Desde su infancia la beata Catalina Mattei, hija de una familia muy pobre, se caracterizó por un sentimiento esponsal hacia el Niño Jesús que la llevó a tener varias experiencias místicas en las que Dios le regalaba un consuelo profundo y fortaleza para afrontar su vida de penuria y duro trabajo.
Confiada a la intercesión de San Esteban diácono que se encargaba de cuidar a las viudas y mujeres necesitadas de su tiempo, era devota de san Jerónimo, santa Catarina de Siena y san Pedro mártir a quienes tenía por protectores y patrones especiales.
Catalina comenzó a imitar a Santa Catalina de Siena, al convertirse, como ella, en terciaria de los frailes predicadores, sin abandonar el mundo ni el rudo trabajo del hogar, guardando la castidad y ofreciéndose como víctima por otros y, por sus penitencias y austeridades, aliviando las penas de muchas almas en el purgatorio.
La beata murió en Carmagnola a los sesenta y dos años de edad, abandonada por sus amigos y sin un sacerdote que la asistiera. Cinco meses más tarde, sus restos fueron trasladados a la ciudad de Garezzu, y en aquella ocasión se produjeron numerosos milagros que dieron pie para que se extendiera el culto que, hasta ahora, no ha cesado. En 1810 fue confirmado por la Santa Sede.