Fecha de publicación: 13 de diciembre de 2021

Vicente Grassi, padre de nuestro beato, que nació en Fermo, de las Marcas, en Italia, era un caballero de vida piadosa, muy devoto de Nuestra Señora de Loreto. Cuando murió, en 1602, su hijo Antonio tenía diez años. El niño había heredado la piedad de su padre y supo transformarla en santidad. Durante sus estudios primarios, solía ir a la iglesia de los oratorianos. Allí conoció al P. Flaminio Ricci, discípulo personal de san Felipe Neri, quien descubrió la vocación de Antonio y le alentó a seguirla. Así pues Antonio ingresó en la comunidad del Oratorio a los diecisiete años.

En 1621, a los veintinueve años de edad, cuando llevaba ya varios de ser sacerdote, tuvo lugar un acontecimiento que dejó una huella indeleble en la vida del P. Grassi. La cicatriz corporal que le quedó fue muy leve, pero la impresión espiritual muy honda. En efecto, se hallaba el beato orando en la iglesia de la Santa Casa de Loreto, cuando un rayo cayó sobre él.

Cuando volvió plenamente en sí, el P. Grassi, que seguía pensando que iba a morir, pidió la extremaunción. A los pocos días, el P. Grassi estaba completamente restablecido.

Poco después del suceso, el P. Antonio pidió y obtuvo las facultades para oír confesiones. Dicho ministerio había de ser durante toda su vida una de sus ocupaciones principales. En él se mostraba tan sencillo como en todo lo demás: escuchaba al penitente, le decía unas cuantas palabras de exhortación, le imponía la penitencia y le daba la absolución. Generalmente, no daba consejos ni sugería métodos sino en lo estrictamente relacionado con la confesión. Los testimonios del proceso de beatificación demostraron ampliamente que el beato poseía el don de leer los corazones; ese don no se limitaba a cosas generales, sino que descendía a pormenores para los que no bastaba el conocimiento natural. En 1635, el Beato Antonio fue elegido superior del Oratorio de Fermo.

La influencia del P. Antonio se extendía mucho más allá de los muros del Oratorio. El arzobispo de Fermo, Mons. Gualteri, decía que no sabía lo que haría sin él, y los cardenales Facchinetti de Espoleto y Emilio Altieri (más tarde Clemente X), le consultaban frecuentemente acerca de cuestiones espirituales y administrativas. En 1649, el hambre produjo revueltas entre los habitantes de Fermo.

Ya muy cerca de los ochenta años, el beato empezó a sentir los molestos efectos de la edad; en efecto, tuvo que dejar de predicar, porque había perdido los dientes y no conseguía hacerse entender, y también tuvo que dejar de oír confesiones. Sin embargo, siguió trabajando activamente, sobre todo cuando se trataba de convertir a un pecador.

Uno de los últimos actos del beato fue reconciliar a dos hermanos que estaban peleados a muerte. También devolvió la vista al Padre Remigio Leti, por lo menos lo suficiente para que pudiese celebrar el santo sacrificio, cosa que no había podido hacer durante los últimos nueve años. Se atribuyeron muchos milagros al P. Antonio después de su muerte, pero las guerras civiles y otras causas retardaron la beatificación, que no tuvo lugar hasta el año 1900.