La palabra Adviento, que proviene del latín, significa “venida”. Se nos indica que la Iglesia se prepara para recibir a Otro que viene. Es un tiempo en que se enfatiza el sentido de la espera, de la atención a una promesa que emerge hacia cada uno de nosotros.

Dios ha entrado, se ha tomado en serio el drama de los hombres y ha querido intervenir. Eso recordará especialmente la liturgia a través del anuncio de los profetas del Antiguo Testamento, especialmente de Isaías. Los profetas recordarán la expectativa de los tiempos mesiánicos, de lo que ocurrirá el momento de la paz, del Mesías, del esperado.

La Iglesia, como Esposa de Cristo, espera ardientemente esta llegada. “Ojalá rasgases el cielo y descendieses” (Is 63), es la famosa súplica con la que empieza el Adviento. Es la petición de un amor confiado, de una espera segura. No es una venida que haya que temer, como anuncian los milenarismos que hablan del final del mundo. Es una espera de la Esposa, la Iglesia, hacia el Esposo que viene.

“Como los niños están hechos para jugar o para que le guste el dulce, así el hombre está hecho para el Cielo, para para disfrutar de Dios”, explica el Vicario General, D. Francisco Javier Espigares. “Deseamos participar de un ambiente totalmente luminoso, de un amor puro, sin trampa ni cartón. Ese es el deseo del Adviento, por eso es el tiempo de la esperanza”.

TIEMPO DE PREPARACIÓN

Este tiempo de unas cuatro semanas es necesario para prepararse. Desde este deseo expresado en oración, la Iglesia se dispone en alma y cuerpo para que Él tenga cabida, al igual que la Virgen María con el Señor.

Se trata de un tiempo de conversión, distinto al de la Cuaresma, pero igualmente destinado al vaciamiento de uno mismo para la llegada del Señor. “Definiéndolo con un gesto sencillo, yo diría que es vaciar a los brazos para acoger a un niño que viene”, continúa Espigares. “Puedes tener los brazos llenos de compras o de otros asuntos, pero si tienes que coger a un niño, lo sueltas todo, coges al niño y, al tenerlo, te das cuenta de que algo grande ha pasado”.

La llamada a la conversión es por ello un abrir los brazos vaciándose de uno mismo, enderezando el propio caminar, para acoger a ese Dios que viene. En lo misterioso de las pequeñas cosas, ese niño se irá encarnando en cada corazón y en cada acontecimiento. “Hagamos ese gesto cotidiano de quitar todo lo que tengamos en la mano para acoger a ese niño. Entonces será la Navidad y podremos celebrar que la noche se vuelve medio día, porque el amor ha entrado en los corazones de los hombres”.

LA CORONA DE ADVIENTO Y LA INMACULADA

El tiempo de preparación se hace primero desde la oración, dejando que el corazón se disponga a la llegada de ese Niño. Para simbolizar esa espera está la corona de Adviento. Cuatro velas se encienden para ir indicando que la venida del Señor, luz en mitad de las tinieblas, está cada vez más cerca.

Al mismo tiempo, una fiesta central de esta espera es el día de la Solemnidad de la Inmaculada. “María es la que mejor nos prepara para recibir al Señor, el gran regalo que es el nacimiento del Señor, entra por la Virgen María”, subraya Espigares. “Yo creo que celebrar el Adviento junto a María nos puede hacer mucho bien”.

Son días para preparar las reuniones en familia, o para ir montando el Belén o el árbol. También para abrirse a momentos de encuentro casuales y preparar los regalos navideños, sin olvidar el sentido fundamental. “Necesitamos recuperar ese calor del Señor”, dice el Vicario. “Luego sí que se acompañará ese calor con las luces, los mantecados… pero, si no hay luz en el corazón, la luz de la calle no te puede encender la luz del corazón. Para eso están el Adviento y la Navidad”.

Ignacio Álvarez
Secretariado de Medios de Comunicación Social