Dios mío, no hay palabras que sean dignas del relato que acabamos de escuchar, del Acontecimiento que ese relato testimonia.
Sin embargo, yo os decía en San Andrés: entramos en la Semana Santa y entramos a disfrutar. Sé que es un relato sobrecogedor el relato de la Pasión. No hace falta insistir en la espantosa y vergonzosa invasión de Ucrania, y en el sufrimiento inmenso que provoca, donde la Pasión de Cristo se hace presente en cada hombre y en cada mujer que muere o que sufre la mutilación, las heridas, el abuso, tantas cosas que la guerra lleva consigo. Sin embargo, no hace falta pensar en Ucrania. Al lado nuestro, en el piso de arriba, a lo mejor en nuestra propia familia hay heridas, hay sufrimientos que no tenemos muchas veces palabras para expresar.
Os decía, “entramos en la Semana Santa, disfrutad”. Disfrutad porque ese sufrimiento no es lo último. Cuando sacamos a un cristo, cuando sacamos a esas vírgenes inefablemente doloridas que marcan nuestro barroco y la historia de nuestra piedad, nosotros sabemos que ese sufrimiento no tiene la última palabra; si no, no le pondríamos las glorias a los cristos, no vestiríamos a los nazarenos con trajes de terciopelo, no vestiríamos a las vírgenes como reinas. Lo que todo eso expresa de una manera -como los sabemos expresar los hombres y en nuestra cultura concreta- es que la muerte y el dolor, por muy grandes que sean, el dolor de Dios es inefable para nosotros. No podemos comprenderlo y el dolor de su madre seguramente tampoco. Porque no hay mayor dolor en la vida humana que el de una madre ver morir a su hijo ajusticiado, injustamente condenado y con una muerte tan terrible como es la de la cruz. Pero eso no es la clave última de la Semana Santa. La clave última es el amor infinito con que el Señor nos ama.
Dios ama a esta humanidad pecadora. Dios nos ama a cada uno de nosotros, que somos torpes, que somos mezquinos, que caemos una y mil veces en las mismas cosas, que no resplandece en nuestras vidas que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Dios nos ama, mis queridos hermanos. Si merece la pena llorar por algo, merece la pena llorar por ser objeto del amor de Dios. Merece la pena llorar, llorar de alegría, porque cuando nosotros no somos capaces de amarnos a nosotros mismos o de amar a la persona que tenemos más cerca, o de amar a nuestros vecinos o a nuestros compañeros de trabajo, Dios no se cansa de nosotros y nos ama.
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y Le estaban matando y Le estaban cometiendo el pecado más grave y más terrible que se ha cometido jamás en la Historia, en toda la Historia: la muerte del Hijo de Dios. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Casi nunca sabemos lo que hacemos. Acerquémonos a la Pasión de Cristo estos días. Pasión gloriosa. Había una costumbre en el mundo antiguo de representar a Cristo en la Pasión, no desnudo, no lleno de plagas y de llagas, y de dolor como lo representan muchas veces los cristos del Renacimiento, del Barroco, sino vestido de rey y con una corona, no de espinas, sino de oro en la cabeza. La cruz es gloriosa, porque revela el amor sin fondo de Dios, el abismo sin fondo del amor de Dios, y también porque nos revela la clave de una vida humana. En el Evangelio de San Lucas -lo acabamos de leer-, se pone muy de manifiesto al principio, porque dice “los grandes de este mundo, oprimen a sus súbditos. Que no sea así entre vosotros. El que quiera ser el mayor de entre vosotros que se haga el más pequeño de todos, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por todos. Nos revela el amor de Dios y nos revela la clave de nuestras relaciones humanas, que está en el amor, que está en el perdón, que está en la misericordia, que está en siempre poder volver a empezar.
Señor, el Viernes Santo adoraremos tu cruz. Pero ya desde hoy nos ponemos en disposición de que nuestro corazón adore, no tu sufrimiento -adorar el sufrimiento sería casi blasfemo-, adoramos tu amor, tu amor por esta humanidad herida; tu amor por nuestra pobreza, por nuestra miseria; tu amor por cada uno de nosotros, sin excepción alguna. Y sólo sumergiéndonos en ese amor tenemos posibilidad de acceder a una alegría pura, santa, verdadera, profunda, que nada ni nadie tiene el poder de romper.
Cristo ha dado Su vida para que nosotros vivamos contentos; para que podamos vivir contentos a pesar de nuestros pecados y a pesar de nuestra miseria y de nuestra pequeñez.
Señor, no dejes de tener piedad de nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
10 de abril de 2022