“Varón de dolores, ante quien los hombres se avergüenzan y vuelven y apartan la mirada y la cara, ante quien se vuelve el rostro. Humillado, llevado como un cordero al matadero. No habría la boca y, sin embargo, su posteridad la bendecirá el Señor, será eterna”.
Difícilmente uno puede ver una descripción casi tan precisa de la de la pasión de Jesús y del significado de Su vida que este pasaje de Isaías escrito probablemente cinco siglos antes de que naciera Jesús. Y si no cinco, siete. Pero los cristianos no podían leer ese texto sin ver en él –diríamos- como una figura de lo que iba a ser la pasión y la muerte de Jesús: “Tengo sed”. Sed del Señor. Sed de nosotros. Aquella misma sed que tenías cuando le pediste a la samaritana de beber. Sed de que nosotros podamos vivir como hijos de Dios, como hijos de tu Padre, como hermanos tuyos, partícipes de Tu misma vida y de Tu misma sangre.
Y como eso no era accesible para los seres humanos, para unas pobres criaturas aun creadas a imagen tuya, Tú quisiste hacerte imagen nuestra, participar de las mismas cosas de las que nosotros vivimos: la violencia, la mentira, el falso testimonio, la envidia, la avaricia, el celo por una ley que no era capaz de abrirse a la novedad de tu llegada ni acoger tu anuncio de la Buena Noticia de que se habían cumplido las esperanzas de los profetas, las promesas de los profetas y las esperanzas de las naciones, del mundo entero, con Tu venida. Tú ibas a abrir el Reino de Dios. Tú ibas a abrir la posibilidad de vivir aquí en la tierra, ya en este mundo de guerra y de odios, de divisiones, destrozado por el Enemigo del hombre, es decir, por Satán. Destrozado por el pecado, engañado y creyéndose que está la felicidad en mil ofertas, que ofrecen una felicidad de todo a cien, de todo a euro, que no vale nada, que nos deja vacíos. Tenías sed de que aquella mujer que había tenido cinco maridos y vivía con alguien que no era su marido. Pudiera vivir, pudiera respirar, pudiera reconocerse mirada y amada de un modo que cambiase su vida para siempre. E hizo de ella la primera apóstol de la que se habla en el Evangelio, que contó en su ciudad lo que le había pasado al encontrarse con el Señor, con aquel hombre que, siendo judío, no debía hablar con ella.
Y en la cruz, Señor, sigues teniendo sed. Sed de mí, de mi vida. No de mí. No para apoderarte de mi, ni para devorarme o para ser poseído por Ti, sino al revés: sed de que yo viva, de que Tú seas poseído por mí de tal forma que yo pueda vivir tu misma vida divina. Y participar de esa vida, y afrontar el mal, sabiendo que tu amor es más fuerte que el mal, que todo el mal del mundo, que todo el mal de la historia, que todo el mal de mi historia; y así reconciliar a los hombres, a todos los hombres, contigo y con Tu Padre, que desde Ti es el Padre de todos. Ya lo era, pero ahora lo podemos reconocer como un Padre que no niega el Espíritu Santo a quien se lo pide.
Ante la Lectura de la Pasión, en realidad sólo es el gesto que hemos hecho al principio de la celebración del Viernes Santo que pide la Iglesia a los sacerdotes que hagan, antes de comenzar, de postrarse todo lo largo que somos en el suelo y que, inmediatamente, genera un silencio en toda, en toda la Iglesia, siempre, en cada año, aquí y en el mundo entero. Pero sólo ese gesto probablemente expresa una reacción adecuada, más que ninguna de mis palabras, al amor infinito que se da a nosotros, que se entrega a nosotros, que nos ama, que nos desea. Pero, repito, no para poseernos, no para hacernos esclavos, sino para arrancarnos de la esclavitud. De la esclavitud del pecado. Para introducirnos en la vida divina, en la comunión de la vida divina. En una vida toda ella amor, toda ella comunión, toda ella afecto, toda ella deseo del bien de los demás, porque en ese deseo está ya viviendo, en esa sed del bien de los demás, está, Señor, Tu plenitud. Tú es la Palabra de Dios que nunca se ha hablado tan fuerte como cuando entregaste Tu Espíritu y Te quedaste en silencio. Porque ahí nos diste sin palabras la gran palabra de Tu amor. Un amor que se entrega por todos. En Navidad te llamábamos Emmanuel, Dios con nosotros. Y el día de Viernes Santo te tenemos que llamar Dios por nosotros.
Vuelvo a la Lectura de Isaías. Él cargó con las culpas de muchos. El cargó con nuestros crímenes. Dios le hizo portador de nuestras faltas. Las ha cargado sobre su espalda, sobre su espalda divina. Todas mis faltas, todas nuestras faltas, todas las faltas de todos los hombres a lo largo de la historia han sido asumidas por Dios.
Mis queridos hermanos, vamos dentro de unos momentos a adorar la cruz y os pediría que en vuestra casa esta noche, cuando podáis, cuando lleguéis, aunque sean cinco minutos, tres minutos, un minuto. Pero postraros como nos hemos postrado al principio de esta Eucaristía y recordar algunas de las palabras de Jesús: “A Tus manos encomiendo mi Espíritu“, por ejemplo. En Tus manos encomiendo mi vida, mi historia, mis defectos, mis mezquindades, las muchas veces que te doy la espalda y trato de vivir al margen de Ti. Y sin embargo, Tú no te echas atrás. Tú no retrocedes ante las burlas, ante los salivazos, las bofetadas que te dio el criado del sumo sacerdote y de las espinas de tu corona. Ante la carga de la cruz y ante el suplicio inmenso que no nos lo podemos imaginar de los dolores de la cruz, no te echas atrás. “Nadie me quita la vida. Una y otra vez, yo la doy porque quiero”. Y la das por mí, la das por nosotros, pobres criaturas. Tú has saldado la deuda de los 10.000 talentos, la deuda que nadie podríamos pagar. ¿Cómo podemos nosotros pagar una deuda a Dios? Cómo nosotros, desagradecidos, que nos olvidamos de que si somos algo, lo es por amor y por don de Dios, podremos nunca pagar el habernos olvidado de ese regalo. Pero la has pagado Tú. La has pagado Tú por mí, por cada uno de nosotros, por todos y la sigues pagando porque en cada Eucaristía te ofreces de nuevo. Como Tu Encarnación, no ha sido una broma. No, no, no tienes mil cuerpos para ofrecérselos a Dios en la cruz.
Te hiciste hombre una vez, y de una vez por todas entregaste toda tu humanidad, toda tu vida de Hijo de Dios, para rescatarnos a nosotros. Pero sin poder encarnarse de nuevo, porque se convertiría Tu Encarnación en una broma. Constantemente, segundo a segundo, día tras día, año tras año, te ofreces al Padre como diciendo “sí” y si mil cuerpos tuviera, mil cuerpos te daría para que ellos vivan como hijos, para que no vivan como esclavos, esclavos de la muerte, esclavos del pecado; para que puedan vivir en libertad, rotas las cadenas del pecado y de la muerte por mi amor infinito por cada uno de ellos.
Vamos a orar por el mundo entero. Luego adorar la cruz. Luego a recibir la comunión. No hay Eucaristía, porque la Eucaristía es siempre una fiesta. Siempre una fiesta de bodas. Y hoy, cuando conmemoramos y recordamos la muerte de Jesús, no podemos al mismo tiempo estar celebrando esa boda. Pero el Señor viene a nosotros de todos modos y viene a nosotros con ese amor infinito. Yo os pido que algún momento lo dediquéis a adorar ese amor.
La adoración es un gesto propio de los enamorados. Es un gesto propio del amor y adorar, también en la Iglesia, a Dios es un reconocimiento de Su amor por nosotros, es un abandono de nuestra vida en Tu amor sin límites.
“En Tus manos, Señor, encomiendo Mi espíritu”. Y el Señor respondió, el Padre respondió a esa súplica. Y del agua y la sangre que botaron de Su cuerpo ha nacido la Iglesia, ha nacido la nueva Eva, ha nacido esta humanidad transformada por Cristo y que Cristo sigue transformando día tras día, año tras año, en un pueblo de hijos libres de Dios.
Que así sea para todos nosotros, como fruto de tu Pasión y de tu Resurrección.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
15 de abril de 2022
S.I Catedral