Fecha de publicación: 6 de diciembre de 2020

Querida Iglesia del Señor, querida Esposa muy amada de Jesucristo;
hermanos sacerdotes;
muy queridos amigos y hermanos:

¡Cuánta necesidad tenemos de Dios! Los hombres la tenemos siempre. Es, en realidad, esa necesidad que muchas veces podemos ni siquiera ponerle nombre o no sabemos ponerle nombre, sólo sentimos un desasosiego, porque, cuando le ponemos nombre y cuando sabemos que de lo que tenemos necesidad es de Dios, es porque ya lo hemos encontrado.

Lo decía así san Agustín: “No me buscarías, si no me hubieras encontrado”. Muchos, tal vez la mayoría de los hombres de nuestro mundo, sienten el desasosiego, la ansiedad, un cierto descontento con la vida y todo eso. La realidad de la pandemia no hace más que intensificarlo. Pero muchos no saben poner nombre a esa necesidad que tenemos. Es necesidad de Dios porque estamos hechos para Él. Vuelvo a citar a san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. El hambre de felicidad que tenemos, la sed, que es más expresivo, la sed de felicidad que tenemos. La sed de verdad y de bien, la sed de belleza y de amor, que reúne en sí las tres cosas que nos caracteriza y que intuimos que tiene que ver con esa felicidad que sí que anhelamos, que sí que deseamos.

Es Dios. Es sed de Dios. Es como si sin Dios, nos faltara algo en la vida; nos falta el suelo firme, el pentagrama donde poner las notas de los deseos, de los anhelos, de nuestra vida, para que pueda ser una melodía bella y armónica. La realidad del desasosiego. No hace falta detenerse en ella, todos la percibís. Todos somos conscientes de ella. Yo diría que los medios de comunicación nos multiplican esa ansiedad y ese desasosiego, pero nunca dan el nombre verdadero de aquello que en verdad nuestro corazón anhela.

Juan Bautista anuncia la llegada de alguien que dice “os bautizará con Espíritu Santo”. El Espíritu Santo representa muchas veces, en el lenguaje de la Escritura, la vida de Dios. Es Dios mismo. Es la vida divina. Es la Comunión del Padre y el Hijo. Es el amor vivo de Dios que Jesucristo ha venido a sembrar en la tierra y a comunicar a los hombres. Jesucristo no ha venido –y lo voy a decir un poco brusco, quizá– para fundar una religión o grupo que sería la Iglesia Católica al lado de otras religiones más. Jesucristo ha venido, para invitar y hacer posible para los hombres, la vida verdadera. En todas las culturas, en todas las tradiciones humanas, culturales. Cuando Jesús describe su misión, el pasaje donde yo me encuentro más fácilmente reconocido: “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Jesucristo ha venido para que estemos contentos, para que podamos vivir contentos. Es decir, para arrancarnos del desasosiego, de la ansiedad, del miedo, de la falta de libertad, de la esclavitud que tenemos de tantas cosas, a veces del afecto de los demás, de una manera que nos empequeñece y que nos hace esclavos de nuestra pequeñez, de nuestro pecado. Jesucristo ha venido para arrancarnos de eso y que podamos vivir contentos. Y eso es, dicho desde la perspectiva negativa, lo mismo que dice Juan el Bautista: “Viene uno detrás de mí que os bautizará con Espíritu Santo”. Bautizar es bañar. Nos bañará en el Espíritu Santo. Y ese baño nos limpia. Nos limpia de nuestro mal y nos abre al horizonte de la vida eterna que llena nuestro corazón, que hace brotar en nuestro corazón, la alegría verdadera, la gratitud, que es la actitud fundamental del cristiano.

El centro de la vida cristiana es la Eucaristía y una vida cristiana es una vida en acción de gracias. Es una vida de hijos libres de Dios, contentos de serlo, y contentos porque estamos agradecidos de que Dios nos haga partícipes de Su vida divina. Eso no nos convierte en superman o superwoman, no nos hacen unos seres que trascienden nuestra condición humana. No. Seguimos siendo pobres, seguimos siendo criaturas, seguimos siendo pecadores, pero la vida de Dios habita en nosotros.

Es curioso que el Apocalipsis, al final de ese libro que cierra -por así decir- toda una visión de una historia catastrófica pero en la que triunfa siempre el cordero degollado, en la que triunfa siempre el amor de Dios que se nos da en Cristo, termina casi al final diciendo “el Espíritu y la Esposa dicen ‘ven, Señor Jesús’”. Es decir, la oración del Espíritu en la Esposa, en la Iglesia, es “ven, Señor Jesús”. Sabemos que está en nosotros. Si lo vamos a recibir de aquí a un momento, por lo menos, muchos de nosotros. Pero lo necesitamos. Te necesitamos Señor. Y necesitamos ser más conscientes de tu Presencia en nosotros, de tu Misericordia con nosotros, de la vida divina que Tú nos das! ¿Qué es lo que hace el Espíritu en el hombre cuando siembra esa vida divina? Una, perdonar los pecados. Por eso, en el Credo viene después de la proclamación de la fe en el Espíritu Santo. “Creo en el Espíritu Santo y en la Iglesia”, y creo en ese sitio que es la Iglesia Católica, donde el Espíritu Santo se derrama y se da, y por eso creo en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

Nos perdona los pecados. Nos abre a la esperanza de la vida eterna y nos permite vivir en esta vida con los vínculos de la comunión del Cuerpo de Cristo, con los vínculos de la comunión de los santos, conscientes de que nunca estamos solos. Por eso, el grito de la Iglesia, que se hace más fuerte en este tiempo de Adviento (cada año, pero, sin duda, de una manera singular este año), es “ven, Señor Jesús”. Ven y danos tu Espíritu Santo. Ven y comunícanos la vida divina que nos permita vivir en la gratitud; en la gratitud por el perdón de los pecados y por la vida eterna, que se despliega para nosotros y en la comunión con nuestros hermanos, pero intencionalmente con el mundo entero, y con toda la Creación, diría yo. A lo largo de la Iglesia ha sido un rasgo de algunos santos que han…, desde San Antonio el ermitaño, el convivir con animales salvajes o el domesticar… En las florecillas de San Francisco están sus conversaciones con los pájaros, porque el horizonte de la redención pacifica el mundo. No es sólo para nuestro interior, no es sólo para nuestra vida personal, no es sólo para nuestra alma. Devuelve al mundo una armonía que el pecado ha roto. Por eso, “ven, ven, Señor Jesús”. El Espíritu lo grita en nosotros. Nosotros no sabríamos gritarlo, no sabríamos poner nombre a nuestro desasosiego, pero Tú nos has enseñado a ponerlo. Ven y danos tu Espíritu. Bautízanos en ese Espíritu. Que ese Espíritu sea como el aire que respiramos. Que sea nuestra vida, la vida de nuestra vida.

Yo sé que en estos días estamos todos pendientes de si somos allegados, de si nos vamos a poder reunir con nuestros primos o con los primos de nuestros primos, o con esa persona o personas que son más cercanas a nosotros que nuestra propia familia, pero que a lo mejor no va a ser posible. Dios mío, no dejéis que eso nos distraiga. Hemos pedido en la oración de hoy “que no nos distraigan los afanes de este mundo”. Hay mucho de mundano en muchas cosas que rodean a la celebración de la Navidad. La Navidad este año sólo puede ser vivida en su esencia y su esencia es que el Hijo de Dios ha venido a este mundo a darnos la vida divina, y a lo mejor, cuántas veces, por ejemplo, en la Europa del este, cuántos cristianos, cuántos sacerdotes, cuántos obispos han celebrado la Navidad solos, en una celda de castigo, en una cárcel, sin poder celebrar siquiera la Eucaristía. Y estoy seguro porque tengo y he visto testimonios de ello y los he oído en algunas de las personas. A Van Thuan, que después fue cardenal de Saigón, en Vietnam… Esas Navidades son mucho más verdaderas que otras, tal vez llenas de turrón y mazapanes, pero donde en realidad nos parece que decir “viene Cristo, ha nacido Jesús” no pasa de ser un detalle bonito, tierno, folclórico si queréis, pero no una urgencia para el hombre en nuestra vida. Nunca.

Quizá en estas últimas décadas ha sido tan necesario para el hombre descubrir que en Cristo está nuestra única esperanza verdadera. Nunca ha sido tan urgente poder encontrar a Jesucristo. Para poder encontrarnos a nosotros mismos, para encontrar la paz, para encontrar la posibilidad de un mundo humano al que podemos invitar a todos nuestros hermanos, porque no les invitamos a eso que a veces llamamos nuestro “catolicismo estrecho”, les invitamos a la alegría. A la alegría y al gusto por la vida, que son el primer fruto de la Encarnación del Hijo de Dios.

¡Ven, Señor Jesús! Y ayúdanos a entender el tesoro, la gracia, lo esencial que es para mi vida personal y para nuestra vida social Tu Venida y Tu Presencia.

Que así sea para todos nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de diciembre de 2020
S.I Catedral

Escuchar homilía