Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Santo, Pueblo Santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
diácono;
queridas hermanas riquelminas;
queridos hermanos y amigos todos:

El grito, tan humano, tan profundamente humano, al que nos invita la liturgia de Adviento, toda ella, es el “Ven, Señor Jesús. Tenemos necesidad de ti”. Nos haces falta. Sin Ti vivimos mal. Nos falta libertad, esperanza. Nos falta capacidad para un amor como el que Tú quieres que vivamos. Y nosotros –en el fondo- deseamos vivir que es un amor a todo y a todas las cosas por Ti. Nos sobra miedo, temor, como si fuéramos esclavos de cosas del mundo o de la muerte. Y por eso Te decimos, “ven”.

Las catástrofes del mundo, las enormes dificultades que hay en la historia, siempre, siempre las ha habido y que el Señor anuncia para que no nos asusten, y que cuando veáis que esto pasa, levantad la cabeza porque está cerca vuestra liberación. Pues, hermanos, levantemos la cabeza, alcemos nuestra mirada. ¿Y hacia dónde la alzamos?, ¿hacia el cielo? Sí, sin duda. Pero no este cielo físico que nos anuncia la lluvia, que tiene nubes. No, no. Hacía Ti, Señor, que eres nuestra luz, nuestra vida. Luz de nuestros ojos. Vida de nuestra vida.

Si pudiera decirse, alimento de nuestro corazón pobre y tantas veces herido. Ven, Señor Jesús. Ven a nosotros. Nosotros hacemos esta súplica, pero no la hacemos como quien no ha conocido nunca al Señor. Algunos hombres en el mundo griego y en el mundo pagano pedían que, para contemplar ciertos misterios del mundo, o el misterio del sentido final de la vida, tendría que ser necesario un Dios que nos los contase. Nosotros sabemos que el Hijo de Dios, que Dios mismo, en Cristo, ha compartido nuestra condición humana, ha compartido nuestra noche, ha compartido nuestros cansancios, dolores, fatigas, hasta la mentira, la calumnia, el horror de una Pasión espantosa, de una muerte espantosa. Para que nadie pudiera decir “es que a mí Dios no me entiende”. Has compartido nuestra condición humana en todo, menos en el pecado. Y nos has abierto el camino del Cielo. Viniste una vez, en medio de la historia. Te diste por entero. Viniste al seno de la Virgen. Te entregaste a nosotros. Y cuántas veces piensa uno “Señor, si la Pasión se hubiera retrasado un poco más, nos hubieras podido enseñar unas pocas cosas más, a lo mejor sería más fácil seguirTe…”. Qué va. Si tu enseñanza verdadera está en el don de Tu vida, nunca eres más maestro que en la cruz. Por eso, Te decimos, con toda el alma, rompe el cielo y ven. Sabemos que has venido. Viniste una vez. Vienes siempre en los Sacramentos. Vienes siempre en las circunstancias de la vida, porque detrás de todas ellas estás Tú, aunque no sepamos cómo. Estás en una enfermedad. Estás en la pérdida de un ser querido. Estás en la proximidad de la muerte. No hay nada, sólo el pecado, donde Tú no estás. Vienes a nosotros en todas esas circunstancias. Pero vienes a nosotros para alimentarnos y para estar con nosotros en los Sacramentos, que no son cosas que nosotros hacemos por Dios (lo digo siempre en las Confirmaciones); son regalos que Dios nos hace, y Dios nos regala cosas. Dios se regala a Sí mismo en todos ellos, desde el Bautismo, hasta el Orden Sacerdotal o el matrimonio. Te das a nosotros, sobre todo, en la Eucaristía, donde cumples Tu nombre “Emmanuel”, “Dios con nosotros”. Vienes a nosotros y Te haces uno con nuestro cuerpo, con nuestra humanidad, de una manera tan profunda que no hay unión en este mundo que pueda parecerse a ella. Porque te disuelves en nuestras venas, en nuestra sangre. Nos llenas como nos llena nuestra alma. Nos haces miembros de Tu cuerpo. Tú nos haces tuyos. Tú te haces nuestro. Por eso, la Iglesia es Tu esposa y Tu cuerpo, porque vive de la vida que Tú le das, que Tú nos das. Hoy mismo nos la das en la Eucaristía. Y la celebración de la Eucaristía es, por eso, el centro y culmen de la vida de la Iglesia. Así lo ha enseñado el Concilio, así lo creemos. Eso forma parte del núcleo de nuestra fe. Y luego, Tú te quedas con nosotros.

La Iglesia de Granada va a tener desde hoy la alegría inmensa de que siempre, en la puerta de aquí al lado, en la iglesia del Sagrario, en la adoración eucarística perpetua, siempre habrá un grupo de cristianos adorando al Señor y, sobre todo, representando a todo el pueblo cristiano, pagano, ateo de Granada, presentándolo y poniéndolo delante del Señor, para que el Señor venga y dé la vida a todos; para que el Señor perdone los pecados de todos; para que el Señor haga florecer la vida verdadera en nuestros hermanos, en nuestros amigos, en todos los hombres, en el mundo entero.

Y queremos en esos momentos que estamos ahí decirte que sí, como la Virgen. Danos Tú la gracia, para que lo hagamos, porque el “sí” más pequeño que damos al Señor es mucho más que esos terremotos que nos miden, nos cuentan, nos dicen… Afecta al mundo entero su onda expansiva. El “sí” de la Virgen fue dado en la oscuridad de una habitación. Según una tradición cristiana antigua, la Virgen estaba hilando cuando el Ángel vino, cuando tuvo lugar la Encarnación. Estaba tejiendo un tejido y luego tejió en su seno el tejido de la nueva humanidad, de su Hijo, la humanidad de Cristo, el Hijo de Dios. Señor, que esos momentos nos parezcamos un poquito a la Virgen y Te digamos nuestro “sí” pobre, sencillo, sin fisuras. Y la onda expansiva de ese “sí”, por muy pequeño, oculto, que sea se extiende al mundo entero.

Ojalá esté la capilla siempre llena. Y luego, el Señor vendrá al final de los tiempos. Al final de los tiempos de cada uno y al final de los tiempos de la historia. Pero Él es el centro, la plenitud, el culmen de la historia. Señor, ven. Ven, porque vienes ya. Te necesitamos ya, para que no tengamos miedo ni siquiera del final de nuestra vida, ni siquiera del final de la historia. Que no tengamos miedos de nada. Si te tenemos a Ti, somos los hombres y mujeres más privilegiados del mundo, los más ricos del mundo. ¿Por qué vamos a tener envidia? O mirar como referencia otro tipo de riquezas, otro tipo de status, de posesiones, de bienes…, si Tú eres el bien supremo. Tú eres mío. Tú eres nuestro. Estás con nosotros. “El Señor está contigo”, le dijo el Ángel a la Virgen y nos lo dice a cada uno de nosotros.

Justo porque sabemos quién eres y valoramos Tu Presencia, Te pedimos que vengas más. Queremos tener más cerca, queremos ser más conscientes de que Tú estás con nosotros cada minuto y cada segundo de nuestra vida. Queremos alimentar nuestro corazón, para que se ensanche y para que en ese corazón puedan caber, como caben en el Tuyo, todos los hombres, amigos y enemigos, creyentes y no creyentes, ricos y pobres, porque todos son hijos tuyos; porque Tú amas a todos.

Que el Señor nos conceda empezar el Adviento con estos sentimientos en nuestro corazón, con esta súplica, con ese grito: “Ven”. Digámoslos en el autobús, en el metro, yendo al trabajo, mientras estamos haciendo algo: “Ven, Señor Jesús”. Cuando Le pedimos al Señor que venga, nos escucha siempre, os los prometo. En realidad, es el Señor quien ha jurado esa Alianza nueva y eterna que recordamos en cada Eucaristía, por la que Él se da a nosotros y se une a nosotros.

Que podamos disfrutarla y vivirla todos los días de nuestra vida y en la vida eterna.

PALABRAS FINALES

Después de dar gracias al Señor por haberte recibido –aunque, como hemos dicho siempre, antes de la Comunión “no somos dignos” de que entres, no sólo en mi casa, sino en mi cuerpo, mi vida, mi sangre-, pero Tú has querido venir, deseas venir a nosotros y a nuestro corazón. La vida entera sería demasiado corta para darTe gracias por lo que sucede en la Eucaristía.

Vamos a hacer como si fuera un pequeño Corpus. El Señor se queda sobre el altar y lo llevaremos en una sencilla procesión familiar, pero con orden, hasta el altar de la capilla del Sagrario. Me gustaría decir a quienes nos siguen por televisión y son de la diócesis de Granada, o están relativamente cerca, que la adoración perpetua está abierta para todos. Los sacerdotes que queráis formar un grupo y venir una tarde, hasta una noche a adorar al Señor con un grupo de vuestra parroquia, jóvenes o mayores, como queráis. Todos somos bienvenidos.

Es un gesto precioso de reconocimiento de la Presencia del Señor en medio de nosotros, de este mundo. De nosotros, que seguimos siendo indignos, no penséis que porque hagamos la adoración somos los mejores del mundo. No. Somos indignos y lo seremos siempre. Gracias a Dios, porque así resplandecerá Tu Gracia y la Gloria de Tu Gracia, y la belleza de Tu Amor. E intercediendo por el mundo. Es una labor propia de la Iglesia. Es lo que Cristo hace: interceder por nosotros después de Su Ascensión al Cielo. Nos unimos a esa labor Tuya de intercesión por quienes más lo necesiten, por quienes tengan más necesidad de Ti, por quienes Te hayan abandonado. Por todos, sin excepción.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

28 de noviembre de 2021
S.I Catedral de Granada

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