Fecha de publicación: 19 de diciembre de 2016

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy queridos amigos y hermanos todos:

En este último domingo antes de la Navidad, en estos últimos días, la figura que la Iglesia nos propone como referencia para nuestra contemplación, para nuestro pensamiento, para nuestra enseñanza, es la figura de la Virgen de la Buena Esperanza; la figura de María, aguardando el nacimiento de su Hijo.

Es verdad que las lecturas de hoy tendrían muchos detalles pequeños que sería precioso explicar. Voy a intentar hacerlo muy brevemente. Por una parte, ese designio providencial, por el que es un caso muy paradigmático, muy expresivo, de cómo el acontecimiento de Cristo cumple las palabras de los profetas. Las palabras de Isaías están escritas siete siglos aproximadamente antes del nacimiento de Jesús y se refieren a una circunstancia muy concreta. El pueblo de Israel era un pueblo pequeño, muy pequeño, rodeado de un gran imperio que estaba en expansión en ese momento, que era el Imperio asirio. Por otra parte, ellos conocían las promesas que Dios había hecho a David de una dinastía que permanecería para siempre, y sin embargo el rey no tenía hijos. El ejército asirio y las tropas asirias se aproximaban a Israel, y el pueblo de Israel temía que no se cumplieran las promesas de Dios, que toda su esperanza iba a venirse abajo. Y en ese momento, Isaías anuncia –la palabra que usa el texto hebreo es simplemente “la doncella”- “la doncella dará a luz un hijo”, la esposa del rey, pero que es doncella, que no ha tenido ningún hijo. Y los traductores griegos, cuando tradujeron, un siglo aproximadamente antes del nacimiento de Jesús, la palabra “alma”, que en hebreo significa “doncella”, por “pársenos”, en griego, la Virgen. Cuando los cristianos, que en tiempo de Jesús ya leían la Biblia, muchos de ellos, la inmensa mayoría de ellos, incluso en Jerusalén, en griego, dicen: Dios mío, ese es el designio providencial que rige la historia. Uno puede reconocer, como en las promesas hechas a Abraham –”Serás padre de un gran pueblo”. Y uno dice, pero cómo este pobre beduino va a ser padre de un gran pueblo. Los hijos de Abraham forman más de la mitad de la humanidad ahora mismo. Como el Magnificat de la Virgen: “Dichosa me dirán todas las generaciones”. Pero cómo una mujer de un pueblo que tiene tantos habitantes más o menos como Mecina Bombarón, un pueblecito de la Alpujarra, de unos 200 habitantes, podía decir algo tan inmenso y tan asombroso como “me van a llamar ‘bienaventurada todas las generaciones'”.

Estamos a tres mil kilómetros de Nazaret y cantamos a la Virgen. Cientos de millones de personas cantan a la Virgen. Su esperanza se ha cumplido, por muy imposible a los cálculos humanos que semejante esperanza o semejante declaración pudiera parecer. Dios es fiel y cumple sus promesas.

Otra cosa digna de explicar sería el hecho del relato del Evangelio de San Mateo, cuando habla de que san José que era justo, no quería denunciarla: la traducción española es pobre. En la nueva versión, que ha hecho la Conferencia Episcopal y se pondrá en uso en el comienzo de la Cuaresma, es un poquito mejor, mejorará algunas cosas. Porque lo que uno no entiende, por ejemplo, es que siendo uno justo no quería denunciarla; si era justo, según la ley judía, y la sospecha hubiera podido ser una sospecha de adulterio (que es lo que da a entender la versión española, pero no es así), justo lo que tendría que hacer era denunciarla; por qué no la iba a denunciar. Hay algo que no cuadra en ese relato. Permitidme que haga como una relectura, porque todo el mundo se hace preguntas cuando escucha esta traducción y se pregunta cómo era, qué pasaba, acerca del relato por sus inconsecuencias. Lo traduzco (no literalmente): se encontró con que ella estaba encinta por obra del Espíritu Santo; José, siendo justo y no queriendo exponerla a una calumnia, decidió sencillamente apartarse.

Fijaros, hay muchos indicios en el Evangelio de San Mateo, cuando uno lee la infancia de Jesús, el Nacimiento de Jesús, que él da por supuesto que todo el mundo conoce la versión de San Lucas y que la complementa con unas cuantas cosas que no están narradas en San Lucas. Por lo que José quiere retirarse es justo porque él sabe y confía perfectamente en que lo que hay en el seno de su mujer viene del Espíritu Santo. Qué es lo que el Ángel le dice a José: no te retires por el hecho de que lo que haya concebido María sea del Espíritu Santo; no te retires por eso, porque tú tienes una misión. Cuál es tu misión: darle un nombre a ese niño. Una misión que sólo un padre de este mundo, según la ley judía y la tradición judía, podía cumplir. Por lo tanto, la traducción sería: José no tengas miedo de recibir en tu casa a tu esposa por el hecho de que lo que ella haya concebido sea del Espíritu Santo. Ella tendrá un hijo y tú (ese tú está muy subrayado en el texto del Nuevo Testamento) le tienes que poner un nombre. Y ese nombre será Jesús, porque Él va a salvar a su pueblo de sus pecados.

Volvemos a la figura de María de la Buena Esperanza como figura de estos tiempos del Adviento. Hay algo en lo que nos podemos sentir perfectamente identificados, en primer lugar con la Virgen y, si queréis, con cualquier mujer que está aguardando el nacimiento de un niño: una cierta ansiedad, un deseo grande, pero al mismo tiempo como un desasosiego, una ansiedad de que el parto suceda bien, de que el niño venga bien, de que todo suceda en paz. Esa situación, que es una situación que el Señor ha dispuesto en su Providencia en la creación del hombre y de la mujer, refleja un poco siempre la situación de nuestra humanidad. La humanidad vive –San Pablo diría después- “como en dolores de parto”, aguardando la manifestación de los hijos de Dios. Pero, en primer lugar, aguardando el acontecimiento que pueda iluminar nuestras vidas, que pueda dar sosiego y paz a nuestras vidas. Jesús mismo haría referencia a ese acontecimiento del parto cuando dice ‘la mujer cuando va a dar a luz está preocupada y luego tiene los dolores del parto, pero luego se llena de alegría porque le ha nacido un hijo’. Esa es la situación de la humanidad en general.

Vivimos un desasosiego grande. Y en nuestro tiempo vivimos con la falta del horizonte de Dios, con la falta del conocimiento de Cristo; vivimos siempre ante el temor de una explosión de violencia que podría alcanzarnos a cualquiera o a todos en cualquier momento, sobre todo con el enorme poder que tienen los medios técnicos de los hombres hoy para destruir, y lo frágil que resulta el poder del amor, el poder del perdón, el perdón de la paciencia, comparados con esos medios de destrucción tan poderosos. Vivimos en desasosiego. Vivimos en ansiedad. Vivimos en temor; en temor de la muerte, en temor de la enfermedad, en temor de la violencia o del terrorismo. Vivimos sin una felicidad. Buscamos la felicidad en la compra de cosas, una compra que refleja sobre todo la ansiedad del hombre contemporáneo, una ansiedad que, además, la fomentan los anuncios, la publicidad y, de alguna manera, los medios de comunicación que viven de la publicidad.

El sentido religioso del hombre nos hace suplicar que aparezca y nos venga la paz; que nos sea dada la luz que ilumina el significado y el sentido de nuestras vidas. Muchas veces ligamos eso como a que nosotros seamos mejores y a ser más buenos, pero no es ésa la respuesta. No somos capaces de salvarnos a nosotros mismos. Lo que nosotros, quienes somos cristianos, quienes conocemos a Jesucristo, suplicamos es que venga el Salvador; que germine la tierra, la salvación, que la lluvia venga y venga desde el cielo: “Lloved, cielos, vuestro rocío, y que la tierra brote al Salvador”. Que se una el deseo del hombre y la gracia divina. Sólo la gracia divina, sólo un acontecimiento de amor… yo diría, también la mujer afronta el parto de una manera diferente si sabe que está sostenida por su marido y se siente que ese amor es capaz hacerle afrontar el dolor y cualquier cosa por la sencilla razón de que no está sola, de que están unidos frente a ese acontecimiento que es misterioso siempre y que, sin embargo, llena de alegría a un matrimonio. De esa misma manera nosotros aguardamos. Pero estamos sostenidos porque conocemos que Dios es fiel, conocemos que Dios nos ama, hemos conocido a Jesucristo.

Dios mío, Te suplicamos, ven a nuestras vidas; ilumina aquellos aspectos de nuestro corazón que están sin iluminar por tu gracia; ayúdanos en todas esas circunstancias, a veces tan pequeñas pero que nos dividen a los amigos, a las familias, a las comunidades, que dividen a la misma Iglesia; ayúdanos para que podamos hacer que la luz de Cristo resplandezca en este mundo que tanto la necesita. Que tanta necesidad de ella (ndr. la luz de Cristo) tiene, para salir de la ansiedad, para salir del temor, para poder vivir en la certeza de que estamos sostenidos por Dios.

El acontecimiento de la Encarnación estamos tan acostumbrados a oírlo, a hacer referencia a él que casi como si no nos sorprendiera, como si de la Navidad no nos quedase más que una historia tierna.

Dios mío, que Tú hayas querido compartir nuestra condición humana y mostrarnos tu amor, en una vida como la nuestra, igual en todo menos en el pecado; que Tú hayas querido venir hasta nosotros; que Tú hayas querido hacerTe –como solía decir san Juan Pablo II- “compañero de camino de cada hombre y de cada mujer en el camino de la vida”; que nunca estemos solos; que podamos afrontar cualquier situación sabiendo que Tú nos amas y que si somos torpes, nos equivocamos o hemos caído en alguna debilidad, tu perdón está siempre al alcance de nuestra mano, a las puertas de nuestro corazón, aguardando sólo una palabra de súplica para nacer en nosotros de nuevo, para venir a nosotros, iluminar, sostener nuestra vida, llenarnos de la alegría de tu amor infinito y del horizonte de la vida que nos aguarda, ya aquí y luego más allá de la muerte.

Santo y feliz Jesucristo. Santo, porque eres capaz de amarnos cuando nosotros mismos no somos muchas veces capaces de amarnos a nosotros mismos o a nuestros hermanos. Feliz, porque Tú sabes que la victoria final es de tu Amor, por mucha violencia que haya en el mundo, por mucha mezquindad que vivamos o que pueda haber entre nosotros, por muchas pobrezas que tengamos los hombres, Tú nos miras y no puedes dejar de querernos. Eso es el milagro de los milagros. Es el milagro que explica desde que el sol amanezca todas las mañanas hasta que estemos vivos, hasta que podamos dar gracias por el don de la vida y por el amanecer de cada día, justamente porque el horizonte de nuestra vida es tu vida inmortal, tu vida eterna, la participación en ese amor del que todo amor no es más que un pobre signo.

Vamos a suplicarLe al Señor en estos días “ven, ven a nuestro mundo, pero ven a mi vida; ven a mi familia, ven a mi entorno, ven a mi lugar de trabajo”. Y si no hay nadie allí que crea, si no hay nadie allí que espere tu Venida realmente, haz que yo pueda mostrar que tu Venida no nos carga, no nos pesa. Todo lo contrario, hace la vida ligera y nos llena de la única alegría que verdaderamente perdura, de la alegría que vence, la alegría de un amor que no teme a nada porque vence a todo tu amor divino que se ha hecho uno de nosotros.

Que supliquemos y que demos gracias al Señor porque sabemos que viene. Basta, Señor, que Tú quites los obstáculos de nuestro corazón y podamos recibirTe, para que la vida cambie. Y a lo mejor, no podemos cambiar el mundo entero, pero cambiará un metro cuadrado alrededor de cada uno de nosotros, o cambiarán cinco metros cuadrados en los que tu perdón, tu misericordia, tu gracia prevalecerán sobre todas nuestras pequeñeces y nuestras miserias. Y eso hace la vida preciosa y digna de ser vivida para cualquiera de nosotros. Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

18 de diciembre de 2016
S. I Catedral

Escuchar homilía

Palabras finales de Mons. Martínez, antes de la bendición final. En ellas, alude a la petición en la Oración de los fieles en la Eucaristía por los difuntos. 

A lo mejor habéis pensado “pero, si el día de los difuntos fue en noviembre. Ahora estamos preparando la Navidad, que es otra cosa”. Cada vez yo oigo más decir: pero, cómo voy a celebrar la Navidad si me falta mi abuela o si ha fallecido un hermano mío o a lo mejor he perdido un hijo. Y vinculados la idea de la felicidad, la fiesta de Navidad, al hecho de que no haya sucedido nada desagradable, o duro, o difícil.

Cómo no voy a entender que resulta difícil estar contento cuando uno ha perdido a un ser querido. El Señor lloró por su amigo Lázaro. Cómo no voy a entender lo que significa para una madre el haber perdido un hijo, o varios, en abortos. Claro que lo entiendo. Pero eso no es un motivo para no celebrar la Navidad. Es todo lo contrario. Si no hubiera nada más que esta vida, sí que no habría motivo para celebrar nada. Pero si Jesucristo viene para abrirnos el horizonte de la vida eterna… Entonces, sí. Claro que celebro la Navidad. Señor, te doy gracias; te doy gracias por haber venido y porque puedo esperar volver a ver a mis seres queridos y porque puedo esperar estar con ellos, gozar con ellos, volver a estar junto a ellos, experimentar su ternura, su amor, su afecto. Incluso a lo mejor de esos hijos a los que no he podido conocer.

No os dejéis impresionar por ese lenguaje, que es un lenguaje nihilista. Me lo dice a mi la gente: “Si son unas fiestas muy tristes porque me falta…”. Siempre nos falta alguien. Pues claro: siempre nos falta alguien. Hasta que estemos en el Cielo, siempre nos faltará alguien. Pero no celebramos que esta vida es como nosotros la soñamos; sino, celebramos que Cristo y el amor de Cristo, y la fidelidad de Dios, y el amor de Dios no pasan nunca, y podemos esperar en Él de nuevo.