Queridísima Iglesia del Señor, Esposa infinitamente amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy querido José Gabriel;
queridos hospitalarios y hospitalarios de Lourdes:
No es frecuente ver un día de diario, entre semana y a esta hora de la tarde, relativamente pronto, la Catedral llena, casi como un domingo. Y la razón es muy obvia: las reliquias de santa Bernardette han venido a nuestra diócesis, como van recorriendo otras diócesis de España, y en todas ellas recibe esa adoración que despierta en el pueblo cristiano, no sólo la figura de santa Bernardette, sino todo el acontecimiento del que ella es primera destinataria y origen, en cierto modo.
Decía un Padre de la Iglesia que nuestra morada en el Cielo estaría acompañada de todos aquellos a los que hubiéramos hecho discípulos. Y uno piensa que Bernardette, esa niña sencilla de un pueblo de cerca de los Pirineos franceses, Lourdes, va a estar inmensamente acompañada en el Cielo, porque, desde aquellas Apariciones, el flujo, el río de gente, que ha recibido la bendición de Dios a través de la gruta de Lourdes, a través de la presencia en Lourdes, es incalculable, realmente incalculable.
Le damos gracias al Señor porque esas reliquias están aquí y nos invitan a dos cosas. Para nosotros, las reliquias -puesto que sabemos que la muerte no tiene la palabra definitiva sobre nosotros, sobre nuestras vidas y tampoco sobre nuestros cuerpos, porque aguardamos la Resurrección de la carne- nos hablan de los santos, que están vivos, y las veneramos porque los santos participan ya de una cierta manera de la Resurrección del Señor, aunque aguarden igual que nosotros la resurrección de los muertos. Decía el mismo Padre de la Iglesia al que yo hacía referencia antes que a Satán le daba miedo Jesucristo y le había dado miedo Jesucristo a lo largo de todo su ministerio, porque no consiguió engañarle ni aprendiéndose un salmo en las tentaciones. “Su muerte y Resurrección no es que haya vaciado de los infiernos. Es que hasta los huesos de sus discípulos me hacen temblar”. Me parece precioso: “Hasta los huesos de sus discípulos me hacen temblar”, pone este Padre de la Iglesia en boca de Satán.
Eso contrasta con nuestra sensibilidad en el mundo actual, donde más bien vivimos siempre un poco con el temor al mundo, como si tuviéramos la sensación de que Satán es el que triunfa y le pedimos constantemente ayuda al Señor para que nos proteja. Yo creo que la actitud cristiana más genuina no es esa. Esa es una actitud muy propia de un cierto tipo de cristianismo moderno, pero no es la actitud de la Tradición de la Iglesia. La Tradición de la Iglesia es saber que Cristo ha triunfado; que triunfará siempre. Cristo ha triunfado en su Encarnación, en el más pequeño de sus gestos, que estaban todos llenos del Espíritu de Dios, y ha triunfado yendo hasta la prueba de la Pasión y de la muerte sin dejarse conmover. Pasando miedo, porque era un ser humano. Pasó miedo y estuvo solo en Getsemaní, y sintió la angustia y la soledad de un ser humano hasta la muerte, y una muerte como la suya, y viendo cómo los discípulos se dormían, no podía por menos de sentir. Pero no vaciló ante la muerte: “Nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”. Ese triunfo de Cristo es la clave de toda la historia humana. Es la clave de nuestra esperanza. Es Satán el que tiene que tener miedo, no nosotros miedo de Satán; Satán miedo de la Iglesia.
Hay un pasaje en el Evangelio de San Mateo, que es en el diálogo entre Jesús y San Pedro, en el que Jesús le pregunta a Pedro: “¿Vosotros quién decís que soy yo?”. Y Pedro dice: “Eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y Jesús le promete a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta roca yo edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán”. Nosotros siempre nos imaginamos ahí que la Iglesia es la que es atacada por el mundo y Satán es el que ataca, y que tenemos confianza en que Jesús ha edificado su Iglesia sobre roca y Satán no va a vencer. Pero cuando nos lo imaginamos así estamos diciendo algo que no dice el Evangelio. Dice más bien lo contrario. Lo que Jesús dice es que las puertas del infierno, que está atacado por Cristo, no resistirán. Es Cristo y la Iglesia quien ataca y es Satán el que tiene que defenderse. Y Satán no va a resistir; no va a resistir el ataque de Cristo.
La victoria de Cristo es definitiva. Es verdad que Satán puede enredar mucho; puede enredarnos a cada uno de nosotros, pero si lo que predomina en nuestra vida es el miedo al enemigo, lo que eso pone de manifiesto es nuestra falta de fe. Y diréis, “¿y esto que tiene que ver con santa Bernardette y con Lourdes?”. Tiene que ver todo, porque el primer signo del triunfo definitivo de Cristo sobre Satán es la Inmaculada Concepción de la Virgen María, y santa Bernardette, al describir la Aparición, decía que la Virgen le decía “Yo soy la Inmaculada Concepción”. ¿Por qué es la Inmaculada Concepción un signo del triunfo de Cristo? Pues, por la sencilla razón de que es el triunfo de la Gracia y en la Virgen se anticipa la vida de la Iglesia.
La Virgen es signo. Precede, como solía decir Juan Pablo II, en el camino de la fe y en el camino hacia el Reino, precede a la Iglesia. La Gracia de Cristo, que ha triunfado en María, triunfa también en la Iglesia, triunfa en nosotros. Y cuando perdemos esa conciencia del triunfo de Cristo, perdemos, se nos debilita la fe, y entonces nos entran los miedos: miedos al mundo, a las circunstancias, a los cambios políticos, a un montón de circunstancias y realidades del mundo… Pasamos de ser un pueblo de vencedores a ser un pueblo de asustados. Y los cristianos no somos un pueblo de asustados. Los cristianos somos un pueblo de vencedores, somos un pueblo de conquistadores. Y la Inmaculada Concepción de la Virgen no es un dogma piadosito, meloso; es un dogma revolucionario. Es un dogma que proclama, justamente, el triunfo de Cristo y de la gracia en una humanidad absolutamente preservada, por la Gracia, del pecado.
Claro que Le pedimos al Señor que nos preserve a nosotros del pecado. Pero se lo pedimos con la certeza de que esa súplica es siempre escuchada. Yo creo que, de las conversiones que ha habido en Lourdes, hay muchas más que tienen que ver con la aceptación de la enfermedad, de la vida, con la acogida a Cristo, que con el hecho de curar una enfermedad. Claro que ha habido curaciones –desde aquel Premio Nobel de medicina, Alexis Carrell, que se convirtió precisamente cuando presenció en un viaje a Lourdes y después de la experiencia de Lourdes–, pero en mi experiencia, y ratificada por muchas personas, Lourdes ha hecho más bien ayudando a aceptar la enfermedad, ayudándonos a crecer en la fe en Jesucristo y fortaleciendo esa fe, y en la Iglesia, cuando nos encontrábamos juntos gente de tantos países, que curando nuestras enfermedades. Que nos la puede curar el Señor, pero el Señor nunca ha querido librarnos de nuestra condición mortal, de la que no se ha librado Él mismo, de la que no ha querido librarse Él mismo. Nuestro camino forma parte de nuestro camino hacia la patria y hacia la vida eterna.
Damos gracias a Dios por estar aquí. Quienes habéis estado en Lourdes con los enfermos, damos gracias por el bien que el Señor nos ha hecho en esas peregrinaciones, en esas experiencias de Lourdes. Damos gracias porque esas reliquias de santa Bernardette estén con nosotros y Le pedimos al Señor que una vez más nos convierta; que la Virgen nos convierta a Su Hijo, que nos haga poner toda nuestra esperanza, nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor en el Hijo de Dios hecho carne, que es la roca, realmente la roca, sobre la que se edifica nuestras vidas con alegría y esperanza.
Sólo me queda por decir que el Señor bendiga a la Hospitalidad de Lourdes y que la aumente, que la haga crecer. Si alguno de los que estáis aquí no conocíais o no participabais y tuvierais la gracia del Señor, que os tocase vuestro corazón, haceos partícipes, acompañad a la Hospitalidad con los enfermos. Haced ese viaje, que no es un viaje, es una peregrinación, de la que siempre vuelve uno más lleno de gracia, más lleno de confianza en el Señor que cuando salió.
Y si es el designio de Dios, Él haga crecer la Hospitalidad en nuestra diócesis para bien de todos y para testimonio de la Gracia de Cristo. Que así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de octubre de 2019
S.I Catedral de Granada