San Sabas, natural de Turquía, creció como un niño abandonado. Era hijo de un comandante del ejército bizantino, que lo dejó confiado a su hermano al irse a la guerra. Su tío decidió no hacerse cargo de él, y acabó siendo acogido en un monasterio.
Lo que vivió en aquel monasterio de Oriente, le hizo querer permanecer, pidiendo el acceso formalmente al cumplir la mayoría de edad. Al cabo de un tiempo, pidió permiso para ir a visitar Tierra Santa. Allí se enamora de los desiertos de Palestina.
Pasará algún tiempo en un par de monasterios, creciendo en su vida de oración y silencio, pero San Sabas sentía que la regla allí era muy relajada. Su deseo le impulsa al desierto, yéndose a vivir a una gruta, en donde ayuna con frecuencia, ora y trabaja haciendo cestillos. San Sabas es entonces asaltado por visiones, aullidos e insultos que vienen del demonio, y que él combate con más oración y más penitencia.
Su amigo Eutimio, también santo, lo apodará “el joven viejo”, por esa madurez que muestra en su juventud. Con él sale al desierto cada 14 de enero y se entregan a largas penitencias, haciendo los 40 días de ayuno de Jesús. Su fama se extendió y empezó a ser visitado por multitud de personas, que venían a pedirle consejo.
A pesar de que él no se consideraba digno, el Patriarca de Jerusalén, termina confiriéndole las Ordenes Sagradas delante de aquellos que lo acusaban en su misticismo. Pronto acudirán a él religiosos y hasta obispos, a buscar consejo en su presencia. Fue reconocido como exarca del Oriente cristiano. Murió el año 532.