El Evangelio nos habla de un agua. Más veces en el Evangelio habla el Señor de esa agua a la samaritana: se la promete, le promete un agua que quien bebe de ella nunca más tendrá sed. Y hoy comienza el Evangelio diciendo “en el día más grande de la fiesta”. Era una fiesta: la de los tabernáculos, que se celebraba precisamente para pedir la lluvia. La lluvia de la que, en un pueblo como Israel, dependía por entero la viabilidad de las cosechas para el año siguiente y, por lo tanto, la vida del pueblo. En Israel, antes del cambio climático actual, pero ciertamente durante la primera mitad del siglo XX, la gente no se lo imagina pero llueve lo mismo que en Londres, en cantidad de agua. Por ejemplo, en Jerusalén, sólo que en Londres está repartida por todo el año y en Israel es imprescindible que llueve dos o tres días en otoño en la que cae todo el agua que tiene que caer ya para el resto del invierno y para el resto del año. Y es en ese contexto en el que Jesús dice en que de sus entrañas manarán torrentes de agua viva, refiriéndose al Espíritu de Dios.

La palabra de Jesús tiene siempre que ver con nuestra existencia, con nuestro ser. Aparte del contexto histórico en el que haya sido pronunciada nosotros podemos ser definidos por una sed; una sed de plenitud, una sed de felicidad, una sed de infinito, una sed de saber, no sólo de conocimiento (los conocimientos no necesariamente sacian, a veces asfixian), pero sí de saber, de tener luz en la vida, de orientarse, de conocer la verdad, si queréis, de saber algunas cosas importantes: quiénes somos, cuál es nuestra meta en la vida, si es que tiene una meta de bien y de amor qué es, lo sepamos o no lo sepamos. Sed de Dios. Lo mismo que la sed de Verdad o la sed de Belleza que hay en nuestra vida, son la misma sed. Son sed de Dios que es la belleza suma, que es el bien sumo, que Dios es Amor. El Dios que se ha revelado en Jesucristo y que nos ha sido ofrecido y entregado en Jesucristo.

Todo el cristianismo se puede reducir…, lo voy a decir con una palabra que usan vuestros estudiantes, a un “enrolle” que ha tenido el Señor con su criatura, el hombre; que se ha “enrollado” con nosotros; que se ha enamorado de nosotros; que nos ha buscado y, habiéndonos primero creado con esa sed, nos sacia de esa sed, sabe que tenemos necesidad de Él. Toda la visión del hombre cristiano podría resumirse en la palabra de san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

Pero no somos nosotros quienes, buscando a Dios, lo descubrimos, como descubrimos un teorema o como descubrimos una verdad científica. Es Dios quien nos busca a nosotros. Y siempre que descubrimos a Dios, descubrimos que era Él quien nos estaba buscando primero; es quien nos busca, quien nos persigue, quien se ofrece a nosotros, quien se da a nosotros y quien genera en nosotros un tipo de alegría que el mundo nunca será capaz de producir, ni de fabricar, ni de inventar. Es la alegría del corazón sosegado. Y no porque no haya problemas o porque no haya dramas en la vida, que los hay; no porque desaparezca nuestra condición mortal o podamos vivir de una manera –diríamos- evasiva de la realidad; sino porque la presencia y el amor de Cristo nos permite amar la realidad como es, nos permite amar a las personas como son, nos permite reconciliarnos con nuestra propia historia y con la historia de los demás y con la historia del mundo; nos permite reconocer su presencia amorosa en todas las cosas bellas, buenas, verdaderas que nos rodean.

En una institución dedicada a educar yo creo que esa experiencia es la primera. Es decir, podréis educar no porque tengáis sólo unos magníficos conocimientos acerca de unas técnicas de didáctica, de la ciencia que sea, de la física o del arte que sea, la matemática, el inglés… sino porque vuestras vidas, que pasan tantas horas delante de esos jóvenes, que muchas veces vosotros mismos comentáis están perdidos, confusos, viven en una oscuridad grande, hacen las cosas pero a veces lo que más observáis es que les falta interés y no sabéis cómo despertar ese interés. El interés por la vida se despierta cuando uno tiene delante alguien en cuya vida puede uno intuir que tiene la respuesta a esa pregunta, cuya formulación misma no se sabe cómo hacer. Uno puede ver en algunos chicos, yo lo veo con mucha frecuencia, no quizás tanta como nosotros, “este chico lo que está es enfadado con la realidad”. Está disgustado con todo: consigo mismo, con su familia, con el entorno, con el mundo… está enfadado con el mundo. Y eso no es la actitud espontánea de un adolescente, ni de un chico. Eso es que hay una herida.

Ese desasosiego es una ausencia, es la conciencia de una ausencia, normalmente ausencia de amor, tal vez en la familia, tal vez en los amigos mismo. Una ausencia de amor pero que ni siquiera él sabría nombrar de este modo, y desde luego ese desasosiego es, si queréis, como el eco o la consecuencia, la resonancia de la ausencia de Dios. Pero no lo puede saber, como no se sabe en realidad que uno está enamorado hasta que uno está verdaderamente enamorado. Se pueden haber leído muchas cosas sobre el amor, pero no es eso lo que nos enseña qué es el amor. Sólo cuando uno está enamorado dice “Dios mío”, o cuando uno ha encontrado el amor de su vida, verdaderamente es cuando uno puede decir “esto es lo que yo deseaba, esto es lo que yo necesitaba”, pero no eres consciente hasta después de haberlo encontrado. Exactamente lo mismo sucede con el sentido de la vida, con la respuesta a las preguntas. Es cuando las encuentras. Pero no las encuentras a base de hacer codos o a base de hacer técnicas. Las encuentras cuando tienes delante alguien que es testigo. Y no porque te sermonee, porque los testigos no suelen sermonear, sino porque te das cuenta de que te mira con interés, de que le importa tu vida, de que no te juzga y te acoge como eres, y desea tu bien, y en ese sentido te ama verdaderamente.

Una vez conocí a una profesora de Secundaria en un instituto que peor fama tenía en la ciudad a la que me refiero, donde ella me decía con mucho dolor, también en un inicio de curso: “Yo me paso la vida poniendo orden en la clase, consiguiendo que los chicos, cuando vienen a clase, sencillamente puedan dedicar 10 minutos, de los 50 que tiene cada hora de clase, a aprender inglés. Y voy siempre con una tensión enorme al instituto, porque es muy desagradable saber que tú vas a estar luchando con ellos y ellos luchando contigo todo el rato”. Yo le dije: “Por qué no cambias la mirada. Por qué no pruebas a hacer el experimento de cambiar un poquito la mirada y en lugar de pensar a ver cómo van a estar hoy los chicos y a ver cuánto tiempo consigo yo que presten atención al inglés. Por qué no piensas ‘qué privilegiados son esos chicos que tienen durante 50 minutos delante de sí a una persona que puede mirarlos con el mismo amor con que tú te sabes mirada por el Señor’”. Sabía que era una persona que tenía una experiencia fuerte de Dios, pero nunca había pensado en cómo se trasponía esa experiencia en su vida de la clase. Se lo expliqué un poquito más y le dije: “Igual entras en la clase de otra manera. Esos niños son privilegiados porque tienen a Cristo delante de sí y Cristo les mira con amor. Lo que tienes que pedir no es que los niños se porten bien o que los niños estén todavía tolerables o soportables. Lo que tienes que pedirLe es que en ti pueda reflejarse, de la manera más sencilla posible, ese amor que tú conoces, lo conoces porque lo tienes”. Pasaron bastantes meses y volví a encontrarme con esa mujer en otra reunión de profesores y me dio las gracias. Me dijo: “Me ha cambiado por entero la forma de enseñar. No le puedo decir que disfruto viendo a los niños hacer el burro, pero sí que voy a clase con alegría, y en algunos casos veo que sucede, que se sorprenden de que en lugar de estar permanentemente enfadada con ellos, recriminándoles o reclamándoles a vivir de otra manera, cuando no tienen ningún motivo ellos”. Sin dar razones, sin discutir. En un modo de tratar siempre habrá personas que misteriosamente su herida por el mal es tan grande que no reaccionan, o no reaccionan inmediatamente, o no reaccionan ahora, sino reaccionan diez años después de haber salido de la escuela y se acuerdan entonces. Pero yo os aseguro que muchas personas, cuando se sienten tratadas con un amor que sea… no tenemos que ser capaces de amar como Dios nos ama, aunque es un mandamiento que el Señor nos ha puesto: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Lo que pasa que es un mandamiento. Es como un horizonte; que nuestro amor pueda ser un pequeño reflejo, pero que refleje realmente ese amor de Jesucristo; ese amor de Jesucristo que nos ha deseado hasta tal punto que ha querido hacerse uno con nosotros.

Cuando hablamos del Espíritu Santo normalmente los cristianos nos liamos mucho porque lo tenemos muy olvidado, no sabemos muy bien para qué sirve. Es el Espíritu de Jesucristo, es el Espíritu del Hijo de Dios. Y la Tradición cristiana siempre ha descrito que ese Espíritu de Jesucristo es el alma de la Iglesia. Nosotros, que somos la Iglesia, sencillamente lo que Le pedimos al Señor cuando Le pedimos que nos envíe su Espíritu o que nos dé su Espíritu es que Él sea verdaderamente nuestro nuevo yo, nuestra nueva condición humana, un corazón nuevo, un espíritu nuevo. Y un espíritu nuevo, ¿qué nos hace?: ¿vivir cosas extraordinarias, nos convierte en superhéroes? Para nada, para nada. Los superhéroes, de hecho, no son cristianos. El cristianismo no siente ningún aprecio por los superhéroes. Y los santos no son superhéroes. Son personas extraordinariamente humanas, si no no podrían ser santos. No nos convierte el Espíritu de Dios en superhéroes, pero hace que nuestra humanidad, tal como es, haya un reflejo de la vida divina y la vida divina es el amor de Dios. Hay un reflejo de ese amor de Dios. Y si ese reflejo se percibe en nosotros, el mundo cambia; es más, es la única medicina en la que honestamente yo creo que se puede dar un cambio en nuestra sociedad y en el mundo, la única que yo conozco, aun en los casos en que pueda parecer más difícil y más imposible.

Damos gracias al Señor por poder empezar este curso. Le pedimos que nos envíe su Espíritu. Lo hemos recibido, estamos bautizados, muchos de vosotros seguramente participaréis de la comunión. Cuando Cristo vienen a nosotros no es para que le pidamos por la salud de mi tita (que también), pero no es para eso para lo que viene. Viene para comunicarnos su Espíritu de Hijo y permitirnos vivir en eso que San Pablo llamaba “la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Si vivimos así, no puede más que sorprender; es una causa de sorpresa.

Que lo sea todos los días en vuestras clases y que lo sea por el afecto, el modo de mirar y el modo de querer a los alumnos que tenéis delante. Que nos haga el Señor capaces de que se transparente en nosotros algo de esa mirada Suya llena de misericordia y llena de amor por cada uno de nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

CES “La Inmaculada”
2 de octubre de 2019