Muy querido D. Antonio y queridos hijos:

Me dejáis que me dirija fundamentalmente a vosotros, porque a todos los demás, que os acompañamos, nos sirve también el renovar la gracia del día que nosotros fuimos confirmados, si es que lo estamos; y si no, de desear estar confirmados, tengamos los años que tengamos.

Pero me voy a dirigir a vosotros, sencillamente para subrayar un aspecto. (…) A lo mejor, vosotros tenéis la tentación de pensar que sois unos poquitos dentro de un mundo donde la mayor parte de la gente, o la mayor parte de vuestros compañeros, desde luego no les interesa venir a la catequesis o no les interesa estas cosas de la Iglesia, y algunos de ellos se profesan abiertamente “yo soy ateo”. Mi primera advertencia es que, cuando alguien os diga que es ateo, no os lo creáis. Nunca. Ser ateo es una de las cosas más difíciles de esta vida. Tan difícil, tan difícil que yo creo que, habría que ser un premio Nobel y muchas más cosas, y aun así… es como ser funambulista. ¿Sabéis lo que significa ser funambulista? Esos que se pasean por un alambre a mucha altura entre dos edificios o entre dos rascacielos. Es mucho más difícil ser ateo que ser funambulista.¿Qué es lo que sucede cuando decimos que somos ateos? Que creemos en otros cosas, sencillamente. Hemos cambiado nuestra fe en Dios por otro dios. Algunos de esos dioses se llama Netflix, (…) que tiene unas series inacabables donde uno se puede conectar a las siete de la mañana y seguir conectado a las once de la noche, y entre medias haber habido clase de matemáticas, de ciencias sociales, la comida con los papás, todo y uno sigue adorando a Netflix tranquilamente viendo a ver cómo termina “Juego de Tronos”, “Black Mirror” o cualquier otra serie. Otro de esos dioses que funcionan por ahí se llama “manga”. Otro dios es la imagen; hay ídolos de esos que funcionan en las redes sociales, por ejemplo Instagram, donde uno sube lo que uno quiere que los demás piensen de uno y casi siempre no es la verdad de lo que uno es, en absoluto, sino lo que a uno le gustaría que los demás pensaran lo que uno es. Todo eso son espejismos. Y todo eso son dioses falsos, que prometen una felicidad que no dan. Detrás de esos dioses hay otro más grande al que servimos todos, no sólo los de vuestra edad, sino también los grandes, que se llama el dinero o el poder.

Hubo un poeta inglés muy grande de principios del siglo XX que dijo, en una obra preciosa suya que se llama “Los coros de la roca”: “Hoy ha sucedido algo que no había sucedido nunca en la Historia: que los hombres han cambiado al Dios verdadero, pero no por otros dioses, sino por ningún Dios. Y en el lugar del Dios verdadero han entrado tres cosas: el dinero, la lujuria y el poder”. Esos son los ídolos de nuestro tiempo y a esos ídolos los servimos de tal manera que hay gente que hace sacrificios. Los sacrificios que hacemos para no perdernos el capítulo siguiente de la serie a la que estamos enganchados, no los haríamos casi por nada del mundo. Los sacrificios que hace la gente para mantener una talla, no los han hecho los cartujos jamás. No los han hecho los cartujos, los cistercienses, los monjes, las carmelitas… Esos son nuestros dioses.

¿Cuál es el rasgo más característico de los ídolos? Que nos devoran, que nos chupan la sangre. En la antigüedad, había ídolos que eran así: tenían sacrificios humanos y se alimentaban de la sangre. Los hubo en la antigüedad, en casi todas las religiones, en casi todas las culturas, y Cristo ha venido a liberarnos de eso. Pero nacen esos otros ídolos y nos siguen chupando la sangre, nos la chupan de otra manera, porque les dedicamos tantas horas que es que vivimos para ellos, realmente. En realidad nos chupan la sangre, las neuronas del cerebro. Piensan por nosotros. Nos generan un mundo y dejamos de ser nosotros mismos. Y ahí entro yo: no hay ateos, hay gente que cree en otras cosas. Sobre todo, hay mucha gente que cree en el dinero y se matan por el dinero. Hay mucha gente que cree en el poder y se matan por el poder. Y hay mucha gente que vive para la lujuria, que viven para el placer, y se matan y hacen toda clase de sacrificios por el placer, pensando que todo eso da la felicidad. Ninguna de esas tres cosas dan la felicidad. Porque además nos perdemos, en ese viaje dejamos de ser nosotros mismos, pasamos a vivir una vida virtual. Muchas veces vivimos la vida de los personajes de nuestras series, o vivimos la vida de Instagram, o la vida del Facebook, o la vida del Tuenti, pero no soy yo: soy mis fotos. Las fotos que yo he puesto porque me gustaría que los demás me vieran así y eso me hace tan dependiente de los demás que me impide ser yo, que me impide ser libre. Soy esclavo. Soy esclavo de esas cosas. Aunque viva en un país democrático, pero soy esclavo de todas esas cosas.

¿A qué viene Jesucristo? A liberarnos. ¿Qué es lo que hace Jesucristo? Permitirnos ser nosotros mismos. Jesucristo no es un añadido a la vida para los ratos de dificultad o para las vísperas de un examen muy difícil o para cuando tengo un problema. Jesucristo es una compañía que me acompaña a lo largo de todo el camino de mi vida. Me acompaña ya, me ama desde la cruz cuando hizo una Alianza de amor con cada uno de nosotros. Y Él mismo lo dijo: una Alianza nueva, eterna, para el perdón de los pecados. Eterna, una Alianza eterna, que nada puede romper. No hay amor en esta vida (y cuidado que el amor bueno en esta vida es capaz de hacernos felices, Dios mío, o de darnos alegría; no hay nada que nos dé tanta alegría como el ser queridos… nada, nada en la vida. Si tuviéramos tiempo y pudiéramos charlar así tranquilamente, estaríamos todos de acuerdo en eso. Unos buenos amigos, unos padres que nos quieren, un amor verdadero…), no hay nada que pueda hacer al hombre tan feliz y no hay amor en este mundo que pueda compararse, ni de lejos, al amor de Jesucristo. Ese amor ya nos lo ofreció y nos lo entregó en la Cruz, pero el Hijo de Dios ha querido quedarse con nosotros, y ha querido quedarse con nosotros para siempre. Y generación tras generación, nosotros pasamos a participar de esa Alianza de amor por el Bautismo; pero el Bautismo lo hemos recibido todos de niños y no nos dábamos cuenta lo que estábamos recibiendo. Y la Iglesia, la Iglesia Latina, es como si hubiera separado una parte del Bautismo, que eso es la Confirmación, para poder recibir ese amor de nuevo en un momento en el que nos damos cuenta de lo que eso significa. Y no significa que vosotros venís aquí a decir que sois muy buenos. No es eso. El confirmarse no es “voy a hacer la promesa de que voy a ser bueno de ahora en adelante”. Que nadie os engañe, que no es así. (…)

La alegría de esta tarde no nace de que nosotros hemos venido a decir que somos los buenos o que vamos a ser muy buenos. La alegría de esta tarde brota de la certeza de que el Señor confirma el don que hizo de Su propia Vida. El Espíritu Santo es la vida del Hijo de Dios, el amor infinito que el Hijo tiene con el Padre, por el cual Él me incorpora a Él y me hace partícipe de Su Vida. El Señor confirma ese regalo, me lo da de nuevo, de una manera que pueda vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Lo que nos da Jesucristo es ser libres, libres de nuestras imágenes de nosotros mismos (léase Facebook, Instagram o lo que queráis); libres de las imágenes que tenemos de nosotros mismos, que son falsas, sabemos que son falsas; libres de que los demás nos tengan afecto o no nos tengan afecto, de que las cosas humanamente nos vayan bien en la vida o no nos vayan bien en la vida.

Si yo tengo un amor que nadie me puede arrancar, ¿quién me puede quitar la alegría? ¿qué hay que me pueda a mi quitar la alegría? Siempre es preferible que no te suspendan a que te suspendan, y que te suspendan puede dejarnos tristes un par de día; pero también dejadme deciros: nunca una nota va a deciros el valor de vuestra vida, ni una ni doscientas. Eso es como nos mide el mundo, que nos mide por lo que producimos, pero Dios no nos mide por lo que producimos. Dios nos mide con la medida infinita de su amor y para ese amor cada uno tenemos justo un valor infinito. Con unas notas o con otras notas, con una cualidades o con otras cualidades, con unos defectos o con otros defectos, y eso sí que produce una alegría que está destinada a durar, porque el amor, que es la fuente de esa alegría, no se va a acabar nunca. Y ahí quiero que me entendáis muy bien. Ese amor no es algo que tenemos que conquistar, porque no lo hemos conquistado nunca, no lo hemos conquistado nadie. No lo hemos merecido nadie. Nadie merece el amor de Dios. Nadie es capaz de dar un paso para acercarse a Dios. Pero quién me he creído que soy, y quién me he creído que es Dios, ¿alguien q quien yo puedo acercarme o desacercarme como si fuera uno de nosotros? La alegría nace de la certeza de que el amor con que Cristo me ama es incondicional, es eterno. Y yo podré olvidarme de que el Señor me ama y pagaré las consecuencias, (…), ¿pero dejará Cristo de amarme? ¡No! Claro que no.

(…)

Cuando el Señor dice “te quiero” no es como cuando nosotros decimos “te quiero”. Y el Señor os dice “te quiero” de nuevo, en el día de la Confirmación, como lo dijo en la cruz. “Hasta la muerte, te quiero hasta la muerte”, y quien lo dice es Dios. Y eso es precioso y tremendo al mismo tiempo. Y eso es lo único que nos permite vivir, y vivir verdaderamente libres, ser nosotros mismos, florecer como personas, fructificar como personas, con todos los dones que Él nos da; disfrutar de la vida. Hace muchos años le oí a alguien decir: “El primer fruto de una persona que ha encontrado a Jesucristo es que tiene un gusto inagotable por la vida”. Es lo que no nos dan esas otras cosas que son dioses falsos. Al revés, como nos hacen vivir en una vida que es de mentira, entonces la vida de verdad se nos hace como una carga, algo insoportable, algo triste, que hay que tolerar, que hay que sufrir. Se nos termina haciendo difícil el querernos a nosotros mismos.

(…) Un cristiano vive una vida apasionante. Un cristiano vive una vida que es una ventura siempre, y en la que no hay temor. Nada puede pasarnos si está el Señor con nosotros. Perder la vida. Pero perder la vida ni siquiera es perderla, cuando sabemos que el horizonte que me aguarda es la Compañía eterna del Señor, de sus santos, de los míos, en una fiesta que no deja resaca, que no genera fatiga, donde no se acaba la alegría jamás. Esa alegría es un signo de la Presencia del Señor; esa alegría que brota del fondo de nuestras entrañas; ese gusto por la vida; ese gozo; esa posibilidad de amar y de querer a la vida, a los demás, a pesar de los daños que nos podemos hacer unos a otros, de las torpezas, de los errores que comentemos, pero que nada empaña la luz que el amor de Cristo ha derramado en nuestros corazones.

Vamos a hacer la Confirmación. (…) “¿Pero cómo una cosa tan grande puede pasar porque venga el obispo y me ponga la mano encima de la cabeza y me haga una cruz con un aceite consagrado?”. Un gesto tan pequeño… eso no puede ser verdad (…). Es que todo nuestro comunicarnos en la vida es “magia”. Un beso es “magia”. Porque un beso es un gesto mucho más pequeño que lo que voy yo a hacer yo esta tarde, y sin embargo, un beso puede cambiar la vida de una persona (muchas veces cambia la vida de una persona para siempre). ¡También cuando es falso! También un beso puede ser falso, como una sonrisa, una mano tendida, puede ser más falso. Sólo que los gestos de Dios no son falsos nunca. ¡Pero no los despreciéis porque sean pequeños! Una mano tendida, una sonrisa, un guiño son gestos pequeñísimos y pasan cosas muy grandes a través de esos gestos. También una caricia es “mágica”, también un beso es “mágico”. También es portador de algo mucho más grande de lo que parece. Y si un niño no ha recibido de pequeño besos de su madre, ese niño no va a crecer con alegría, os lo aseguro. Le falta algo esencial en su crecimiento. Y son cosas pequeñísimas.

No despreciéis los gestos de los Sacramentos. Son gestos pequeños pero por ellos pasa el don de Dios mismo, porque cuando Dios nos regala, no nos regala cosas. Se nos regala Él siempre. Es Él quien se nos da, y ése es el tesoro más grande del que somos portadores.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de mayo de 2019
S. I Catedral de Granada