Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; queridos hermanos y amigos:

Dejadme hoy comenzar con una anécdota muy sencilla de mi ministerio pastoral. Ser obispo en Granada significa ser obispo de una ciudad que recibe a lo largo del año como unos 3 millones de visitantes de fuera. Y celebrar la Eucaristía en Granada cada domingo significa celebrar todos los domingos para una cierta parcela de familias de Granada que nos sentimos ya como una sola familia, porque año tras año nos encontramos en la Eucaristía de los domingos, pero, al mismo tiempo, significa celebrar para muchas personas que no son de Granada, que vienen de paso, y no sólo de otras partes de España, sino también de muchos países de fuera del mundo entero. De los países que uno menos podría imaginarse y esperar. (…)

Pero esta es la anécdota que yo quiero contaros. ¿Cómo yo soy pastor de esas personas que vienen y están dos días y con los que me encuentro cuando están bajando de un taxi, o cruzando ahí en la puerta de la Capilla Real o delante de esta plaza? (Granada es una ciudad pequeña y ya casi nos conocemos todos, y no os conozco). ¿Qué hago? Sonreír. Yo sonrío a todo el mundo, aunque a veces me pongan cara de no querer esa sonrisa. Me da igual. Muchas veces te encuentras con alguien por la calle con gente que tiene esa cara de no querer que le sonría nadie, de estar enfadado con el mundo entero. Y yo les sonrío y, si puedo, les digo “buenos días”, o “hello”, o “bonjour”, o cualquier cosa. Les trato de decir algo según me cruzo, y me doy cuenta de que muchas veces se ilumina la cara de las personas. Es un gesto de un segundo. Es un gesto de un momento. Pero, ¿qué trato yo de hacer cuando hago eso? Porque muchas veces no puedo hacer otra cosa. Por la calle me es muy difícil entablar conversaciones largas, o que la gente te pueda pedir ayuda, que también sucede. Pero no es como el ambiente que lo favorece. Pues, que pueda resplandecer por un segundo eso que San Pablo decía: “Una criatura nueva”. No cuenta ni circuncisión ni incircuncisión; si uno es de origen judío o de origen gentil, que es algo parecido que Jesús le decía a la samaritana: “Ni aquí en Samaría ni en Jerusalén se dará culto a Dios. Se dará culto a Dios en Espíritu y Verdad”. Todos estamos llamados a ser una familia de Dios, también los no creyentes. Cuando sonrío, cuando saludo, no me preocupa si las personas son cristianas o no cristianas; a veces soy muy consciente de que son de otra tradición cultural o religiosa, pero yo soy portador también por la calle del amor de Jesús y si sólo puedo expresar ese amor mediante una sonrisa que le ilumina a alguien por un momento la cara, el Señor no es ni siquiera el vaso de agua que Él decía que no quedará sin recompensa, pero seguramente tiene en cuenta… Y quién sabe si esa persona a través de esa sonrisa se le abre un camino hacia el Señor, hacia las estrellas, hacia la consideración de que Dios puede ser Amor, y que no estamos en esta vida arrojados a un mundo de soledad y de abandono.

Granada me parece a mí en ese sentido un pequeño microcosmos, un pequeño símbolo del mundo en el que vivimos. El mundo en el que vivimos es un mundo de desconocidos. Yo digo “es un mundo de sociedades anónimas”. Claro que todos tenemos a lo mejor un espacio familiar, más o menos pequeño, a veces cada vez más chiquitito, y algún lugar de trabajo, esperando que el lugar de trabajo pueda ser un lugar de amistad y no sólo de competición o de lucha de poder. Pero, es verdad que el mundo, el mundo grande en el que nos movemos, es un mundo de desconocidos, y por eso también es un mundo de soledad. En ese sentido, es curioso cómo la Primera Lectura les invitaba a los israelitas a alegrarse con su madre -su madre es Jerusalén- y a gozar de ser parte de esa ciudad, de esa madre que describe: “Os saciaréis con las delicias de sus ubres abundantes, saltad de gozo con Jerusalén”. Siempre que el Antiguo Testamento habla de Jerusalén, nosotros lo podemos referir a la Iglesia.

Ser cristiano no es tener unas ideas o unos principios morales o así, y seguir siendo desconocidos en medio del mundo. Yo creo que era Benedicto XVI el que decía en una ocasión que el Dios que a veces se imaginan los filósofos, el absoluto, el infinito… dice: “Sí, pero el infinito no tiene una madre”. Nosotros tenemos una madre. Esa madre es la Virgen María, que Jesús nos entregó en el momento de su muerte. Pero esa madre es también la Iglesia. Y ser cristiano no es tanto ser perfectos a base de codos, tener muchas virtudes a base de codos, luchar por ser fieles a unos principios morales abstractos, cuanto vivir en un seno. La Iglesia representa de alguna manera siempre…, y por eso las iglesias deben ser bellas; cuando una iglesia es cutre, a mí me parece que no nos enseña a ser cristianos. Aunque sean pobrecitas. Ser bello no quiere decir ser lujoso. (…) Pero por muy pequeña que sea una ermitilla tiene que dar calor de hogar. ¿Por qué? Porque la Iglesia es el seno donde crecemos mientras vamos de peregrinación en este mundo. Y tiene que ser un seno cálido, amable, como yo me imagino que es el seno de una madre para un niño antes de nacer. ¿Y qué hacemos en ese seno? Crecer, alimentarnos de la vida de la madre, dar patadillas de vez en cuando, y esperar el momento en que lleguemos a la luz, que es la vida eterna. Que lo que nos espera, claro que pasa por la muerte. Pero nuestro final no es la muerte. Nuestro final es la vida eterna. Y mientras estamos aquí, no estamos tirados a un mundo de desconocidos, donde todos tenemos que sospechar de todos y desconfiar de todos, y no fiarnos nunca de nadie y tener temor, que es lo que sucede en un mundo no cristiano. Un mundo no cristiano es un mundo abocado a la tragedia. ¿Donde hay héroes? Claro que hay héroes, y padres heroicos y amigos fieles, se cantan epopeyas a esos amigos fieles, porque no es lo frecuente (lo frecuente es la tragedia, lo normal es la tragedia). Cuando se toma la vida en serio, lo normal es la tragedia. Si no se toma en serio, que muchas veces pasa, la vida humana pierde valor. Nosotros sabemos que nuestra vida tiene un valor porque tenemos una Madre. La cita de Benedicto XVI decía: “Ese Dios Absoluto que a veces se imaginan o nos imaginamos a veces los pensadores o filósofos, no tiene una madre. Nosotros sí. Nosotros tenemos una Madre, que es la Madre de Jesús, que es nuestra Madre y que es la Iglesia”. Y ser cristiano es vivir en la Iglesia. Y en la Iglesia uno tropieza, y tiene debilidades, y tiene pasiones, y tiene pecados, y está el Señor, y el Señor ha instituido el perdón de los pecados, y el Señor ha instituido la Misericordia como regla de vida, como forma exquisita del amor. Esa es la criatura nueva. La criatura nueva es la que se sabe amada con un Amor infinito, porque vive en el seno cálido de un lugar que es lugar de amor y de misericordia, como el seno de una madre. Y allí nos preparamos, a la Luz, a ser dados a luz a la vida eterna, a la Gloria de Dios, al gozo sin reservas y sin velos de la Belleza infinita del Amor infinito de Dios.

Eso es lo que Jesucristo nos ha ganado con su Cruz. Y por eso dice San Pablo: Yo no me voy a gloriar en nada, tengo muchas cosas de que presumir y de las que gloriarme. Era un fariseo bien educado, bien formado, que había estudiado con el mejor de los fariseos… Y dice, “todo eso no me sirve de nada”; cuenta sólo la criatura nueva. La criatura nueva, esa criatura, ese ser humano del que dice San Pablo: “Ya no hay hombre, ni mujer, ni esclavo, ni libre, ni griego, ni bárbaro, ni judío, ni gentil, porque todos somos uno en Cristo Jesús. Todos pertenecemos a la misma familia de Dios”.

Dios mío, yo sé que todos, no sólo el arzobispo de Granada, vivimos en un mundo de desconocido, pero no cuesta nada, cuando uno se sube al metro, cuando uno compra el billete del metro, decirle “buenos días” y sonreírle a la empleada que está allí, que todo el mundo pasa corriendo. No cuesta nada el interesarse por las personas que nos sirven: los camareros que nos sirven en la barra, o decir “¿qué cara de cansado tienes?”, o decirle “¿cuántas horas llevas aquí?”. Pero hay que romper la rutina de un mundo de desconocidos. Como ejercicio, como ejercicio cristiano de mostrar que somos una criatura nueva. Tenemos motivos para estar contentos y tenemos motivo para querer a los seres humanos, sabiendo que muchos de ellos a lo mejor no lo merecen, pero no nos tenemos que preocupar, porque tampoco nosotros nos merecemos el Cielo y nos lo ha dado el Señor. Por lo tanto, igual que los demás, pero con motivos para estar contentos y con motivos para quererlos, y para quererlos mucho, todo lo que podamos. Todo lo que nos deje esta sociedad anónima en la que vivimos y en la que morimos sin que suceda nada, a veces en la vida, que merezca la pena ser destacado, y en la que, sin embargo, basta un gesto de amor, por pequeño que sea, para que la vida se haga interesante otra vez, para que mi vivir se haga algo grande otra vez. El más pequeño gesto de amor participa de la Vida de Dios. Y además nos da gozo. Es decir, poder amarnos nos da gozo. A veces, nos cuesta. Amar a alguien que no nos quiere o que nos trata mal, cuesta mucho trabajo. Pero si uno cierra los ojos y cierra el capítulo de los odios que ha padecido y hace un pequeño gesto de amor, cambia la vida, muestra que vivimos, que somos una criatura nueva por Cristo. Eso es lo que necesitamos mostrar en nuestro mundo, porque es mostrar que el amor es posible, que el amor es real, que Cristo está vivo, que Dios está vivo, y que nosotros, que no somos mejores que nadie, hemos recibido el regalo de participar de ese Amor. Y quisiéramos repartirlo. “La mies es mucha -dice el Señor- y los obreros pocos”. Pero, ¿qué significa ser obrero: hacerse cura, hacerse monja? No.

Vamos a ser sembradores, aunque sea de pequeños gestos de amor, en todas las partes que podamos, mis queridos amigos. Y eso cambia el mundo. Y es la única medicina que cambia el mundo. Y es la única medicina que este mundo nuestro, tan dolorido a veces y tan solo, necesita.

Que el Señor nos ayude a vivir así a todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de julio de 2019
S.I Catedral de Granada

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