Fecha de publicación: 3 de septiembre de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos hermanos y amigos (a los que regresáis hoy, después de un tiempo de descanso, un buen comienzo de la vida normal; un descanso, sin duda, con el deseo de que ese descanso haya sido fructífero para vuestras vidas, para vuestras familias y para cada uno de vosotros. Los que estáis de viaje camino de vuestros hogares que el Señor os permita llegar con paz y empezar el lunes sin demasiado síndrome de vuelta de las vacaciones, a esa vida muchas veces tan frenética que el mundo actual nos obliga a vivir un poco a todos, y a veces tan inhumana):

Las lecturas de hoy nos ponen ante nuestro ojos una visión de conjunto de la vida moral cristiana y nos dan muchas claves para entendernos a nosotros mismos y para entender nuestra vida. La pregunta que se hace en la Primera Lectura: “¿Qué pueblo hay que tenga un dios tan cercano como el nuestro?”. Ninguno. Nuestro Dios es tan cercano que se ha hecho uno de nosotros. Y se ha hecho –como le gustaba decir a San Juan Pablo II- compañero de camino en nuestra vida de hombres y mujeres en medio de este mundo. Le tenemos siempre a nuestro lado. Le tenemos siempre a nuestro lado y, cuando muchos de vosotros recibáis la Comunión, Le recibimos en nuestra carne, en nuestro ser y es uno con nosotros. Y eso debería liberarnos del miedo: del miedo a las circunstancias, del miedo al paso del tiempo, del miedo a las dificultades que surgen de nuestro corazón o del mal de los hombres. Tenemos al Señor con nosotros. Podríamos decir como San Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”. ¿Quién nos puede apartar del amor de Cristo? Y es en Cristo donde tenemos todo. “Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios”. En Cristo lo tenemos todo. Tenemos la vida eterna ya, en este mundo de dolor, y de dificultades, y de pequeñeces, y de miserias, y de pobrezas. Está el Señor en medio de nosotros. Y ésa es la raíz verdadera de la vida moral.

Otro segundo aspecto que subraya esas mismas preguntas que hace la Primera Lectura es el comprender que la propuesta de vida que el Señor nos ha comunicado, y que se ha ido articulando en la vida de la Iglesia, es un bien para nosotros, es un bien para la vida. La moral cristiana es un bien. No son simplemente una serie de reglas que Dios nos ha propuesto para cumplir de una forma caprichosa y arbitraria, como son muchas de las reglas con las que se funciona a veces en las organizaciones humanas, incluso a nivel grande: hay que poner unas reglas para que funcionemos, bueno pues el Señor nos ha puesto también una especia de reglas de tráfico. No.

Lo que el Señor nos propone, y que a la luz de Jesucristo es muy sencillo, es vivir, sumergirnos en el amor infinito de Dios y tratar de aprender a querernos lo mejor posible los unos a los otros. Y en eso se reduce toda la ley y los profetas, como decía el Señor. Todos comprendemos, o podíamos comprender fácilmente que es un bien. La vida cristiana es un bien. La belleza de un matrimonio cristiano, de una familia cristiana. No digo sin cruces, no digo sin dificultades. Dios sabe cuántas pueden ser esas dificultades y, además, en el mundo en el que estamos, en el aire tan contaminado que respiramos todos los días acerca de las relaciones laborales, las relaciones humanas, las relaciones entre hombre y mujer, de la amistad, del deterioro de tantas cosas en la vida, de tanta humanidad.

En medio de eso, más y más, la vida cristiana puede volver a aparecer como una luz que brilla en la noche (la luz de la cerilla es una luz que ilumina nuestro caminar). La vida cristiana no son una serie de reglas caprichosamente impuestas por Dios; son un bien. El modo de relación humana que nace del conocimiento de Cristo y del amor de Dios en Jesucristo es un bien, un bien precioso. Hasta la relación esponsal se hace infinitamente más bella. Entre otras cosas, de Cristo hemos aprendido una cosa que marca toda la vida moral, pero que hace la vida humana grande y que hace, si queréis, lo mejor de la cultura humana en Europa y en otras partes donde el cristianismo ha llegado, bella y grande, yo diría algo así como un sentido de la gratuidad, del honor, no del “cumplo y miento”, no del mínimo necesario, sino, sencillamente, estamos invitados a ser como Dios, a participar de la vida de Dios, a amar como Dios no ama. “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado”. Es decir, sin condiciones, sin límites. Yo sé que eso en la vida cotidiana se hace terriblemente difícil a veces; que uno no tiene uno ya más fuerzas para aguantar. Y siempre es posible un gesto de perdón, un gesto de misericordia, un apartarse para cobrar distancia, a veces, de algún problema esa distancia es necesaria para poder verlo en perspectiva y no que nos atolondre o que nos parezca que cubre toda la vida. “Esta persona me tiene manía”. Y eso, cuando es en el seno de una familia, se convierte en una especie de veneno, que envenena la vida y hace falta distanciarse un poco, verlo con otra luz, hace falta un buen consejo, hace falta una comunidad cristiana o un sacerdote o alguien que pueda acompañar en esos momentos más difíciles.

Pero la vida cristiana es un bien; un bien precioso que el mundo necesita. Nuestras sociedades se mueren y nadie se atreve a decir que se mueren porque hemos perdido a Dios. También lo dijo san Juan Pablo II multitud de veces: una sociedad se puede construir de espaldas a Dios, pero una sociedad de espaldas a Dios se vuelve necesariamente una sociedad que se vuelve contra el hombre, se vuelve contra nuestra propia vida. Y al final, ¿cuál es nuestro destino?, ¿cuál es nuestro horizonte?, ¿el del pez grande que se come al chico?, ¿el de la vida de la selva?, ¿el de la lucha de poder? Nada más que eso. Pero, ¿se puede llamar a eso vida humana? No. Realmente, no.

El horizonte del amor al que Cristo nos ha abierto es el único que hace verdaderamente la vida grande, gozosamente humana, agradecidamente humana. Y no porque falten los motivos de dolor o de sufrimiento, no porque falten; sino porque hay siempre un amor más grande que permite atravesarlos sostenidos por ese Amor y manteniendo, sin que se degrade, nuestra humanidad. Y con la conciencia del perdón. O sea, cuando hemos caído, cuando no hemos sido capaces de querer bien, cuando hemos metido la pata, cuando nos hemos equivocado. Aunque sean equivocaciones muy grandes de las que a veces los hombres cometemos en la vida, Señor, siempre puede uno volverse a Ti, colgarse de Tu cruz y volver a empezar de nuevo. Y volver a empezar de nuevo sin renunciar a nada del horizonte bello que Tú has querido para mi cuando me has creado.

Un último pensamiento, brevísimo, que estaba en el Evangelio. La moral no viene de fuera a adentro. La moral no es una cuestión de apariencias, no es una cuestión de cumplir unos ritos. La Iglesia ha distinguido siempre entre los mandamientos de la ley de Dios y los mandamientos de la Iglesia. La moral cristiana nace del corazón hacia fuera. Lo que hay que pedirLe al Señor es que cambie nuestro corazón; que quite nuestro corazón de piedra y lo haga de carne; que haga que nuestro corazón se parezca más al suyo. Sólo así somos felices. Una moral de fuera es una moral hipócrita, una moral de apariencias. Es una moral de guardar la fachada: mantener las fachadas limpias y por dentro llenos de podredumbre. Como decía Jesús: “sepulcros blanqueados”. No. No es ése el horizonte de nuestra vida. Podemos meter la pata mil veces, pero si nuestro corazón está queriendo luchar, ese corazón está bendecido por el Señor. Podemos tener una fachada perfecta y si nuestro corazón está podrido, esa podredumbre sigue ahí, y el Señor la ve.

Señor, haz que cuidemos de nuestro corazón y que nuestras obras reflejen lo que somos: pobres criaturas que se equivocan, pero amadas infinitamente por Ti. Y con la certeza de que nunca Te cansarás de amarnos. ¿Qué pueblo hay que haya tenido unos dioses tan cercanos? Ninguno. Nunca Te cansarás de amarnos. Ésa es la clave más profunda de toda nuestra moral.

Vamos a profesar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

S.I Catedral
2 de septiembre de 2018

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