El 23 de junio se celebra la festividad de los santos Zacarías e Isabel, padres de san Juan Bautista. 

La historia de Zacarías e Isabel nos enseña que nunca debemos perder la esperanza porque «nada es imposible para Dios». (Lc 1, 37). Zacarías es un sacerdote de la octava clase, la de Abías, uno de los 24 establecidos por David para regular los turnos de servicio semanales en el templo. Se casó con Isabel, también descendiente de una familia sacerdotal, y se estableció en Ain Karen. Son ya ancianos y su matrimonio no había gozado de la bendeción de un heredero, y tal esterilidad se interpretaba no solo como una desgracia sino como una maldición que los emarginaba; sin embargo, su unión es sólida, se aman y su vida es justa. Un día, mientras estaba en el templo, Zacarías recibió un anuncio divino por medio del arcángel Gabriel, que le preanunció el embarazo de su esposa. Zacarías, sin embargo, a pesar de ser un hombre piadoso, no creyó y pidió al mensajero de Dios una prueba. El ángel le reprochó su incredulidad y lo enmudeció, (Lc 1, 11-18), hasta el octavo día después del nacimiento del niño, cuando el niño fue circuncidado: entonces se le abrió de nuevo su lengua para confirmar que su nombre debería ser Juan, como el ángel se lo había anunciado. (Lc 1, 64).

Cuando el amor y la confianza son verdaderos, crecen y dan fruto con el tiempo: la semilla se convierte en un gran árbol. El evangelista Lucas hace un paralelismo entre esta pareja que ha fatigado para ser tocada por la gracia procreadora de Dios, y la fe total de Marìa que ha creído y concebido sin necesidad de pruebas. De ese modo Lucas muestra cómo Dios puede hacer maravillas en las vidas de aquellos que confían en Él y que esperan confiados el momento de su intervención. Estos dos santos de la antigua alianza nos dan la lección de que solo cuando un corazón cree sin pruebas y ama de verdad, puede experimentar el poder del Señor, no según sus propios planes, sino según la voluntad de Aquel que es siempre soberano y al que hay que abandonarse con una fe incondicional, como la de María.

El papel de Isabel, por lo tanto, contra cualquier previsión humana, es el de ser la madre de Juan el Bautista; del profeta que deberá preparar el camino a Jesús, el Mesías esperado. Isabel percibe esta gracia dentro de sí misma cuando siente la vida de su hijo que crece en su vientre; esa nueva vida que se estremece en su interior ante la inesperada visita de su prima María, quien también había recibido otro anuncio del mismo ángel al que respondió confiada e inmediatamente con un sí: Ella es la «llena de gracia». (Lc 1, 26-38). Es así que Lucas nos describe en dos escenas de dos anunciaciones el fin del Antiguo testamento y el inicio del Nuevo, mediante el encuentro entre dos mujeres que acogen la novedad de la Historia de la salvación en las dos nuevas vidas generadas por la potencia creadora del poder divino en dos mujeres que, humanamente, eran incapaces de concebir un hijo. (Lc 1, 39-45).

Cuando Zacarías, con el prodigioso nacimiento de su hijo Juan, recupera su voz, finalmente puede alabar a Dios con un cántico análogo al de María, conocido como el Cántico de Zacarías. Himno gozoso en el que bendice y agradece a Dios la manifestación de su poder liberador y redentor: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y liberado a su Pueblo, sucitándonos una fuerza de Salvación en la casa de David, su siervo, según lo había anunciado desde antiguo, por boca de sus santos profetas». (Lc 1, 68-70).
Después de este versículo, ya no se dice nada más sobre Zacarías e Isabel en el Evangelio de Lucas, en cambio, la bellísima alabanza de Zacarías se concluye con su profundo agradecimiento a la misericordia de Dios manifestada en su hijo y en la futura llegada del Mesías liberador tan anhelado: «Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su Pueblo la salvación, el perdón de los pecados; por la entrañable misericordiosa de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en las tinieblas y en la sombras de la muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz». (Lc 1, 76-79).