Fecha de publicación: 21 de septiembre de 2022

Querida Iglesia del Señor, reunida aquí para celebrar el comienzo de curso en la Facultad de Teología de la Universidad Loyola;
muy querido padre Villagrán;
queridos sacerdotes concelebrantes;
director del Instituto de Teología Lumen Gentium;
hermanos sacerdotes, religiosos, autoridades académicas de la Universidad de Loyola, hermanos y amigos:

Es un tópico, yo lo repito todos los años, pero es un lujo disponer de un lugar en una diócesis en el que su misión es precisamente el saber acerca de Dios y, por lo tanto, ahondar en el misterio y en el centro de lo que constituye el Acontecimiento cristiano. El Acontecimiento de Cristo, que es el único nombre que se nos ha dado en el Cielo por el que podamos ser salvos; y, por lo tanto, aquel a donde tenemos que orientar nuestros ojos y nuestra mirada si queremos alcanzar una vida que todos los hombres anhelan, que cada uno de nosotros anhelamos en el fondo de nuestro corazón, pero que es inalcanzable sin la Presencia de Cristo y sin la Gracia del don de su Espíritu.

Es curioso que la Lectura de San Pablo que hemos leído nos recuerde que nadie puede decir “Jesús es el Señor” si no es en el Espíritu Santo. Es decir, hasta para la confesión de lo que es el núcleo esencial de la fe, el núcleo esencial de nuestra confesión cristiana, “Jesús es el Señor”, fue posiblemente el símbolo de la fe más primitiva y en los inicios de la Iglesia. Necesitamos el don de Su Espíritu.

Pero el Evangelio nos pone de manifiesto que el don de ese Espíritu, y es la primera manifestación del Espíritu, el primer don que Jesús hace de Su Espíritu después de Su Resurrección, como primer fruto del Misterio pascual, sea el perdón de los pecados. No me quiero yo fijar en la potestad del perdón que les da a los Doce en ese momento. Pero sí en el hecho de que la primera manifestación de la Vida Divina después de la Encarnación y por el don del Espíritu Santo es justamente la misericordia divina. Y quiero subrayar este dato porque me parece que vivimos -no es ninguna idea original, lo han repetido los últimos papas hasta la saciedad, y por lo tanto somos conscientes todos de ello si tenemos los ojos abiertos al mundo que nos rodea, a nuestras propias familias, a nuestros vecinos, a nuestros compañeros de trabajo, a nuestros colegas, a todas partes-; el mundo en el que estamos es un mundo tan, tan inestable y no sólo económicamente, sino todavía mucho más culturalmente, socialmente, políticamente. Tan, tan absolutamente en un equilibrio inestable que necesita alguna referencia, que el mundo mismo es incapaz de dar. Y eso, pues, abre de nuevo los corazones al Misterio de Dios; al Misterio, el que San Pablo decía “escondido en los siglos, pero revelado; revelado en fe en Cristo”. Es decir, si queréis, al amor infinito de Dios, revelado en Cristo. Un amor que se extiende a todos los hombres, un amor que se extiende a todas las circunstancias de nuestras vidas y de la vida de todos los hombres, y también a todas las naciones, a todas las culturas, a todas las personas, porque es, sencillamente, un amor infinito.

Que la primera manifestación de la Vida divina, comunicada por Cristo a los hombres, sea justamente, tenga que ver con el perdón de los pecados, también es una llamada de corrección a nosotros mismos que en la vida de la Iglesia no es precisamente algo que subrayemos de una manera quizá suficientemente adecuada, porque no somos suficientemente conscientes quizá de la desesperanza, de la soledad, de la necesidad de ser perdonados que todos tenemos en el fondo de nuestro corazón y que todos los hombres anhelan. El perdón de los pecados es, de alguna manera, la vida nueva en Cristo y el paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad gloriosa de los hijos de Dios, porque hemos sido redimidos, porque hemos experimentado la misericordia infinita de Dios en Cristo. Podemos vivir con esa libertad gloriosa de los hijos de Dios y veréis lo que hemos llamado en tantas ocasiones el apostolado para la evangelización. Otros términos que fácilmente reducimos en el contexto cultural en que vivimos las versiones diferentes de la propaganda o de la extensión de una determinada ideología. No es adecuado. La Iglesia crece siendo ella misma. La Iglesia crece viviendo. La Iglesia no crece, diríamos, tratando de convencer al mundo de nada. Viviendo ella y dando con sencillez el testimonio de su vida, eso hace crecer la Iglesia. Eso hace crecer en el mundo la caridad divina, que es la forma humana de la Presencia de Cristo.

Que el Señor en nuestro estudio de la teología nos haga conscientes de esa centralidad de Cristo y de ese significado humano profundo que tiene Cristo y la Presencia y la Redención de Cristo para todas las actividades, para todos los saberes, para todas las obras que los hombres hacemos, para todas las dimensiones de nuestro vivir humano. Sería con una buena tarea, un buen trabajo de una facultad de Teología en estas décadas iniciales del siglo XXI.

Y, por último, está la dimensión universal, el Pentecostés. Recuerda el Evangelista San Lucas el mapa del mundo conocido en torno a Jerusalén o desde la perspectiva de Judea en aquel momento. Pero es obvio que su significado es que el significado del Acontecimiento de Cristo y del don del Espíritu está llamado a extenderse a todos los hombres. Pero, de nuevo, no entenderse como una ideología, no como un ideario. Dejadme decirlo de otra manera: El Señor no ha venido a fundar un “conventículo” o una confesión en el sentido que tienen la palabra confesión o el “confesionalismo” en los siglos modernos. El Señor ha venido a dar esperanza a los hombres, vengan de la cultura que vengan, estén en las condiciones que estén, sea su tradición la que sea. Todos los seres humanos, todas las culturas, todos tienen, todos tenemos, necesidad del Evangelio, y no una, sino muchas veces, porque aún habiendo el Evangelio una vez nuestras vidas vuelven a dejarse arrastrar por el mundo en el que vivimos fácilmente y por la mentalidad del mundo en que vivimos. Y los hombres tienen necesidad de esa novedad de Cristo; esa novedad que es la misericordia, de esa novedad que es la libertad. Lo que yo he llamado, siguiendo a San Pablo, la libertad gloriosa de los hijos de Dios. La primacía del amor, que sólo puede darla, sólo puede vivirla quien ha sido previamente amado y perdonado por el Señor. Pero que es esa dimensión universal la que en este mundo, además, donde en el mundo del capitalismo global… alguien me decía, no hace mucho, que sólo en Granada hay personas censadas de casi 200 países que viven regularmente en Granada, siendo un municipio pequeño de no más de 250.000 habitantes. Significa que el mundo está en todas partes y el mundo con toda su diversidad y con toda su homogeneidad. También creada por él, por el capitalismo. Pero está en todas partes. Pero todos los hombres tenemos necesidad de Cristo, del anuncio de Cristo. Y no del anuncio como discurso, sino del testimonio de Cristo; del testimonio de una forma de vivir nueva, que cumple los anhelos de la vida humana en lo más hondo en todas sus dimensiones. Esa necesidad la tenemos. De hecho, hay una complicidad profunda, muy profunda, entre el corazón de todo hombre y el Evangelio, porque nuestro corazón -y repito, da lo mismo aquí la cultura de la que podamos provenir o las circunstancias, en los casos en los que nos hallemos-, el corazón está hecho para una plenitud que sólo Cristo es capaz de dar. Él, por Quien y para Quien todo ha sido creado y en Quien todo tiene su consistencia.

La realidad creada, nuestras propias vidas, nuestro propio corazón, no encuentra su consistencia al margen de Cristo. Al contrario, si se licúa, por usar una palabra seguramente conocida y usada en el mundo en el que estamos, nos disolvemos, nos perdemos, literalmente, nos perdemos al margen de Cristo. Y se pierden las ciencias y se pierde la unidad de la existencia humana y se pierde la unidad del saber y las universidades se atomizan al mismo ritmo, o a un ritmo diferente, pero de la misma manera que se atomiza la sociedad. Y una sociedad atomizada es una realidad infinitamente manipulable e infinitamente reducida a ser instrumento de los poderes del mundo. No queremos ser eso.

Le pedimos al Señor que renueve en nosotros el don del Espíritu. Que el año pueda servir justamente para que el don del Espíritu nos dé un conocimiento, nos lleve, no a toda la verdad sobre el ADN, sobre los átomos o sobre las realidades subatómicas o sobre las galaxias; pero que nos dé todo el conocimiento, toda la sabiduría que necesitamos para saber quiénes somos, por qué estamos aquí, para qué estamos aquí, cuál es la meta de nuestra vida. Y a la luz de eso podamos orientar nuestra actividad y dar luz a los hombres que buscan también esa luz para sus vidas y para la vida de nuestra sociedad que la necesita.

Le damos gracias al Señor por el curso que comienza y Le suplicamos justamente esto tan sencillo: Señor, danos esto que habéis cantado en la primera canción, danos tu espíritu y sácanos de nuestra pobreza, para que con tu luz podamos enriquecernos nosotros y enriquecer a los demás con la riqueza del amor de Dios, que es una abundancia inagotable, una riqueza inagotable; y una riqueza que no es como las de este mundo, que son siempre fragmentarias y limitadas, sino una riqueza que, justamente porque es la de un amor infinito, podemos coger todos toda la que necesitemos y no le quitamos nada a nadie, porque permanece inalterable a pesar de todo lo que yo haya podido retirar, o coger, o sacar de ese océano de tu amor, que ninguno de nosotros, ninguna criatura, puede agotar.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

21 de septiembre de 2022
Monasterio de la Cartuja (Granada)

Escuchar homilía

https://www.archidiocesisgranada.es/media/com_podcastmanager/21.09.2022._Homilia_Eucaristia_Facultad_Teologia_Granada_U._Loyola_Andalucia.mp3