Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos:

En este domingo IV del Tiempo Ordinario, ¿qué nos trae la Palabra de Dios?, ¿qué enseñanza quiere transmite?, ¿qué alimento quiere darnos para nuestra vida espiritual en esta primera parte de la Eucaristía dominical que es la Mesa de la Palabra?

Nos trae, por una parte, una lectura del profeta Sofonías, en la que nos recuerda la necesidad de ser humildes, de ser sencillos, porque es la manera de agradar a Dios. Nos invita a que nos preparemos realmente para el Encuentro con el Señor, pero desde una postura de humildad y de sencillez. Y hace esa llamada y nos habla del resto del Pueblo de Israel, los sencillos y los humildes, que son los que agradan a Dios y los que Le reconocen: “Dios resiste a los soberbios, pero da su Gracia a los humildes”.

Ciertamente, la humildad no es una virtud principal, es la caridad. Pero el Señor existe permanentemente a lo largo del Evangelio y la enseñanza a sus discípulos a la hora de formarlos en la necesidad de ser humildes y sencillos. Que no es ser apocados; que no es poder inclinar la cabeza sin más; que no es hacer dejación de derechos, que son deberes. La humildad, decía santa Teresa de Jesús, es la verdad. Y la verdad, decía ella, reconocer lo muy nada que somos y lo muy mucho que es Dios. Vernos como somos: criaturas, hijos e hijas de Dios. Lo que decía san Ignacio, en el principio y fundamento de sus ejercicios espirituales. Ese punto de partida nos hará adquirir la medida justa para vernos y, sobre todo, para ver a Dios y a los demás. Con justicia, sabiendo que somos poca cosa, pero somos amados de Dios, somos objeto de Su misericordia. Somos hijos e hijas de Dios.

Pero, Jesús insiste muchas veces en la humildad. Nos dice que Dios resiste a los soberbios, como os he dicho, y al mismo tiempo nos habla de ejemplos, el fariseo y el publicano. En el Magnificat, Nuestra Señora dice que Dios “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Dios tiene otra vara de medir. Jesús alaba Dios, al Padre, diciendo: “Te doy gracias, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los soberbios y las has revelado a la gente sencilla”. Pero no pensemos en esa soberbia de película, sino en esa soberbia que nos aparta de Dios y de los demás; que desfigura nuestra realidad personal, que nos parecemos los más justos, los mejores, y siempre hacemos una comparación con los demás. Los demás, pues, no lo son tanto. Esa soberbia que se muestra en la vida familiar, en la vida de relación con los demás, en la susceptibilidad casi enfermiza que hace que nos enfademos por cualquier cosa; que nos creamos que somos el centro de todo; que queramos llevar la voz cantante en todas las conversaciones. Esa soberbia que hace que no reconozcamos nuestros errores, nuestros pecados, nuestros fallos. Y lógicamente, cuando no se reconoce, no se pide perdón, no se pide disculpas en la vida familiar. Esa soberbia es la que tenemos que ir quitando. Y la humildad nos llevará a la humildad con Dios. Para reconocernos necesitados de Él, débiles y necesitados de Él. Humildad, para con los demás. Incluso humanamente, una persona soberbia repele. Necesitamos recuperar la sencillez. La sencillez en el trato, la sencillez en la vida de familia, la sencillez con los demás sin aspavientos y humildad con nosotros mismos.

Para huir, por una parte, del complejo de superioridad que es desfigurar la realidad de lo que somos y, por otra parte, del complejo de inferioridad, como si Dios con nosotros no hubiese hecho nada, no nos hubiese tocado ni la pedrea. No. Dios ha hecho cosas grandes con nosotros. Tenemos cosas buenas y también algunas malas. Y tenemos que reconocer y dar gracias por las cosas buenas y ponernos al servicio de los demás. Y al mismo tiempo, tenemos que ver dónde están nuestros fallos, para pedirle perdón al Señor y pedir perdón también de vez en cuando a los demás. Pero la humildad es como la actitud que tenemos que tener ahora.

¿Qué quiere decirnos Jesús? Pues, nos ha hablado muy claro en la Segunda Lectura, San Pablo en la Primera a los Corintios y después el Evangelio. Jesús tiene otra lógica distinta a la nuestra. Dios tiene otra vara de medir. Ese Jesús que queda admirado por los céntimos que echa aquella mujer viuda en el cepillo del templo y dice que ha echado más que todos los que le sobran. Ese Jesús que se deja ganar por los niños, los sencillos, y que cuando los apóstoles van peleándose entre sí a ver quién de ellos es el más importante, Jesús les pone un niño y les dice que el que no se haga como uno de ellos no entrará en el Reino de los cielos. Y Jesús tiene otra lógica, y es esa lógica que expresa en las Bienaventuranzas. Esa lógica de los últimos, esa lógica de los pobres es la lógica de Dios. Esa lógica que tenemos que asumir nosotros. Y que San Pablo, al dirigirse a la comunidad de Corinto, les dice: “No hay entre vosotros muchos sabios, muchos entendidos. Dios ha escogido lo débil del mundo para confundir a los fuertes”. Lo que no vale nada, para que se vea que es Él quien hace las cosas y que nosotros no nos podemos gloriar. “Que se gloríe; que se gloríe en el Señor”, nos dirá San Pablo.

Luego, hoy nos hace el Señor una cura de humildad. La humildad es imprescindible. La sencillez, andar en la verdad, nos dirá San Juan. Y, ¿cuál es el contenido de la lógica de Jesús? Lo vemos en comparación con lo que piensa, pues el mundo, con lo que piensa la gente, y lo que nosotros nos dejamos influir. Esa mundanidad de la que habla el Papa Francisco y que hace que miremos las cosas no con la mirada de Dios, no con la mirada que nos presenta el Evangelio, no con los valores del Evangelio, sino con los valores mundanos. Y hoy nos hablan las Bienaventuranzas, que no es una pregunta de catecismo. Las Bienaventuranzas es un estilo de vida. Las Bienaventuranzas es enseñarnos cómo quiere Dios que vivamos quienes les seguimos a Jesús, quienes vivimos y queremos vivir con el estilo de Jesús. “Bienaventurados los pobres de espíritu”.

Queridos hermanos, esto no se lleva. Tanto tienes, tanto vales. Valoramos a la gente por el poder, por el tener. Es lo que se aspira en esta sociedad del bienestar, lo cual no quiere decir que aspiremos a la miseria, pero hay tantas cosas superfluas muchas veces en nuestra vida que producen esa desigualdad, escandalizante para los más pobres. Necesitamos recuperar esa pobreza de espíritu, también de sentirnos necesitados. Como veis, hace falta humildad. Bienaventurados nos ha dicho también, aparte de los pobres, nos ha dicho los mansos. Que no significa ir de bobado; que no significa ser una persona que va haciendo el tonto. Habrá que hacer el tonto algunas veces en Cristo, no porque lo seamos.

Queridos hermanos, mansedumbre. En este mundo nuestro, tan crispado, tan crispado políticamente unos contra otros, todos, todos estamos en tensión. Vivimos un contagio político y social de polarización, iba a decir de enfrentamiento. Ciertamente, verbal. Se rompen las formas, de ataques, de crispación, de enfado. Necesitamos recuperar la mansedumbre, que no es ir de bobalicones vuelvo a decir. Es ir con naturalidad y con normalidad, con un respeto exquisito a los demás.

Pues, el Señor nos invita a ser mansos con esa mansedumbre del Evangelio, que es raciodumbre, que es saberse retener, que es no dejarse llevar de la ira. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. Cuánto sufrimiento. Lo cual no quiere decir Jesús que sean felices, sino que en esa situación, encontrando la fe y encontrando el consuelo de Dios, pues sabrán sobreponerse y sabrán encontrar el sentido de esa cruz que forma parte de la vida humana. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de ser justos, de la santidad. ¿Creéis realmente que tenemos hambre de ser santos?, ¿de qué tenemos hambre?, ¿cuáles son nuestras aspiraciones?, ¿de qué tenemos hambre?, ¿de Dios o de otras cosas?, ¿de bienes materiales o de arreglar situaciones?, ¿o que salgamos de una dificultad? Tengamos hambre de Dios. Recuperemos en nuestro mundo el hambre de Dios, el hambre de Dios que tanta gente lleva en el corazón. Jesús nos llama bienaventurados. Y sí, seguimos ese camino.

“Bienaventurados los misericordiosos”, los que perdonan. Los que no son de aquellos, mire usted, “yo no olvido ni perdono”. No, porque todos tenemos fallos, porque todos tenemos defectos. Misericordiosos, mirar a los demás con la mirada del corazón, con la mirada de Dios. Bienaventurados los que trabajan, los limpios de corazón, los puros. En una sociedad como la nuestra, pansensualista; en una sociedad como la nuestra, donde ha perdido el pudor, necesitamos recuperar el valor de la pureza, de la castidad, de limpieza de corazón, del amor limpio. Necesitamos proponer el ejemplo de virtudes. Necesitamos hablar de la fidelidad de un amor limpio, del amor casto de los esposos, de los jóvenes. No son utopías las bienaventuranzas, la han vivido los santos y la vive tanta gente sencilla, tanta gente que aspira. Y esos santos de la puerta de al lado de los que habla el Papa. Necesitamos recuperar la paz, el gran anhelo de la humanidad. “Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Nuestro mundo no va por la lógica de Jesús.

Vamos a intentar los cristianos poner en práctica la lógica de Jesús para cambiar nuestro mundo y veréis cómo hacemos un mundo mejor con la paz de Cristo que como dice Él: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”. No como os la da el mundo. No es la paz del miedo, no es la paz armada, no es la paz de las desconfianzas. Es la paz de la mano abierta, del corazón entregado del cariño, del amor fraterno, del perdón.

“Bienaventurados los perseguidos por causa de ser justos”. Hay muchos cristianos que viven esta situación. El cristianismo no es fácil, el cristianismo es incómodo. El cristianismo, pues, es un revulsivo cuando se vive en una sociedad aburguesada, metida en el consumismo, en el materialismo, o cuando aquellos fanáticos, pues, se cargan a creyentes por el hecho de serlo.

Respetemos a los demás, pero exijamos que se nos respete. Vivamos esta bienaventuranza y la bienaventuranza también que es la de encontrar la cruz, la dificultad, la persecución. Vivimos un cristianismo muy cómodo. La Carta a los Hebreos dice: “Aún no habéis llegado a la sangre en vuestra lucha contra el pecado” (“a la sangre” es al sufrimiento).

PidámosLe al Señor saber encontrar en su lógica el sentido de nuestra vida, saber encontrar la paz en la enfermedad, saber encontrar la serenidad y la paz en las dificultades.

Saber, en definitiva, que Dios no nos va a dejar. Pero seamos humildes y sencillos. PidámosLe a la Virgen, que es bienaventurada -nos dice Ella-, porque Dios ha mirado su humildad. Ella nos contagia, que nos haga también a nosotros más humildes y más sencillos, y veréis cómo seremos más felices.

Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor de Granada

S.I Catedral de Granada
29 de enero de 2023

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