Mi querida Iglesia de Granada y visitantes, que nos acompañáis también en esta noche de otras partes de España o de Latinoamérica, que también sois muchos de vosotros:

Siempre corremos el peligro de que el celebrar esta noche lo podamos ver como una celebración un poco romántica, en el sentido de que entendemos la historia de Belén como una historia bucólica, bella y bonita para nuestra vida. Tenemos necesidades todos. Deseamos ser más buenos, queremos que el Señor nos ayude a ser más buenos o nos ayude con problemas que tenemos, de salud o de otro tipo. Y a mi me parece que el Acontecimiento que celebramos es un Acontecimiento tan grande, tan sobrecogedor, tan inmenso, que debería sacudir y hacer temblar nuestro corazón por un momento, y luego verdaderamente dar saltos de alegría. Una alegría que desearíamos apasionadamente querer comunicar al mundo entero. Y para eso, yo pienso que puede ayudarnos el pensar, por un momento, en la situación del mundo.

Celebramos esta misa a medianoche y ésa es la Tradición de la Iglesia, desde la antigüedad más remota: la noche de la Nochebuena. Y el mundo está a oscuras, realmente, de muchas formas. La paz está amenazada y sacudida, verdaderamente, en muchos países del mundo. La libertad de todo tipo está, constantemente, siendo amenazada y teniendo que ser defendida a veces con el don de la vida. También en numerosos países, a veces países hermanos nuestros a los que queremos. Pienso en Venezuela. Pienso en Nicaragua también. Pienso en otras regiones del mundo en las que no es posible vivir con libertad. La libertad religiosa, de la que nosotros sabemos es la fuente de todas las demás libertades, está coartada en una parte muy considerable del mundo. En países del norte de África, en Asia, en tantos lugares. Y en otros países a los cristianos se les asusta, se les ridiculiza la fe, se les trata como de que la escondan de alguna manera y de que se acobarden de ser cristianos, como si ser cristianos fuese una tradición rutinaria de la que no somos conscientes y que pertenece al pasado.

Luego están todas las heridas morales. Cuántas personas conoce uno, cuántas familias rotas, cuánta destrucción en la vida de las personas, cuántas heridas profundísimas: de niños no queridos por sus padres, de niños maltratados de una manera o de otra, de mujeres maltratadas. Y no hace falta irse lejos para eso. Basta con abrir los ojos alrededor de nuestra sociedad, tal vez en nuestras propias familias. Vemos las heridas del mal. Y a veces nacen en los jóvenes como una necesidad de vivir distraídos, de vivir en el mundo virtual, precisamente porque en el mundo real les parece que es imposible la esperanza. La realidad les parece que hace imposible la esperanza.

En un mundo así, a mi me parece que resuena con una actualidad, con una fuerza, como un verdadero estruendo, el Anuncio, la Novedad que significa “Dios se ha abrazado a nuestra humanidad”. A una humanidad que no era mejor en el tiempo de Jesús. No añoro ninguna época del pasado. Digo solamente que nuestro mundo está a oscuras y que la única esperanza para el mundo que existe en estos momentos es Jesucristo y el pueblo que nace de la Encarnación y del don de la Vida divina que Jesucristo comunica a los hombres en Su Vida, en Su Palabra y en Su Misterio Pascual (en Su muerte y en Su Resurrección).

Mis queridos hermanos, esta noche es una noche de adorar. Después de la Eucaristía, adoraremos al Niño. Pero esa adoración tiene que marcar nuestro corazón. Tiene que hacernos comprender que lo que celebramos es tan tremendo… A veces, me ayuda a mí el pensar, cuando era más joven y me iba muchas veces de excursión o de campamento con los jóvenes a las montañas, he pasado muchas noches contemplando las estrellas. (…) Veo las estrellas y digo: Señor, hasta las estrellas son para Ti una pequeñez inmensa. Y Tú, el Creador de este universo, el Creador del corazón humano, de nuestra humanidad, a pesar de todo el destrozo que nosotros causamos, a pesar de todo el derroche y la basura que acumulamos inconsciente y distraídamente, Tú nos amas. Tú quieres venir a habitar en nosotros, en mí. Tú deseas que nosotros, tan pequeños, tan pobres, podamos ser tu morada. Y Tú quieres ser el morador de esta morada que soy yo, para conducirme a mí a Tu Morada que es Dios. Para conducirme a mí a la vida eterna, al interior de la vida de Dios. De forma que pueda contemplar el resplandor infinito de tu Gloria, infinitamente más bello que el paisaje celestial más bello; infinitamente más hermoso que el gesto más bello de amor que pueda haber existido jamás. Y Tú haces eso acercándoTe a mi pequeñez, compartiendo en un momento de la historia el camino humano para hacerTe uno de nosotros, beber nuestro llanto, a sorbos, nuestra soledad, nuestras mentiras, nuestra traición, nuestra muerte. Beber todo eso hasta el fondo, para, como un grano de tierra, como un grano de trigo que se siembra en la tierra, hacer fecunda nuestra sequedad y hacernos florecer en el Reino de Tu Padre.

Uno lo piensa y no puede por menos que decir “Qué grande eres Señor. Qué grande es Tu amor. Sólo a Dios se le podría ocurrir una cosa así. Jamás seríamos los hombres capaces de haber imaginado la Buena Noticia del Evangelio. Jamás”. Hemos tratado de acercarnos a Dios de mil maneras y de hacer a Dios cercano de mil maneras. Pero una historia, como la historia de Jesús; unos testimonios como los testimonios del Evangelio, y de los hechos de los Apóstoles, y de las Cartas de Pablo; un anuncio como el de la Resurrección, que no era ni siquiera la resurrección final de los muertos, que es lo que los cristianos pensaron al principio, sino la Resurrección que Jesús había vencido a la muerte. Decía el juez romano que juzgó a San Pablo: estaban los judíos peleados con San Pablo y no era por ninguna de las cosas que yo me imaginaba sino por un tal difunto, Jesús, que ellos decían que está muerto, y Pablo decía que está vivo.

Nosotros, Señor, sabemos que estás vivo. Y sabemos que estás vivo, y esta historia empezó esta noche. Empezó cuando el Ángel anunció a María que iba a concebir al Hijo de Dios. Y se hace presente en nuestra carne esta noche de Navidad. Noche luminosa y gloriosa. Noche que abraza a todos los hombres. A los más pobres, a los más miserables, a los más pecadores. Nadie está excluido del Abrazo de Dios. Nadie está excluido del Amor de Dios. No me detengo mucho más, pero quisiera subrayar que los dos primeros grupos humanos que fueron testigos de la Navidad fueron dos grupos que fueron malditos en la sociedad en la que Jesús nació. Los pastores no eran esas figuras tiernas que nos venden en los puestos de los nacimientos. Para nada. Eran apóstatas, proscritos, que se habían apartado de la comunidad judía y que jamás podrían volver a una sinagoga, o ningún judío que se considerase justo y bueno entraría jamás en su casa, o se casaría con un pastor. Cuando el Evangelio habla de una mujer pecadora, probablemente era la mujer de un publicano o la mujer de un pastor, porque eran oficios proscritos. Eran tratados los pastores como eran tratados los leprosos, exactamente igual: excluidos de la comunidad judía. Y los paganos, fueron los magos. Nosotros les llamamos en la tradición española los Reyes Magos, pero el Evangelio no dice que era Reyes, eso proviene de una tradición posterior. Simplemente, les llama los magos, y los magos eran los persas, que eran paganos, que adoraban al sol y al fuego, y que hacían cálculos astrológicos con las estrellas. Que el Nacimiento de Jesús fuera reconocido por dos grupos malditos y que Jesús -yo creo que es que somos incapaces hoy de representarnos lo que significa un pesebre- nació en un pesebre… -también, los pesebres de nuestros nacimientos son tiernos, son bonitos-. Tenemos un villancico español que dice “ay, del Chiquirriquitín, nacidito entre pajas”. Quienes hayáis vivido en un pueblo, antes de que en las cuadras de animales hubiese agua corriente, sabéis cómo huelen esas cuadras, sabéis el tipo de realidad y de olor que significaba un refugio de animales. Jesús escoge nacer en un lugar así, para enseñarnos. Pero, es para nuestra alegría, para que podamos alegrarnos, para que nunca nos avergoncemos de decir “¡cómo es posible que Dios me pueda querer a mí!” o “¡cómo es posible que Dios pueda querer nuestra pobreza!”. No hay pobreza, no hay miseria, no hay pecado, no hay horror que al Señor Le haya impedido abrazarnos, amarnos y dar la vida por nosotros.

Termino recordando aquella palabra de Jesús cuando estaba cerca de su muerte: “Nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”. Porque Tú quieres, has venido a nosotros. Viniste a nosotros. Naciste de la Virgen y sigues viniendo a nosotros hoy. Quieres venir a este mundo hoy. Quieres que este mundo oscuro se llene de luz, y no de las luces simplemente con las que adornamos nuestras ciudades y nuestros días, sino de las luces de nuestro corazón, de las luces de nuestro espíritu, de las luces de la alegría Tuya en nuestros ojos. Nadie Te ha obligado a hacerlo. Sólo Tu amor por nuestra pobreza.

Señor, tal vez sólo la adoración, tal vez sólo el silencio, es adecuado a un Amor así. Nos quedamos un momento, pues, en silencio y nos preparamos a confesar nuestra fe. Y como se hace siempre el día de Navidad y la Octava de Navidad, cuando proclamemos en el Credo la Encarnación del Hijo de Dios, nos ponemos de rodillas. Ya os aviso yo cuando llegue el momento, pero primero nos quedamos unos momentos en silencio.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Misa de medianoche en la Natividad del Señor
25 de diciembre de 2019

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