Elaborado por el Secretariado diocesano de Pastoral Bíblica.
El miércoles de ceniza supone el inicio de un nuevo tiempo litúrgico: la Cuaresma. Tiempo que marca un nuevo capítulo en la vida de Jesús y en la nuestra. Ir a Jerusalén no es fácil desde Galilea, ni geográficamente hablando ni como camino interior, por eso se hace necesario algún tipo de preparación para realizar este itinerario.
“Convertíos a mí de todo corazón” (Jl 2,12-18)
El profeta toma como punto de partida una catástrofe ciudadana, una terrible plaga de langosta, fatal para la cultura agrícola (1,2-13). A este desastre se añade otro de similares características, la sequía (1,14-20), y ambas, juntas, hacen pensar en un futuro desolador. La catástrofe nacional incita a una actitud de conversión profunda, interior, manifestada externamente en una jornada de ayuno y penitencia para suplicar la compasión divina (2,12-17).
El texto nos sitúa en un acto litúrgico de carácter penitencial. Para los israelitas, los infortunios continuados eran propiciados por los pecados cometidos por el pueblo. Por eso junto con el arrepentimiento el profeta exhorta en imperativo, a modo de oráculo, a volver al Señor: “Volved a mí de todo corazón”. Esta es la clave de la conversión, un girar la vida hacia lo que Dios quiere para que el pueblo crezca en su auténtico camino. La clave no está en ellos, sino en quién es Yahvé: “Él es clemente y compasivo, lento a la cólera y rico en amor”. Pero los israelitas dudan “quién sabe si volverá y se compadecerá”, aún no han comprendido que Dios siempre está con su pueblo. La conversión no es simplemente la suma de las conversiones individuales, sino la de todos colectivamente: niños, jóvenes, ancianos, sacerdotes…, todos deben pedir perdón, porque Dios mismo ha tomado la iniciativa y se compadece de su pueblo.
“Cuidad de no practicar vuestra justicia ante los hombres para ser vistos por ellos” (Mt 6,1-6.16-18)
La lectura de hoy del evangelio de Mateo nos sitúa en el llamado Sermón de la Montaña, primer discurso de Jesús en este relato (Mt 5-7). En la narración de hoy, Mateo expone las diferencias que deben darse entre los discípulos de Jesús y los fariseos, en relación a las tres prácticas que se consideraban entre los judíos convenientes para agradar a Dios: la limosna, la oración y el ayuno.
Las tres prácticas forman un tríptico que repite una estructura semejante:
1) Situación: “Y cuando des limosna/oréis/ayunéis… (vv. 2.5.16),
2) Se señala un modelo negativo: no seáis…(v.5) no pongáis…(v.16)
3)Se presenta un modelo positivo: “Tú, en cambio…” (vv. 3,6,17)
4)Conclusión: “y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará” (vv. 4,6,18)
La limosna (Mt 6,1-4)
La narración comienza con un versículo que apela a la no exhibición de la propia justicia, es decir, de las obras de piedad. Está claro que la exhortación no va en la línea de que tanto la limosna, la oración o el ayuno no tengan una dimensión pública, sino que el acento está puesto en la finalidad del hecho, es decir buscar la vanagloria y la alabanza en la relación con Dios.
En la antigua sinagoga judía no estaba organizada la asistencia a los pobres, como en el cristianismo. Cada uno entregaba limosna según sus criterios y algunos buscaban ventajas en esta dádiva con la intención de mejorar su “imagen pública”. A estos, llama Jesús hipócritas que anuncian lo que hacen “tocando trompetas”, ellos buscan que la gente los alabe, no la apertura a Dios y, en consecuencia, ya tienen su recompensa. La limosna hay que darla “en lo secreto”, es decir en el lugar dónde el Padre puede verla, desde el corazón y hacia un compromiso con los pobres.
La oración (Mt 6,5-6)
También con la oración se comienza diciendo que no hay que imitar el comportamiento de los hipócritas, que gustan orar públicamente en las sinagogas o en las calles para ser vistos. Estos ya no necesitan nada más. Quién busca a Dios y no a sí mismo en la oración, esta se convierte en un encuentro de corazón a corazón, entrando en lo profundo de sí mismo, en soledad y en el silencio; y el Padre te encontrará.

El ayuno (Mt 16-18)
El tema del ayuno cierra el tríptico inicial. En Israel, en tiempos de Jesús junto al ayuno obligatorio, se introdujo la costumbre del ayuno individual como acto penitencial por los propios pecados y por los del pueblo. Algunos añadieron al hecho de no comer nada desde el alba hasta el ocaso, la prohibición de lavarse o perfumarse, y así podía conocerse mejor quién ayunaba. De nuevo el texto insiste que quienes “desfiguran su rostro” para ser visto ya tienen su recompensa. El ayuno pues, hay que vivirlo como “ascesis” interior y libre en tu relación con Dios y en tu compromiso con los hermanos y hermanas.
La Palabra hoy
En los ámbitos cristianos tenemos claro lo de la oración y la limosna, pero ¿y el ayuno, para qué?, me preguntaban el otro día. En un mundo de contrastes como el nuestro dónde más de la mitad de la población pasa hambre porque no tiene lo necesario para vivir; y la otra mitad también lo pasa, pero por motivos diferentes: por cuidar la línea, llevar una vida “healthy”, con una dieta saludable, etc., uno no puede dejar de pensar en las propias incoherencias. El ayuno que Dios quiere es que compartamos todo lo que somos y tenemos. Que nos decidamos de una vez por todas a comprometernos con el que sufre, con el que está sólo, con el parado y el desplazado. El ayuno que Dios quiere es esa gota de coherencia que nos mantiene despiertos y atentos a lo que ocurre a nuestro alrededor, para que la huella de Jesús se note, para que el camino que debemos recorrer esta Cuaresma no sea estéril. Un ayuno coherente es aquel capaz de no hacer oídos sordos al llanto y al lamento para poder sembrar en este mundo algo de compasión, solidaridad, fraternidad y amor.
Mariela Martínez Higueras, OP