No por ser hija del rey de Francia iba a pasarlo muy bien en su vida; más bien se puede asegurar todo lo contrario. El conjunto de su existencia fue una mezcla de los sufrimientos más amargos a los que puede estar abocada una persona. Ni querida, ni rica, ni cortejada, ni galanes, ni fiestas palaciegas. Más bien todo lo contrario. Fue despreciada por su padre el rey por desencanto al esperar un hijo varón y nacerle una hembra. Peor asunto cuando se descubre que a su condición de mujer se añade la fealdad de rostro y, por si fuera poco, hay que añadir la incipiente cojera. “Una cosa así” hay que sacarla de la Corte de los Valois, dirán. Es encerrada en el castillo de Linières para aprender a bordar. Allí pasará una vida monótona y solitaria sin volver a ver a su madre, Carlota de Saboya, desde los cinco años.

Luis XI es, aunque Valois, un tirano, dueño de vidas y haciendas. Ha querido casar a su hija Juana con Luis de Orleáns porque eso sí entra dentro de su juego y engranajes políticos. Ya lo tiene todo dispuesto. Los Orleáns se niegan a emparentar con la fea, coja y jorobada maltrecha Juana; pero las amenazas de muerte por parte del enojadizo rey son cosa seria y el matrimonio de celebra el 8 de setiembre de 1476 en la capilla de Montrichard, aunque el novio ni hable ni mire a la novia. A partir de este acontecimiento, sólo hay visitas del esposo a la malquerida mujer cuando lo manda el rey.

Su padre falleció en 1483 y subió al trono su hermano, como Carlos VIII de Francia; esto garantizaba a Juana que su matrimonio seguiría porque su hermano estaba muy unido a ella y la protegía. Pero el 7 de abril de 1498, su hermano murió sin herederos y el trono pasó, por la ley sálica que regía en Francia, a su esposo Luis, que se convirtió en Luis XII. Este no quería seguir casado con Juana y decidió repudiarla, alegando que nunca se consumó el matrimonio y que ella no era capaz de darle un heredero a la corona. Luego de un juicio vergonzoso para ambos, Luis consiguió el divorcio y se casó con la reina viuda Ana de Bretaña, que tampoco consiguió darle un heredero varón.

Juana, despreciada desde la cuna y carente de todo afecto humano, lejos de hundirse, se agarró todavía más al Dios que había conocido de niña y a su Madre. Para compensarla por lo ocurrido, el rey le dio a Juana el ducado de Berry y en 1499 se trasladó al castillo de Bourges, donde se dedicó a una intensa vida de caridad con los más pobres de la zona. Nada más llegar, la ciudad fue azotada por la peste y ella se ocupó de los enfermos sin resultar contagiada.

La nueva duquesa de Berry instaló en el jardín de su palacio una enorme cruz, y allí acudía cada día, incluso por las noches, a rezar, descansar y desahogar su alma. Es en ese lugar donde vuelve a escuchar la intuición que dejó la Virgen en su corazón cuando apenas tenía 6 años: “Antes de morir, fundarás una orden”.

Su confesor la hizo esperar dos años, hasta que en 1501 el Papa aprobó la regla de la nueva congregación de la Anunciación de la Virgen María, dedicada a ayudar a los enfermos y celebrar especialmente la Anunciación y la Encarnación. Tres años después, Juana emitiría sus propios votos.

“Las grandes orientaciones espirituales de santa Juana de Francia no son nuevas en la tradición de la Iglesia. Lo nuevo de ella es su relación con la Virgen”, dice una de sus primeras biógrafas, sor Françoise Guyard. Juana confesaría más tarde otra revelación de la Madre de Dios: “Debes tener los pensamientos que mi Hijo tuvo en la cruz, decir las palabras que dijo en la cruz y hacer lo que hizo en la cruz”. Al leer su biografía, se intuye cómo resonaban especialmente aquellas palabras del perdón del Señor: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Con esa actitud murió el 4 de febrero de 1505, cuando apenas tenía 40 años.