Sireno era griego de nacimiento. Lo había dejado todo para poder servir a Dios en la soledad. Ejercía el oficio de jardinero en Sirmio de Panonia, juntando así el trabajo de sus manos con la oración y la contemplación. El temor a las penas con las que amenazaba el edicto de Diocleciano hizo que, al principio, se ocultara. Al cabo de algún tiempo, creyó que podía regresar a su habitación acostumbrada y emprender de nuevo su trabajo.
Un día, la mujer de uno de los oficiales del emperador se presentó en forma bastante indiscreta a pasearse por los jardines de Sireno, con dos sirvientes suyos. Sireno, creyendo descubrir en ella intenciones culpables, le hizo una advertencia. Viéndose descubierta, la matrona se encendió en cólera y dio noticia de ello, por escrito, a su marido. Este avisó al punto al emperador, quien autorizó al oficial a regresar a Panonia. Así lo hizo y, al llegar a Sirmio se dirigió al gobernador, quien mandó detener a Sireno y lo hizo comparecer ante su tribunal.
San Sireno se declaró ante los miembros del tribunal cristiano y se negó a rendir sacrificio a los diosas paganos por los que fue decapitado. Era el 23 de febrero.