De la Pastoral Bíblica de la Archidiócesis de Granada, para el domingo 10 de marzo de 2024.

Estamos ya en el cuarto domingo de nuestro itinerario cuaresmal. Continuamos caminando por el desierto, espacio de silencio y soledad, de aprendizaje y “reseteo” existencial para ir dejando que la experiencia de fe vaya configurando cada día nuestras opciones y acciones. Tiempo que nos invita al cambio, a convertir nuestro corazón al Señor de la vida de quién esperamos que vaya transformando la nuestra a su medida.

Primera lectura: 2 Cro 36,14-16.19-23

La primera lectura del segundo libro de las Crónicas nos sitúa ante uno de los acontecimientos más relevantes y dramáticos del pueblo judío, la caída del Reino del Sur en 587-586 a.C., con la destrucción de su capital, Jerusalén, del templo de Salomón y el destierro a Babilonia. Todo ello provocará una gran reflexión en el pueblo sobre su identidad religiosa. Si antes había configurado su relación con Dios en torno al templo, ahora lo hará en torno a la ley (Torá).

El pueblo de Israel se ha ido alejando del proyecto salvífico que Dios tenía para él, cometiendo infidelidades, imitando las abominaciones de los pueblos extranjeros y profanando el templo del Señor. El Señor les ha ido avisando a través de diversos mensajeros (36, 15-16), pero ellos han ignorado sus palabras y se han burlado de sus profetas. Ante esa realidad, la ira del Señor se ha encendido contra su pueblo y ha movido al rey de los caldeos contra ellos, llevando a la población al desastre y a la deportación en tierra extraña. El pueblo ha perdido su identidad, su tierra, el templo y la promesa hecha a Abrahán (Gn 15.17). Frente al desastre, sus horizontes de esperanza se desmoronan y el abatimiento y el desaliento se abren camino. Pero el relato no nos deja sumidos en el abandono porque Dios nunca abandona a su pueblo: “Acaso puede olvidarse una madre del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidare” (Is 49,15). En el proyecto de Dios, el mal no tiene la última palabra. Al final del relato, aparece un nuevo personaje, Ciro rey de Persia, un instrumento en manos del Señor, que permitirá al pueblo volver a su tierra y reconstruir el templo de Jerusalén.

Segunda lectura: Ef 2,4-10

En la segunda lectura Pablo transmite a la comunidad que, tras haber recibido la nueva vida de Dios, los hermanos han de vivir conforme a ella. El Apóstol señala el contraste que implica vivir en las tinieblas o vivir en la luz. Nos toca discernir en el día a día hacia dónde queremos dirigir nuestros pasos. Si lo hacemos como hijos de la luz, hemos de activar en nosotros las actitudes que brotan de ella: bondad, justicia y verdad. La luz pone al descubierto y denuncia las obras de las tinieblas. Estamos llamados a “despertar para que Cristo sea nuestra luz”.

Evangelio: Jn 3, 14-21

El evangelio de hoy relee el relato de las serpientes durante la travesía del pueblo de Israel por el desierto en el libro de los Números (Nm 21,4-9). Ante la impaciencia y la queja continua del pueblo, el Señor cansando de su falta de fe, envía unas serpientes que atacan a los israelitas y muchos de ellos mueren. El pueblo consternado se arrepiente de su falta de confianza en el Señor y clama a Moisés para que interceda como mediador ante Él. La oración de Moisés, como ocurriera tras el becerro de oro (Ex 32), arranca la misericordia de Dios que le propondrá una posible estrategia de sanación: hacer una serpiente de broce y colocarla en alto en un estandarte, los mordidos por serpiente quedarán sanos al mirarla y salvarán la vida.

El evangelio hace una actualización de la Escritura y traslada la historia del Antiguo Testamento al Nuevo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. (3,15). En el relato de Juan, el evangelista anuncia el poder salvífico de la muerte de Jesús en lo alto de la cruz. Aquel que crea en él tendrá vida eterna, expresión joánica que no se refiere tanto a la “otra vida después de ésta”, sino a vivir ya, aquí y ahora, en este mundo, la vida que Dios nos ha regalado de ser sus hijos y sabernos hermanos unos de otros.

Dios ama a este mundo con un amor gratuito y sin límites, por ello ha enviado a su Hijo, “no para juzgarlo, sino para que se salve por él”. El juicio de que habla el evangelio joánico no es un proceso ajeno al propio ser humano, sino que radica en la opción que realiza cada persona de creer o no creer que Jesús, palabra definitiva del Padre, nos trae su proyecto de salvación. Aquellos que no lo reconocen están dando la espalda a la luz, y con ello a las obras que de ella manan. Juan, en su honda reflexión teológica, entrelaza dos realidades: la verdad y la luz: “el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. (3,21)

Actualización: enciende tu Luz

Hoy más que nunca hay que tener valor para mirar la cruz, las cruces, incluso las propias. Jesús nos invita a no tener miedo a la luz que ilumina toda esa realidad, y descubrir que la luz está aquí, el Reino se hace real, desde la gratuidad, el don y la hospitalidad.

En medio de las situaciones que vive nuestro mundo, somos llamados y enviados a ser tejedores de esperanzas con otros y otras, a otear los horizontes para señalar los caminos, a enarbolar banderas portadoras de sentido de la vida, a abrir cauces de fraternidad/sororidad que devuelvan al ser humano las luces y sueños para los que fue creado. Para eso envió el Padre a su propio Hijo, “para que todo el que crea tenga vida eterna”.

Carmen Román Martínez, op

 

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