone a servir en las bodas de Caná, está junto a la Cruz, acogiéndonos. La Virgen pasa desapercibida, no va arrollando y es la Madre de Dios.
Aprendamos de la Virgen. “Quien a los suyos parece, honrar merece”, dice el dicho. Pues, aprendamos de la Virgen esa humildad, esa sencillez que nos hace tanta falta en nuestra vida de cristianos y en nuestra vida de relaciones con los demás. Y para obtener paz y serenidad con nosotros mismos.
Por tanto, humildad con Dios, humildad con los demás y humildad con nosotros mismos. No significa que vayamos de bobos por la vida o que hagamos dejación de derechos que son deberes, y que hemos de reivindicar en el orden social, en el orden público y en nuestra vida. Por lo tanto, queridos amigos, aprendamos esta lección que hoy nos da el Señor de que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. Veréis cómo tenemos más serenidad y más paz en nuestra vida.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor
23 de octubre de 2022, Granada