Querido trocito de Iglesia que se reúne, que vive, que respira, que trabaja en nuestra querida Universidad;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
querida Rectora, autoridades académicas, profesores;
Estamos en familia. Celebramos esta Eucaristía en acción de gracias y también en súplica por el curso que comienza.
Pensando yo ayer qué reflexión podíamos hacer juntos esta mañana en esta Eucaristía me venía a la cabeza un medio poema, medio oración que el joven Chesterton escribía justo en el momento en que estaba viviendo la experiencia de su conversión, que se titula “Atardecer” (debía tener 17 o 18 años). En un blog de notas escribió: “Está cayendo la tarde y he vivido un día en que he tenido ojos y manos, y el mundo entero a mi alrededor. Y parece que mañana puede empezar otro. Qué he hecho yo para que se me hayan dado dos días”. El hecho mismo de estar vivos, de poder abrir los ojos, de ver la luz y el color de las cosas, de ver vuestros rostros, esa especie de milagro natural del mundo creado: el rostro humano. Es algo tan fuera del mundo de los derechos que podamos reclamar; es de tal manera ya una gracia, que el gesto más espontáneo justamente es el de gratitud, de admiración, de sorpresa: qué he hecho yo para merecer que se haya abierto este día y que estemos vivos y que podamos estar aquí unos delante de los otros. Qué hemos hecho para merecer la vida que tenemos.
Empieza un curso y yo creo que podríamos preguntarnos lo mismo: qué hemos hecho para que nos haya sido dada una universidad con un mundo de posibilidades y de oportunidades de trabajo bello, que puede ser extraordinariamente bello, para el bien de este mundo confuso. Yo creo que justo la situación del mundo nos puede invitar más a tomar conciencia de que todo lo que tenemos es un don, de que todo lo que tenemos es una preciosa oportunidad para vivir, para dar gracias por ello. Pienso en la enorme diversificación de los saberes. Es verdad que cada son a veces más fragmentarios, más concentrados en un punto de la realidad. Pero también tengo la conciencia de que a través de cualquier punto de la realidad uno puede acercarse (si se acerca con los ojos abiertos) a la densidad del Misterio en el que nuestras vidas están envueltos, por lo tanto al Misterio que sostiene la creación entera y nuestro propio conocerla y nuestro propio vivirla. Posibilidades de asomarse a realidades preciosas (la realidad es toda ella preciosa). Posibilidades de relaciones nuevas, oportunidades de relaciones, que, si no la vemos de una manera utilitarista, es decir, en función de nuestros intereses, como nos invitan tantas cosas en la sociedad en que vivimos, sino de una manera generosa, gratuita, agradecida también, diría yo con Chesterton, toda relación es la posibilidad de un crecimiento.
Las instituciones educativas no educan por los conocimientos que adquirimos en ellas. Educan por la posibilidad que nos dan de crecer. Crecer conociendo el mundo, pero crecer relacionándonos unos con otros; crecer en nuestra mismas relaciones; crecer como personas. Y hacer así un mundo menos hostil al hombre, más bellamente humano, por el que sea más fácil para todos dar gracias por las personas, por la realidad misma.
Parece que sería lo más razonable. Lo más razonable es que todas nuestras relaciones fueran relaciones orientadas justamente a ese bien común que es cuanto menos del crecimiento de todos los que nos relacionamos como personas: crecer en nuestra razón, crecer en nuestra libertad, crecer en nuestra capacidad de afecto, de afecto a los demás y de afecto a uno mismo, de afecto a la vida. De la misma manera que parece muy razonable imaginarse un mundo en paz, y sin embargo cuántas veces han dicho los hombres “ésta será la última de las guerras” o “éste será el último de los conflictos”, o cuántas veces han dicho y han escrito personas muy influyentes en la historia, incluso de nuestra tradición occidental, “si todas las personas tuvieran la formación necesaria, no habría conflictos”. No es verdad. Parece que la herida del conflicto está tan profundamente arraigada en nuestro corazón que por mucho que nos demos cuenta de que un mundo en paz sería un mundo mucho más bonito, parece que nos resulta casi imposible. Los intereses envenenan nuestras relaciones. Nos hacen no amable la vida, nos hacen que la vida muchas veces sea una carga. Para mí, ya comprendéis, siendo pastor de una ciudad como Granada, no puede no preocuparme la cifra pública que el número de suicidios es superior al número de accidentes de tráfico. Y el porcentaje más alto se da precisamente entre los jóvenes. ¿Señor, es porque les falta medios para vivir? Pues, no. ¿Es porque no tienen la formación o posibilidades de conocimiento? Pues, no.
¿Qué nos falta? Nos falta el sentido de la vida. Nos falta esa esperanza de la que habla la primera lectura: el mundo, la creación, nosotros vivimos como en dolores de parto, porque anhelamos un mundo bello, un mundo en paz, un mundo en el que uno pueda dar gracias por estar vivo, y por todo el mundo grande alrededor. Y por un mundo en paz. Y sin embargo, no somos capaces de hacerlo.
Por eso, yo creo que es extraordinariamente razonable (lo he pensado siempre) comenzar un curso que quienes tenemos fe Le supliquemos al Señor esté presente; de que esté junto a nosotros; que nos ayude a lo largo del curso; que nos ayude a cada uno en nuestra misión (no es lo mismo la misión del equipo de gobierno de la universidad que la misión de un profesor, o que la misión de alguno de los servicios de la universidad o la de los estudiantes). Todos estamos llamados a contribuir con nuestro granito de arena a ese mundo bello que nuestro corazón anhela, porque nuestro corazón está hecho para esa belleza; nuestro corazón anhela ese bien. Pero, tendría que ser obvio que no somos capaces de construirlo nosotros solos. Necesitamos la ayuda, la Presencia, la Gracia del Señor. Decía San Pablo, ni siquiera sabemos pedir lo que nos conviene, necesitamos el Espíritu de Dios para que Él, dándonos la conciencia de la filiación divina, nos ayude a vivir como hijos libres de un padre amoroso, como hijos libres de Dios, que gastan su vida en un gesto de amor que abarca toda la vida para hacer de ese mundo una casa, un lugar habitable, un lugar humano, y para hacer de la vida un espacio, un tiempo donde podamos dar gracias a Dios por todo, por todas las circunstancias de la vida.
Si yo tuviera que resumir en una frase todo esto que estoy diciendo con tantas palabras, ¿qué le pedimos al Señor? Que cada uno de nosotros, al menos los que estamos aquí, el Señor nos conceda que nuestra presencia en la universidad sea una presencia buena. Ser una presencia buena en un mundo tan conflictivo, tan tenso, a veces tan crispado, como en el que vivimos. Ser una presencia bondadosa, ser una presencia buena que los demás puedan conocer por un motivo o por otro que cada uno de vosotros sois un bien para la vida de los que os rodean; que cada uno de nosotros somos un bien, un regalo, una gracia en la vida de quienes tenemos cerca.
Eso es lo que podemos pedirLe al Señor. Creo que cuando pedimos que nos salga bien una oposición o que en un congreso sea la comunicación que más ha triunfado o reconocida en la vida… si pedimos cosas de ese tipo, nunca tenemos la garantía de que Dios nos vaya a escuchar. Y a veces es mucho mejor que no nos escuche. Pero si Le pedimos, Señor, nosotros quisiéramos ser un poco signo de tu Presencia, un signo de tu Amor en el mundo, un signo de tu Bondad, ser una presencia buena allí donde estemos (si queréis, se puede resumir en la oración de san Francisco: “Que donde haya odio pueda poner yo amor”; “que donde haya tristeza pueda yo poner alegría”; que donde haya desesperanza pueda poner la certeza y compañía de tu Presencia buena); si Le pedimos esa oración, el Señor la escucha siempre.
Que nos la escuche a todos. Y que nos conceda curso en el que a final de curso no estemos sólo deseando que lleguen las vacaciones, sino que podamos dar gracias por el curso que termina igual que hoy las damos por el curso que comienza.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
23 de septiembre de 2017
Colegiata de los Santos Justo y Pastor
Eucaristía de inicio de curso 2017-18 de la UGR