Elaborado por la Pastoral Bíblica.

¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya! El domingo de Resurrección es un domingo de alegría contemplativa. Un domingo de profunda alegría porque el Señor ha roto las ataduras de la muerte y ha triunfado, y hemos sido reconciliados con el Padre. Un domingo en el que somos invitados a mirar con hondura los signos de la presencia del Señor Resucitado que camina en la historia con su Iglesia y alimenta nuestra esperanza.

Nosotros somos testigos de todo lo que hizo

La liturgia de la Palabra del Domingo de Pascua comienza con el discurso de Pedro a los gentiles (Hch 10). El apóstol les expone el kerigma. Leemos un extracto del discurso que está compuesto de dos contenidos inseparables: el ministerio de Jesús y el testimonio de los apóstoles. En primer lugar, Pedro recuerda la actividad de Jesús en Galilea y Judea, y la resume magistralmente: “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal”. El ministerio de Jesús transparentaba la fuerza del Espíritu Santo, sus obras y sus palabras mostraron que Dios estaba con él y su presencia liberadora del mal alcanzó a quienes lo encontraron.

Los discípulos testimonian ahora lo sucedido, son testigos de su muerte en la cruz y de su resurrección, pues han comido y bebido con el después de la resurrección. Esta experiencia es el fundamento del testimonio apostólico que nace del encargo del Señor Jesús.

Al testimonio de Pedro se une en la liturgia de hoy la exhortación paulina que recuerda que nuestra participación de la resurrección del Señor dinamiza toda la vida del creyente: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba”. La fe en la resurrección nos abre las puertas de una vida nueva que proviene del Resucitado. Ello implica buscar los bienes de arriba, es decir, anhelar participar plenamente de la vida del Resucitado educando nuestras opciones, nuestra mirada de la realidad y nuestras búsquedas.

Al amanecer del primer día de la semana

Precisamente la búsqueda y la capacidad de contemplar con profundidad son el hilo conductor del relato de las experiencias de María Magdalena, de Pedro y del discípulo que tienen lugar en la mañana del primer día de la semana. El pasaje presenta dos secuencias y en cada una de ellas un tipo de mirada: la de quien ve e interpreta desde lo que espera ver, y la de quien ve y cree a luz de la Palabra.

Las dos escenas están unidas por una búsqueda, la del cuerpo muerto de Jesús, y por una experiencia de ausencia o de presencia. Todo acontece entorno al sepulcro vacío del Señor. María Magdalena se dirige al sepulcro envuelta por la oscuridad de lo sucedido días antes y se percata de que la piedra de la entrada ha sido removida. Interpreta el hecho pensando que se trata de un robo y corre a anunciarlo a los discípulos. María, encerrada en su dolor, esperaba encontrar un cuerpo muerto al que venerar y dicho anhelo le impide interpretar más allá de lo que ve. En la escena siguiente ni siquiera reconocerá al Señor aun teniéndolo delante. Solo la voz de Jesús, que la llama por su nombre, será capaz de despertar en ella la fe en la resurrección.

Magdalena comunica la intrigante noticia a los discípulos: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Inmediatamente, Pedro y otro discípulo innominado corren hacia el sepulcro para comprobar el hecho. Una vez dentro de él, ambos ven las vendas y el sudario enrollado en un sitio aparte. El evangelista Juan, que es un maestro de la “teología del detalle”, hace un guiño al lector del evangelio. El sudario enrollado es un signo de que Jesús ha triunfado sobre las ataduras de la muerte. Nada puede retenerle. ¡Ha resucitado!

En el interior del sepulcro, donde Jesús ya no está, la mirada honda de la realidad y el recuerdo de la Escritura hacen brotar la fe en la resurrección en el corazón del discípulo. Vio y creyó.

La Palabra hoy

A menudo, interpretamos la realidad sin darnos tiempo a asimilar lo que acontece. Nos anticipamos. Dejamos poco tiempo a la búsqueda de sentido de lo que experimentamos. Interpretamos desde lo que creemos que tiene que ser, pero nos cuesta abrirnos a la sorpresa que nos saque de nuestros esquemas prestablecidos. “Esto es así lo diga quien lo diga”, decimos tantas veces. La mirada de la fe nos abre a la esperanza. La Pascua es un tiempo para mirar con hondura la realidad y para dejarnos interpelar por “los sudarios enrollados” y “las piedras removidas” que nos invitan a reconocer la presencia del Señor Resucitado en medio de nuestro mundo.

Ignacio Rojas Gálvez, osst