Llevamos ya todos, un poco más de un año de pandemia, donde hemos sufrido diversas limitaciones a nuestras libertades, algunas que nos parecen muy básicas y a las que estábamos totalmente acostumbrados. Dificultades de movimiento, dificultades de apertura de negocios, de tiendas, dificultades de tener que estar confinados en nuestra propia casa. Dificultades generadas por la soledad, en que el individualismo de nuestra cultura ha dejado a muchas personas y nuestras formas de vida.
Todo eso hace estragos. Hace estragos en la vida social. Hace estragos en el corazón de las personas, donde la tentación de la desesperanza o del desaliento se manifiesta de mil formas diversas. Y hace estragos en esa realidad fundamental –la más fundamental- de toda la vida social para cada uno de nosotros que es nuestra familia. La familia y el matrimonio han sufrido extraordinariamente en este tiempo.
Por eso es tan oportuno y tan grande que, por una parte estamos celebrando los cinco años de esa preciosa Carta del Santo Padre Francisco sobre la alegría del amor, donde habla de una manera preciosa justamente del amor esponsal y de las implicaciones bellísimas que tiene para la vida ese amor esponsal. Aunque ese amor esponsal significa también, como todo amor, la necesidad de salir de uno mismo. No hay amor cuando nuestra actitud en la vida es la actitud de “Golum”, de que queremos acumular los bienes para nosotros, de que queremos hacer de los bienes -sean pequeños, grandes, sean materiales o espirituales- una posesión nuestra –“mi tesoro”- y eso nos empequeñece, como le pasaba a “Golum”. Casi nos reduce al nivel de seres deteriorados, perjudicados, casi animales, en nuestra vida social, en nuestras relaciones humanas, que dejan en muchos sentidos de ser humanas.
El amor es lo más grande y lo más bello. Y el amor esponsal es la forma más divina, probablemente, del amor. Pero requiere de cada uno de nosotros. El amor esponsal requiere siempre la salida de uno mismo. No se ama al otro mas que si uno es capaz de olvidarse de sí mismo. Es la paradoja fundamental de nuestra vida. El que quiere proteger esa vida y la quiere proteger acumulando bienes la desperdicia, la destruye. El que quiere vivir de verdad tiene que aprender a salir de sí mismo, tiene que aprender a querer.
La vida se nos da y el tiempo de la vida nos lo da el Señor para que aprendamos a querer. No se trata de querer…“me ha gustado esta chica o me ha gustado este chico” y eso significa “que nos queremos”. No. Hay que aprender a querer. Y está toda la vida para aprender a quererse. Es un ejercicio que sólo aprendemos cuando miramos como Dios nos quiere; que sólo aprendemos teniendo como referencia el amor infinito de Jesucristo. Pero eso hace grande nuestra vida. Nos hace ser verdaderamente lo que somos: imagen y semejanza de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de marzo de 2021
En vísperas del comienzo del Año especial dedicado a las familias