Este grito de Jesús es luminoso y una vez más nos conduce derechos al corazón del Evangelio. La traducción nueva traduce por “bienaventurados”, lo cual es -si queréis- más correcto en el sentido de que habla de una dicha en este mundo que se extiende hasta la Bienaventuranza (con mayúscula) que es la vida eterna. Pero no estamos nosotros acostumbrados (y no me refiero a quienes estamos aquí, sino, en general, en nuestro mundo) a vincular la experiencia de la fe con una experiencia de dicha y de alegría. Y sin embargo, esta palabra de Jesús se hace eco del grito o del comentario de Isabel cuando se encuentra en la Visitación con María y le dice a la Virgen: “Dichosa Tú que has creído porque lo que Te ha dicho el Señor se cumplirá”. En el Acontecimiento central de la salvación vuelve a aparecer la dicha, no sólo la Promesa, sino también el anticipo de esa Bienaventuranza definitiva y plena vinculada a la escucha de la Palabra de Dios.
Es verdad que da la impresión, cuando oímos esta palabra fuera de contexto, la del Evangelio de hoy, que se trata como de cumplir los mandamientos, como de cumplir una ley. Y cuando se habla en el Nuevo Testamento, sobre todo de escuchar la Palabra de Dios, la Palabra de Dios es ante todo Alianza, es ante todo Promesa, es ante todo Fidelidad de Dios a Sus Promesas y a Su Alianza, y a Su Misericordia. De hecho, lo que hemos cantado como Responsorio del Salmo es el Señor que recuerda Su Alianza eternamente. La Palabra que escuchó la Virgen es una Palabra que la hace decir “proclama mi alma la grandeza del Señor, porque se ha fijado en la pequeñez de Su sierva”. Lo que hace Dios con la humanidad es ensalzarla, revelarle la profundidad y la inmensidad de su destino conforme al designio de amor y de misericordia de Dios.
Es verdad que en la Palabra de Dios hay mandatos sin duda ninguna. Pero esos mandatos sólo se entienden a la luz de la Alianza, porque Dios se ha comprometido con nosotros, de alguna manera se ha hecho nuestro Señor. Y cuando se ha comprometido hasta la muerte -porque el Hijo de Dios se humilló y se humilló hasta la muerte-, por eso ha sido ensalzado sobre toda criatura en el cielo, en la tierra y en el abismo, de modo que toda lengua proclame que Jesucristo es Señor. Él es Señor y puede mandarnos. Pero los mandatos de Jesús no son como las leyes de este mundo. Los mandatos de Dios en el Antiguo Testamento sin leyes que tienen como meta la vida del hombre: “No quiero yo la muerte del pecador, sino que se arrepienta de su conducta y viva”. Pero no estamos acostumbrados a sentir que la Palabra de dios, escucharla y cumplirla tenga que ver con la Revelación del amor de Dios, con Sus promesas, con Sus dones, con Su gracia. Y sin embargo, la Alianza es siempre descrita como una alianza esponsal y el pecado como un adulterio, como un apartamiento de ese amor, del cual, sin embargo, tenemos experiencia. Y la consecuencia de todo ello es que el fruto de la Palabra de Dios es nuestra vida gozosa.
Recuerdo el escándalo que a mi me produjo hace muchos años cuando yo era un jovenzuelo haber oído por primera vez que el primer fruto de ser cristiano es un gusto por la vida. Un gusto por las cosas, por la Creación, un amor a la Creación, que es el signo y la expresión del amor de Dios por nosotros. Y por lo tanto, un gusto de ese amor de Dios, un mayor deseo de ese amor de Dios que se anticipa en un gusto de vivir. Y lo ve uno en nuestra cultura y en nuestro mundo. Un mundo que, culturalmente, ha prescindido de Dios y ha prescindido de la Tradición cristiana es un mundo triste, dramático, a veces trágicamente triste, porque es un mundo sin esperanza. Y sin esperanza la vida se hace violenta y uno se defiende como puede de los males de la vida. Pero la misma vida acaba resultando muchas veces un peso.
Me decía alguien con fuentes de información suficientes que eso no sale en los medios de comunicación pero que una de las consecuencias más dramáticas del tiempo que estamos viviendo es justamente la cantidad de suicidios especialmente entre los jóvenes. Dios mío, eso es el signo más dramático de lo contrario de lo que nos dice el Evangelio: “Dichosos, bienaventurados, bienaventurada Tú que has creído”, porque lo que Te ha dicho el Señor, lo que Te ha prometido el Señor (porque lo que le ha dicho es que va a ser Madre de Dios) se cumplirá. Y la Virgen es Madre de Dios. Y la Virgen dijo que iba a ser proclamada bienaventurada por todas las generaciones. Y parecía una exclamación de una vanidad increíble para ser dicho por una mujer de un pueblecito de doscientos habitantes en el fondo de Galilea, una parte despreciable de la provincia romana de Judea. Y sin embargo, aquí estamos a más de dos mil años después y honramos a la Virgen, y amamos a la Virgen. No ha habido mujer en la historia tan amada porque es amada aquí, y es amada en Vietnam, y es amada en Corea, y es amada en Alaska, y es amada en Oceanía, y es objeto de nuestras súplicas y es reconocida como la Madre, la nueva Eva, la nueva madre de todos los vivientes.
Hay un gusto en la fe, hay una alegría en la fe. Que nadie nos la arrebate. Y esa alegría es, probablemente, el primer signo de la novedad de Cristo. No es casualidad que el Papa, que es el que el Señor ha querido darnos para este tiempo (y es el que más nos conviene), subraye en su primer escrito, que él mismo lo describe como “escrito programático”, “La alegría del Evangelio”. La alegría de la Buena Noticia. La Buena Noticia es que el Señor se ha unido a nosotros por la Encarnación; que somos hijos de Dios y que estamos llamados a participar de la herencia divina, no sólo después de la muerte, no sólo –diríamos- después del Juicio, sino ya aquí, en esta vida. Misteriosamente, participamos de la vida divina por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
La Carta a los Gálatas habla también de esa novedad que Cristo ha introducido. Y esa novedad es tan radical que San Pablo puede decir: “No hay judío, ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Recoge aquí San Pablo las dimensiones más básicas, más radicales que había en el mundo helenístico y en el mundo judío. Hay una frase del Evangelio de San Juan que pone de manifiesto ese desprecio de los judíos por los que no eran judíos. “Porque todos esos que no conocen la Ley -le dicen los judíos a Pilatos la noche de la Pasión- son unos malditos”. Los gentiles, los que no han conocido la Ley de Dios, la Torá, son malditos por el hecho de no conocerla. Bueno, pues, no hay judío ni gentil, no hay esclavo ni libre (el esclavo en el mundo grecorromano era un objeto tratado a capricho por su amo, que disponía incluso de su vida), y no hay hombre ni mujer (la mujer tampoco tenía ningún derecho, hasta el punto de que su testimonio era inválido en un tribunal por ejemplo, y hasta el punto de que el padre podía decidir sobre la boda de su hija sin apelación posible aunque eso significase, la rebelión contra eso significase matar a la propia hija). Es una frase revolucionaria: “No hay hombre ni mujer. Todos somos uno en Cristo Jesús”.
Todos hemos sido llamados a compartir el camino de la vida. Como dice la recientísima Encíclica del Papa (que yo os invito a leer a todos, “Fratelli tutti”), todos somos hermanos en el camino de la vida y cada uno con sus dones propios. Las cualidades y las peculiaridades del varón no son las mismas que las de la mujer, pero nos necesitamos mutuamente. Y una comunidad humana donde no haya el equilibrio y la cooperación mutua de ese “genio femenino”, por ejemplo, pero, al mismo tiempo, del papel… (yo sé que hoy está mucho más en cuestión el significado de la vida del varón, pero lo tiene, y algún día el Señor me dará la ocasión de explicároslo), pero Cristo trae la novedad de que todos somos compañeros de camino en el camino a nuestro destino, porque todos somos hijos de Dios. Y como hijos de Dios no podemos vivir de otra manera que como hermanos. Más allá de las clases sociales, más allá de las divisiones que introduce el estatus social o las oligarquías que los hombres creamos (incluso las oligarquías de la ciencia, o de la política, o de otros tipos), todos somos hermanos en el camino de la vida, que está vinculado a esa alegría de la fe de quienes escuchan la Promesa de Dios, la Alianza; quienes conocen la Alianza de Dios y viven según ella.
Que el Señor nos conceda a todos nosotros y a toda la Iglesia vivir de acuerdo con este criterio que hace la vida preciosa.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
10 de octubre de 2020
S.I Catedral de Granada