Con esta nota se «quiere mostrar la naturaleza y la riqueza de la oración y de la experiencia espiritual enraizada en la Revelación y Tradición cristianas, recordando aquellos aspectos que son esenciales; ofreciendo criterios que ayuden a discernir qué elementos de otras tradiciones religiosas hoy en día muy difundidas pueden ser integrados en una praxis cristiana de la oración y cuáles (…). Con ello, queremos ayudar a las instituciones y grupos eclesiales para que ofrezcan caminos de espiritualidad con una identidad cristiana bien definida, respondiendo a este reto pastoral con creatividad y, al mismo tiempo, con fidelidad a la riqueza y profundidad de la tradición cristiana» (n.6). La Comisión Permanente de la CEE autorizó su publicación en su CCXLIX reunión de los días 25-26 de junio de 2019.
I. Situación espiritual y retos pastorales
1. La sed de Dios acompaña a todos y cada uno de los seres humanos durante su existencia. Así expresa san Agustín esta experiencia universal: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”[1]. Sin embargo, la cultura y la sociedad actuales, caracterizadas por una mentalidad secularizada, dificultan el cultivo de la espiritualidad y de todo lo que lleva al encuentro con Dios. Nuestro ritmo de vida, marcado por el activismo, la competitividad y el consumismo, genera vacío, estrés, angustia, frustración, y múltiples inquietudes que no logran aliviar los medios que el mundo ofrece para alcanzar la felicidad.
2. En este contexto no pocos sienten un deseo acuciante de silencio, serenidad y paz interior. Estamos asistiendo al resurgir de una espiritualidad que se presenta como respuesta a la “demanda” creciente de bienestar emocional, equilibrio personal, disfrute de la vida o serenidad para encajar las contrariedades…; una espiritualidad entendida como cultivo de la propia interioridad para que el hombre se encuentre consigo mismo, y que muchas veces no lleva a Dios. Para ello, muchas personas, incluso habiendo crecido en un ámbito cristiano, recurren a técnicas y métodos de meditación y de oración que tienen su origen en tradiciones religiosas ajenas al cristianismo y al rico patrimonio espiritual de la Iglesia. En algunos casos esto va acompañado del abandono efectivo de la fe católica, incluso sin pretenderlo. Otras veces se intenta incorporar estos métodos como un “complemento” de la propia fe para lograr una vivencia más intensa de la misma. Esta asimilación se hace frecuentemente sin un adecuado discernimiento sobre su compatibilidad con la fe cristiana, con la antropología que se deriva de ella y con el mensaje cristiano de la salvación.
3. Las preguntas que suscita esta situación son numerosas: ¿La oración es un encuentro con uno mismo o con Dios? ¿Es abrirse a la voluntad de Dios o una técnica para afrontar las dificultades de la vida mediante el autodominio de las propias emociones y sentimientos? ¿Es Dios lo más importante en la oración o uno mismo? En el caso de que se admita una apertura a un ser trascendente, ¿tiene un rostro concreto o estamos ante un ser indeterminado? ¿Es el camino de acceso a Dios que nos ha abierto Jesucristo uno más entre otros posibles o es el que nos conduce al Dios vivo y verdadero? ¿Qué valor tienen para un cristiano las enseñanzas de Jesús sobre la oración? ¿Qué elementos de la tradición multisecular de la Iglesia se deben preservar? ¿Qué aspectos propios de otras tradiciones religiosas pueden ser incorporados por un cristiano en su vida espiritual? Son cuestiones decisivas para discernir si estamos ante una praxis cristiana de la oración.
4. La Iglesia, consciente de que el corazón del hombre no encontrará descanso más que en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que es el único que puede satisfacer su sed de eternidad, tiene el deber de proponer el mensaje cristiano en todos los tiempos. La experiencia cristiana, enraizada en la Revelación y madurada a lo largo de la historia, es tan rica que, según las exigencias y características de cada época, se privilegian unos aspectos u otros. Cuando la fe cristiana constituye un supuesto aceptado por la mayoría de la sociedad, que configura su identidad cultural y es fuente de unos valores compartidos, es lógico que los debates teológicos y las cuestiones morales ocupen el centro de interés en la vivencia de la fe. En cambio, cuando falta el fundamento de la fe personalmente asumida o, al menos, culturalmente compartida, las doctrinas se vuelven incomprensibles y las exigencias éticas acaban siendo inaceptables para muchos.
5. El momento actual plantea sus propias urgencias pastorales. Si bien siempre será necesario dar razón de nuestra esperanza (cf. 1Pe 3, 15) y presentar la bondad de las exigencias morales de la vida en Cristo para no caer en el peligro del fideísmo o de un cristianismo reducido a puro sentimiento, en este contexto cultural, en el que tantos viven al margen de la fe, el desafío básico consiste en “mostrar” a los hombres la belleza del rostro de Dios manifestado en Cristo Jesús de modo que se sientan atraídos por Él. Si queremos que todos conozcan y amen a Jesucristo y, por medio de Él, puedan llegar a encontrarse personalmente con Dios, la Iglesia no puede ser percibida únicamente como educadora moral o defensora de unas verdades, sino ante todo como maestra de espiritualidad y ámbito donde llegar a tener una experiencia profundamente humana del Dios vivo.