Excelentísima y magnífica Rectora, muy querida, doña Pilar;
queridos miembros del equipo rectoral, autoridades académicas, profesores, alumnos, personas de administración y servicios, que estoy seguro de que hay alguno;
queridos amigos todos;
Tal vez nunca como este año tiene sentido el celebrar, el dar gracias (porque lo que hacemos los cristianos siempre cuando celebramos la Eucaristía es dar gracias a Dios) por el comienzo de curso. Supongo que dentro de una gran normalidad ya, después de estos años que hemos vivido tan especiales, tan singulares; al comienzo de los trabajos del curso académico en la Universidad.
Damos gracias a Dios por la existencia de la Universidad, que es una institución que nace de lo más profundo de la fe cristiana, en el sentido de que es la afirmación, paradójicamente, de que Jesucristo es el centro de la Creación y de la Historia; el que nos permite amar todas las cosas creadas, poniéndolas en su debido lugar, y amar al prójimo. Amarlo como un don que recibimos de Dios y cuidarlo; cuidarlo con cariño. Como decía el primer Catecismo de la Iglesia que yo conocí: “¿Dónde está Dios?”, “Dios está en todas partes”. En una hoja de árbol está Dios, en una mota de polvo está Dios. Por supuesto, en las criaturas vivas está Dios. En nosotros no sólo está, sino que somos imagen y semejanza suya, y todo eso lo conocemos gracias a Jesucristo.
Nuestra fe cristiana no nos añade absolutamente nada en cantidad con respecto al conocimiento del mundo creado y ni siquiera con respecto al conocimiento del hombre. Las ciencias pueden darnos muchísima más cantidad de datos y de conocimiento de lo que nos puede dar la fe. Sin embargo, el incremento del conocimiento científico, por muy grande que sea, no nos garantiza ni una gota de sabiduría. La sabiduría viene de otro lugar. Viene del corazón del hombre, que está hecho para unas relaciones humanas buenas y bellas, aunque nos sea muy difícil mantenerlas. Ahí es donde entra el Espíritu de Dios, que pedimos también que nos acompañe en este camino. Porque, hasta las relaciones más bonitas -lo vemos cada día en los mismos matrimonios, en las mismas familias-, hasta las relaciones que podrían ser más satisfactorias, más bellas, más preciosas, se rompen. Se rompen porque nos cansamos, porque somos criaturas mortales y heridas, por toda una historia de mal y de daño que nos hacemos los hombres.
Entonces, necesitamos esa sabiduría y necesitamos pedírsela a Dios, no porque no lleguemos a ella nosotros solos, que a veces llegamos, pero llegamos como una intuición que nos parece siempre que puede ser una utopía, que puede ser algo inalcanzable, luego nosotros nos fatigamos y nos cansamos de ella. Ella nos puede sostener en un permanente amor a la verdad y a la búsqueda de la verdad y a la búsqueda honesta de la verdad. En un amor al bien, no sólo a mis intereses profesionales o de otro tipo, sino al bien de todos y cada uno de aquellos con los que comparto el camino de la vida; y el amor a la belleza, que siempre queda al final como un aspecto algo más decorativo. La belleza es inseparable del bien y de la verdad, inseparable también de la realidad. Forma parte de la realidad. Un bien que no fuera bello o una verdad que no fuera bella tampoco despertaría ningún interés verdadero y menos aun por amarlo.
He leído en algún lugar que cuando Einstein descubre la teoría de la relatividad dice que primero le atrajo su belleza y que, sólo después, hizo los experimentos necesarios que la confirmaban de algún modo. A mí me parece que eso es profundamente humano, porque la belleza está hecha para eso, para atraernos. Sin belleza, ni la verdad ni el bien terminan teniendo interés alguno, y los conocimientos (no hace falta detenerse mucho en poner ejemplos porque los tenemos todos los días, en las noticias que oímos o que vemos) pueden servir para el bien o para herirnos unos a otros, para destruirnos, y es evidente que en muchos sentidos, no me refiero sólo a la guerra que tantas consecuencias tiene, sino al daño que hemos hecho a la Creación, al mundo… Hemos envenenado muchas de nuestras aguas, hemos perdido muchas de nuestras fuentes de vida. Envenenamos también de alguna manera el aire. Podemos hacer mucho daño.
Tenemos un poder enorme con nuestro conocimiento. Pero, ¿para qué usamos ese poder? No está dicho de antemano por el hecho de tener el conocimiento, sino que forma parte más bien de la sabiduría de una cultura, del sentido de un fin y de una meta para el universo y para nuestras vidas. Ahí es donde entra lo que, sin mucha precisión solemos llamar la religión, ahí es donde entra nuestra fe cristiana. Jesucristo nos ha mostrado que cada uno de nosotros tenemos un valor infinito para Dios, y que la vida está hecha para el bien del ser humano, para el bien verdadero de cada ser humano y de todos los seres humanos.
Siempre digo que la primera belleza no es la que está en nuestros museos. La primera belleza es la de las relaciones humanas, y es lo que más necesitamos: que nuestras relaciones humanas sean bellas, que nuestras relaciones humanas puedan darnos algo del gusto por la vida que Dios quiere que tengamos cuando acometió la tarea de nuestra redención y salvación. Pues, eso pido yo para el curso que empezamos: que nuestras relaciones humanas sean bellas. Que podamos tener ese gusto por la vida que llena de sentido el trabajo académico, el estudio, el cooperar unos a otros, para hacer un mundo más humano, más bello, en el que sea más fácil dar gracias, porque estamos vivos y estamos juntos en este camino de la vida.
Lo pido para todos nosotros y para mí también, porque todos lo necesitamos.
Palabras de D. Javier, antes de la bendición final
Tenemos que recurrir a Dios. A Dios, que se le ha llamado muchas veces, a lo largo del siglo XX, el Dios “tapa agujeros”, que es siempre un Dios falso.
Si lo que descubrimos en nuestra búsqueda de la verdad y del bien y de la belleza es el Dios verdadero y no el ídolo “tapa agujeros”, pues lo descubrimos siempre como alguien que está, no al final, sino al principio; al principio de nuestra búsqueda, al principio de nosotros mismos, al principio de todo. Es una paradoja, pero es la paradoja probablemente más honda de la vida humana. Nosotros buscamos a Dios y, si lo encontramos, lo que descubrimos es que Dios nos busca a nosotros, que ha sido Dios el que nos ha querido, el que nos ha deseado, el que nos desea y el que nos busca y nos quiere.
Le descubrimos, no como el final de nuestra búsqueda, allí donde por hoy todavía no podemos llegar, sino como Aquel que está al principio. También en la meta, también en el fin, pero al principio también de todo. Y si no, no es Dios. No es una creación humana expuesta a todas las críticas que durante el siglo XIX se le han hecho -y con mucha razón, muy bien hechas- a la fe entendida de esa manera.
No me podía quedar tranquilo sin aclarar ese punto que me parece especialmente adecuado para el contexto en el que estamos. La otra cosa que se me había quedado sin decir, no quiero dejar de decirla. En dos palabras, es que nunca, como en las circunstancias en que estamos de inestabilidad, no sólo económica, sino social, cultural de tantos tipos en nuestro mundo, se hace necesaria, útil y valiosísima la misión de la universidad. Por lo tanto, no tiréis la toalla, por grandes que sean las dificultades; por grandes que puedan ser los intereses o la fatiga que requiere, siempre ensanchar el conocimiento y difundirlo. Que no os canséis. Tenéis una misión preciosa y además insustituible. Nadie más que una universidad puede ayudar a que el conocimiento sea lo que está llamado a ser en la vida de una sociedad cualquiera, de una sociedad sana y buena.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
10 de septiembre de 2022
Colegiata de los Santos Justo y Pastor (Granada)