Fecha de publicación: 1 de diciembre de 2020

Es una joya el pasaje del Evangelio de hoy al que San Mateo añade “venid a Mí los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis vuestro descanso”.

Esta expresión de Jesús –“Te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se los has revelado a la gente sencilla”- dicen los estudiosos de los Evangelios que están pronunciadas en el momento en el que Jesús se dio cuenta de que los dirigentes religiosos del Pueblo de Israel no iban a aceptar su mensaje y empezaban a abandonarle y a dejarle. ¿Recordáis aquel pasaje en que Jesús, después de anunciar la Eucaristía, les dice a los mismos apóstoles “también vosotros queréis marcharos”? En ese momento, Jesús da gracias. Da gracias porque se hace realidad en su vida lo que Él habló en tantas parábolas. Invitó a unos, que se excusaron, y tuvo que salir a los caminos a buscar a gente que para los ojos del mundo no eran dignos del banquete del Hijo del Rey; y sin embargo, fueron aquellos los que llenaron la sala del banquete. Tantas veces eso sucede en nuestra historia y en la historia de la Iglesia. Quienes nos creemos a veces que somos los más dignos en ella, como el hijo mayor del hijo pródigo: “Te he servido toda mi vida…”. Sin embargo, el Señor celebra el banquete cuando vuelve el hijo que se había portado mal, que había derrochado su herencia y su fortuna de mala manera, y había terminado siendo un miserable pastor de cerdos.

Las categorías de Dios no son las nuestras, porque sólo cuando reconocemos que todo lo que pueda haber de nuevo en nosotros es don de Dios, es entonces cuando estamos en la verdad ante Dios. Y cuando dejamos cualquier rincón a nuestro engreimiento, a nuestro orgullo, en presencia del Señor, entonces, aunque cumplamos bien toda la Ley, nos perdemos a nosotros mismos porque perdemos la perspectiva recta de cuál es nuestra relación con Dios. Y, sin embargo, “bienaventurados vosotros, porque veis lo que muchos hombres y mujeres de todos los pueblos y de todas las razas han deseado conocer, el Dios que es Amor, y no lo han conocido”. Somos privilegiados en todos los sentidos por haber conocido al Señor. Por ver lo que hemos visto, oír lo que hemos oído, participar de lo que participamos.

Y aquí quiero yo explicaros una pequeñísima oración y un pequeñísimo gesto que se hace en el ofertorio de la Misa, dentro del ofertorio. Aunque, como pasa a veces en cuanto uno se descuida, es un gesto que casi hemos perdido porque, incluso aquí, me traía en el agua ya mezclada con el vino para la Eucaristía. El sacerdote hace una oración en el momento en que se mezcla el agua y el vino, y esa oración da de nuevo el significado de la Eucaristía en la clave que yo vengo explicando. ¡Que no es la única! La Eucaristía es tan rica… Está la clave de las ofrendas, la clave del sacrificio…, muchas claves, para entender algo que desborda nuestra capacidad de expresar en palabras. Las palabras tienen que ir una detrás de la otra y, sin embargo, la riqueza de los hechos se da toda a la vez.

Esa oración, en el momento en que se mezclan el vino y el agua, la traduzco como “por el misterio de esta agua y de este vino haz que seamos hechos consortes de la divinidad de Aquel que se ha dignado a participar de nuestra humanidad”. Subrayo dos cosas. “Por el misterio de esta agua y de este vino”. La palabra “misterio” significa hoy en el lenguaje común las películas de terror o policíacas, de ese tipo, de “misterio”. En el vocabulario cristiano y en el vocabulario de la antigüedad, de donde proviene la palabra “misterio”, significa algo mucho más bello y mucho más hermoso; es algo cuya realidad desborda nuestra capacidad de expresarlo. Es algo que es más de lo que es. Y todas las cosas tienen un misterio. De hecho, un Doctor de la Iglesia del siglo IV decía que en el Misterio de la Creación habita Cristo. Si tuviéramos los ojos de fe capaces de verlo, lo veríamos en todas las cosas, porque todas las cosas están llenas de Cristo -dice él-, “igual que el seno de la Virgen estuvo preñado de Cristo en sus miembros”. Todas las cosas portan el Misterio de Cristo. Pues, “por el misterio de esta agua y de este vino (-es una gotita de agua que se mezcla por el vino-) haz que seamos hechos (-¡porque nosotros no podemos hacernos!-), consortes de la divinidad”. Por desgracia, en la traducción se dice “partícipe”, pero “consorte” significa una cosa muy fuerte. Tiene de nuevo esa carga esponsal: es “quien comparte la suerte”.

¡Qué alegría! Y vuelvo al Evangelio: “Dichosos vuestros ojos porque ven”. Qué alegría poder saber que Dios mismo comparte nuestra suerte. Es nuestro consorte; es el que comparte. Muchas veces la gente se pregunta “¿dónde está Dios en los hospitales, en las UVI o en los tsunamis?”. Pues, está en las víctimas. Está en la UVI. El otro día me pedía disculpas una autoridad de uno de los hospitales porque la capilla la habían transformado en una habitación para enfermos del covid, y yo le dije “al Señor eso no Le ofende, porque el Señor está en los enfermos del covid y no Le ofende en absoluto”.

Señor, Tú eres nuestro consorte. Todo el Misterio de la Encarnación, todo la realidad de Jesucristo es Dios queriendo compartir nuestra suerte. Haz que seamos dignos de compartir, de ser hechos consortes de Aquel que ha querido hacerse consorte de nuestra humanidad.

Vamos, simplemente, a dar gracias al Señor por este hecho que resume, de una manera muy sencilla pero muy densa, todo el Misterio cristiano.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de diciembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral

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