Muy queridos hijos, tanto los que vais a ser ordenados diáconos como los que vais a ser ordenados presbíteros:
Es un pensamiento obvio que estamos viviendo un tiempo especialmente raro, donde lo menos que se puede decir es que, sencillamente, uno tiene no sólo la impresión sino la certeza de que muchas cosas están destinadas a caer, a pasar. Muchos hábitos, muchas rutinas, donde, al mismo tiempo, está de una manera especial amenazada nuestra humanidad en cuanto que humanidad.
Ya el mundo, la cultura económica y política en la que vivíamos acentuaba que la única realidad, aparte de la del Estado, eran los individuos. Pero las circunstancias actuales siembran además… También las sembraban antes. Quiero decir que también un mundo dedicado a acumular dinero o bienes de este mundo, y que consagraba a eso todas sus energías, sus mejores energías, y que hacía consistir en eso la tarea fundamental de la vida humana, producir y consumir, sencillamente; era un mundo hecho para generar desconfianza de unos seres humanos en otros seres humanos. La desgracia es que esa cultura ha sido absorbida de alguna manera por todos y hasta las universidades católicas, en su inmensa mayoría, incluso instituciones de enseñanza superior católica, vinculadas a instituciones de la Iglesia, enseñan ese tipo de economía o enseñan ese tipo de cultura (…).
Dios mío, un pequeño animalito ha puesto de manifiesto la enorme fragilidad de esa cultura, no sólo de España, sino en el mundo entero, y ha puesto de relieve y ha dado significación nueva a quienes se resistían explícitamente a esas formas de vida y a esas formas de pensamiento y a esa cultura, que siempre estaban relegados a los márgenes del mundo cultural, académico y de la vida humana. Y repito, incluso en realidades cristianas, incluso en realidades de Iglesia, incluso en instituciones académicas con mucho prestigio vinculadas a instituciones de Iglesia. Todo eso aparece ahora mismo como sumamente frágil. Desde luego, no estamos en la mejor cultura posible, ni tenemos la mejor economía posible (¡ni la teníamos antes!). Quiero decir, lo que ha hecho esto, tenga las causas que tenga y provenga de donde provenga, su significado realmente pone en cuestión nuestras convicciones más básicas acerca de lo que es la vida humana, de para qué es la vida humana, de cuál es el sentido de la vida, de cuál es el significado profundo y el interés profundo de nuestras relaciones humanas y cómo han de ser esas relaciones humanas de transparentes, de honestas, de limpias, de verdaderas, sin dobles intenciones, sin mentiras escondidas o con apariencia de verdad, etc.
Ya hace años, un autor que algunos conocéis -Fabrice Hadjadj- escribía un libro diciendo “dado que todo está en vías de destrucción”. Vuestra presencia esta mañana aquí, nuestra presencia esta mañana aquí, el significado de esta celebración es completamente distinto. Y no sólo distinto, alternativo, a esa manera de comprender el mundo, de comprender la vida y de comprender las cosas. Vuestra Ordenación, tanto de presbíteros como de diáconos, si algo pone de manifiesto es que Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre. A lo largo de los veinte siglos de historia de la Iglesia, la Iglesia se ha desplazado de unos rincones del mundo a otros, muchísimo. Y ha habido lugares donde la Iglesia ha sido sumamente floreciente y luego la Iglesia ha desaparecido, y luego hay otros lugares donde nunca había sido anunciado el Evangelio. Y en nuestro tiempo, el Evangelio ha llegado. Y ha llegado con una fuerza y una vivacidad y una frescura que nosotros casi somos incapaces de imaginar.
En todo caso, vuestra Ordenación significa que Cristo está vivo; que Cristo está vivo y sigue amando a hombres y a mujeres de una manera diferente a que, mediante la ofrenda de su vida, puedan ser, en el caso de las mujeres, la imagen viva de la Esposa, de Su cuerpo vivificado por la potencia de la Presencia de Cristo. En el caso vuestro, que Cristo sigue presente haciéndose en medio del pueblo cristiano, el portador del don de Cristo mediante la vida sacramental de la Iglesia, fundamentalmente, y sobre todo mediante los dos Sacramentos que van a ser el corazón de vuestra vida, y que yo pediría que lo fuesen, de manera igual, el uno que el otro.
El perdón de los pecados, que formaba parte esencial del ministerio de Jesús, parte esencial, fundamentalísima. Si algo está claro en los Evangelios es eso. Y si algo es evidente que los hombres de hoy necesitamos para reconciliarnos con nosotros, con nuestra historia, con la historia de la que formamos parte, es justamente el perdón de los pecados: la certeza de que hay un amor más grande. Es curioso que el Credo, ese resumen de la fe, en su versión latina, que tiene apenas quince o dieciséis líneas, nos haga decir que “esperamos en el Espíritu Santo, el perdón de los pecados, la Resurrección de la carne y la vida eterna”. Dos cosas que nadie, en este mundo, nos puede dar. Tenían razón los fariseos cuando le decían “¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Y Jesús perdonaba los pecados, porque en Él habitaba corporalmente la plenitud de la divinidad. Y vosotros, mis queridos candidatos al presbiterado, vais a recibir del Señor, mediante la sucesión apostólica, ese mismo poder. De poder decirle a una persona, a alguien que ha cometido un crimen, que ha hecho toda clase de fechorías: “Hijo, tus pecados te son perdonados, vete en paz”. Y si sois prudentes en el sentido eclesial, diréis también: “Vete en paz y pide por mí”.
Y el otro Sacramento que vais a confeccionar, de algún modo, en el seno de la Iglesia y en medio de la Iglesia, es la Eucaristía, que es la renovación constante, diaria, de la ofrenda y del sacrificio de Cristo. Donde Cristo ofrece y da Su cuerpo y Su sangre, por la vida de Su Esposa, la Iglesia. Lo más importante de las palabras de la consagración no es que sean capaces de hacer un milagro que podríamos considerar de una manera muy reducida, muy limitada, convertir el pan en el cuerpo de Cristo, de manera misteriosa, y el vino en la sangre de Cristo. Lo más grande es que Cristo, en ese pan y en ese vino consagrados por vuestras manos, se hará presente en medio de Su Iglesia con su amor sin límites.
Yo subrayo muchas veces, y lo digo con conciencia, que el beso con el que el sacerdote besa al altar tiene un significado simbólico, como todos los gestos de la liturgia, aún los más pequeños. Y ese significado simbólico el sacerdote, que en ese momento representa a la Iglesia, a la Esposa, besa el lecho nupcial donde el Esposo va a dar la vida por Su Iglesia. Y en ese sentido, enseña en qué consiste un montón de cosas. En qué consiste el amor más grande, del que Él habló en la Última Cena. Pero enseña también en qué consiste la vida y cuál es la relación cristiana del esposo con su esposa. Y se aprende más asistiendo a la Eucaristía, viviendo la Eucaristía, tal como la Iglesia la vive y enseñando lo que significan los gestos de la Eucaristía; se aprende más acerca del matrimonio que en unos cursillos prematrimoniales si uno comprende qué es lo que sucede en una Eucaristía.
Que esos dos Sacramentos constituyan los ejes de vuestra vida, alimentados por la Palabra de Dios y por la Tradición viva de la Iglesia. Porque, cuando la Escritura se lee al margen de esa Tradición, deja de ser la Palabra de Dios, para convertirse en nuestras palabras, en palabras humanas, al fin y al cabo. Alimentados por la Palabra de Dios, sostenidos por la Presencia de Cristo al que os identificáis justamente cuando digáis (porque no vais a simplemente recordar las palabras de Cristo, sino a hacerlas vuestras) “este es mi Cuerpo”, es Cristo quien lo dice y sois vosotros quien lo dice. Y de alguna manera, habría que pedirLe al Señor que podamos vivir con la conciencia de que somos una sola persona. Somos, de algún modo misterioso también, presencia de Cristo, que repite, que lo hace eternamente en el Cielo (no hace otra cosa que interceder y ofrecerSe por nosotros), y nosotros en la tierra sacramentalmente repetimos ese gesto con la conciencia de que el don de Cristo se renueva a través de vuestras vidas. Es el mismo don el de la Eucaristía y el de la Penitencia, porque, de nuevo, es Cristo quien da el perdón y es Cristo quien da Su Cuerpo por la vida de Su Esposa, la Iglesia.
Mis queridos hermanos, yo sé que ninguno de los que estamos a este lado de las escaleras del presbiterio podríamos decir como San Pablo “sed imitadores míos”, porque ninguno vivimos eso en toda su plenitud. Nadie. Y sin embargo, sí que pasa Cristo por nuestras vidas. Y yo Le pido al Señor que vosotros lo viváis con más plenitud, con más alegría, con más transparencia con que yo o los demás lo vivimos, porque en Cristo el hombre se hace siempre una criatura nueva, y esa criatura nueva es capaz de responder a las circunstancias nuevas, a las situaciones nuevas, a la cultura nueva, que no ha nacido aún o está naciendo sobre las ruinas de la cultura de cuyo desmoronamiento somos testigos, y quiera Dios que no seamos parte.
Abandonaos. El otro día cuando hablábamos recordáis que todos vosotros expresabais la conciencia de una desproporción grande entre vuestras cualidades, vuestras capacidades y el don que recibís. Que no desaparezca de vosotros nunca la conciencia de esa desproporción, porque eso os invitará a suplicarLe al Señor, día tras día, a lo largo de toda vuestra vida, que no seáis demasiado indignos del tesoro que lleváis en vasijas de barro, del tesoro que todos nosotros llevamos en vasijas de barro, pero que es la única esperanza que tenemos en este mundo. Nos pasamos horas, la gente se pasa horas escuchando noticias hasta estar saturados de planes, de circunstancias, de implicaciones, de incidencias del coronavirus, y soy consciente, porque lo tengo muy cerca, el sufrimiento que puede generar en las personas esa manera tan inesperada, tan desconocida de morir que extiende la pandemia. Y soy consciente también de la responsabilidad que tenemos de no contribuir a ella. Pero, al mismo tiempo, somos conscientes de que sólo (yo soy consciente y quisiera transmitíroslo a vosotros y a vosotras, cristianos, y especialmente a los sacerdotes a quienes hoy os presentáis para recibir el Sacramento del Orden en el grado del diaconado, en el grado del presbiterado) la única esperanza que nos ha sido dada bajo el cielo para vivir una vida plenamente humana está en Jesucristo. Jesucristo es realmente el hombre nuevo y, por lo tanto, el origen al comunicarnos Su Espíritu, al darnos Su vida, al darSe a nosotros, el único capaz de hacernos, en medio de este mundo y en medio de estas circunstancias, como en medio de cualesquiera otras, signo de la criatura nueva.
Rompedor de todas las barreras que los hombres fabricamos, entre unos y otros. Las fabricamos hasta dentro de una misma Iglesia a veces, cuando separamos a un grupo de otro, cuando queremos considerar al grupo en que nosotros estamos como el mejor, o como la encarnación misma de la Iglesia y los otros como cristianos de segunda clase o así (¡que sucede en la Iglesia de hoy de muchas maneras!). Sucede porque seguimos siendo tentados por el Enemigo y no hay circunstancia, ni espacio, ni territorio en la Iglesia donde el Enemigo no actúe, y el Enemigo siembra siempre división.
Los que estuvisteis en la convivencia de sacerdotes hace unas semanas veíamos, y las Lecturas de hoy nos lo recuerdan, que una manera de vivir ese ministerio con fecundidad es no quedarse nunca solos. Si estáis acompañados por vuestra comunidad, fantástico, pero no os quedéis solos tampoco con respecto al presbiterio. Buscad el ser amigos unos de otros, el acompañaros unos a otros. Yo doy gracias a Dios de que más y más podamos, justamente a la hora de enviar sacerdotes, enviarlos juntos. ¿Por qué? Pues, porque el mundo es muy diferente de cómo era hace cuarenta años o hace cincuenta años, y porque no hay más que un sacerdote, que es Jesucristo. Todos los demás somos siervos, colaboradores de Cristo en Su obra redentora a través de la historia. Cada uno con la misión que el Señor nos da según sus disposiciones sabias siempre, y siempre para el bien de Su Iglesia, pero no hay más que un sacerdocio, que es el de Jesucristo. No hay más que una Eucaristía, que es la que ofrece Jesucristo a través de todas las eucaristías. No comulgamos a un Jesucristo en una Eucaristía del Camino y a otro Jesucristo en una parroquia. Comulgamos al único Cristo, al único Hijo de Dios. Todos.
He dicho el Camino porque dos de los que os ordenáis venís del Redemptoris Mater, pero podría decir lo mismo en la Prelatura del Opus Dei, o en el Movimiento de los Focolares, o en Comunión y Liberación… No hay más que un Cristo. Nos lo recordaba la Carta a los Efesios de ayer: “Un solo Dios, un solo bautismo, un solo cuerpo”. Todos somos miembros del mismo Cuerpo y nadie seremos verdaderos miembros del Cuerpo de Cristo si no sentimos el mal de cualquier otro miembro del Cuerpo de Cristo como un mal de todos. El daño que determinado miembro del Cuerpo de Cristo puede hacer como un daño para todos. Y al revés, la santidad que puede florecer en una parte del Cuerpo no es la santidad de este grupo, o de esta parroquia que tiene éxito más gente y más fieles o más atractivo, que organiza más cosas; o esta pobre parroquia de un sacerdote mayor que, sin embargo, está ofreciendo su vida y, a lo mejor, nos está sosteniendo a todos los demás. Es el amor lo que hace crecer el Cuerpo de Cristo, lo único que hace crecer el Cuerpo de Cristo. Un amor educado en la Eucaristía, donde es verdad que decimos “esta es mi sangre derramaba por nosotros y por muchos”, pero ese “muchos” no excluye a nadie. Ese “muchos” significa todos. En hebreo ese “muchos” significa “los muchos”, “la multitud”. Era una denominación de la totalidad. Desgraciadamente, en español, ahora podemos pensar que ese “muchos” excluye a alguien de la Ofrenda de Cristo, de Su Cuerpo y de Su Sangre. Pero hay que explicarlo una y otra vez. No. Ese “muchos” es por “todos”. Significa “por todos”, aunque lo que pone en el texto sea “muchos”.
Nosotros también, como presbíteros de la Iglesia universal, ofrecemos nuestra vida como Cristo por vosotros. La comunidad que tendréis siempre delante en vuestra parroquia, en las celebraciones de vuestra propia comunidad, en cualquier lugar del mundo y por todos. Que ese amor al bien del hombre y que esa comunión indispensable, para que podamos vivir con alegría ese amor, lo cultivéis de la mejor manera posible, entre todos, transversalmente, buscando el apoyo, no sólo de los que tengo más cerca por mi historia, sino de otros, que a lo largo de la historia se pueden acercar a mí o pueden convertirse en compañeros y hermanos, y más que hermanos, ser conscientes de que somos miembros los unos de los otros, como decía San Pablo.
Y luego, dejadme subrayar un último rasgo que me parece que es imprescindible, también lo hicimos en la convivencia sacerdotal de Salobreña. Las circunstancias nos reclaman a algo que es un bien, aunque no nos demos cuenta inmediatamente. Yo lo llamaba en aquel entonces (porque no lo encontraba, y si encuentro una expresión mejor la usaría) “la pastoral del cuerpo a cuerpo”. En los periodos de cristiandad o en los espacios que consideramos como espacios de la cristiandad, aunque el mundo esté de otra manera, uno puede confiar en las cosas que se organizan y que son fijas, y a las que uno asiste y a las que uno participa, y que tienen todas sus actividades, pienso en la catequesis y en tantas otras cosas.
En una formación que proviene de libros, en definitiva, o que se parece a los libros (cuántas catequesis se parecen a una clase del colegio), pues eso no funciona. Hoy sabemos que no funciona. Y la pandemia nos hace más evidente que Dios permite que no funcione. Por lo tanto, que tendremos que buscar mantener esas cosas en la medida en que podamos, pero sin poner la confianza del futuro de la Iglesia en ellas. La única confianza es que cualquiera que se cruce conmigo pueda intuir en mi modo de mirar, en mi modo de hablar, en el modo de decir “buenos días”, en el modo de entablar la más pequeña e insignificante conversación, que nunca sea insignificante la conversación (no hay espacios profanos para nosotros, sacerdotes. Somos sacerdotes veinticuatro horas al día), sea quien sea, se cruce conmigo quien se cruce, que no haya palabra en la que no pueda haber un plus y ese plus es la Presencia de Cristo, el afecto de Cristo, el amor de Cristo. ¿Qué no lo pueden decir los gestos de nuestra sonrisa? A veces, lo pueden decir nuestros ojos de una manera mejor. “Me importa su persona. No la conozco de nada, pero me importa su persona. Su persona es sagrada para mí por el hecho de que ha sido creada por Dios y ha sido creada por Dios para la vida eterna y para participar de todos los bienes que Jesucristo nos ha traído”. El primero de todos: la alegría de vivir y el arrancarnos a la desesperanza en la que se vive cuando Cristo falta, que es la desesperanza en la que viven hoy, por desgracia, la mayoría de los hombres.
Perdonadme, yo creo que os he dicho las cosas que más llevo en el corazón y que más me urge deciros. Que el Señor nos ayude. Uno de los Padres del desierto solía decir: “Comparados con nuestros antecesores somos enanos, pero si nos apoyamos en ellos, nos subimos en sus hombros, somos mas altos que ellos”. Y yo os diría algo parecido. Quienes estamos aquí somos enanos, pero apoyados en lo que la Iglesia tiene para ofrecer, que es sobre todo sus Sacramentos y la vida que Cristo comunica a través de ellos, ahondar en esa vida; bebed de ese manantial inagotable, que son la Palabra de Dios y los Sacramentos. Y yo quiero que vosotros os subáis a nuestros hombros, como nosotros nos subimos a los de nuestros antecesores, y que lleguéis donde nosotros ya por edad o por otras circunstancias, no somos capaces de llegar. Y que seáis signos. ¡Si es que el cristianismo empieza con cada bautizado! Porque cada bautizado puede decir “vivo yo, pero no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. Y de alguna manera, el Misterio de Cristo, la Encarnación del Misterio de Cristo en el mundo empieza con cada nuevo sacerdote.
Que empiece en vosotros y pueda en vosotros florecer y llegar hasta los confines del mundo si Dios quiere.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de octubre de 2020
S.I Catedral de Granada