Fecha de publicación: 1 de junio de 2021

Los escritores y el pueblo bilbilitano han fijado la casa natal de San Iñigo en el barrio de los Mozárabes, donde la actual iglesia benedictina, un barrio indefenso que hacia el año mil aguantaba sobre sí los cerros fortificados de los invasores sarracenos y a sus lados el ambiente hebreo que tantas lápidas ha legado. Pocos años después de la muerte de San Iñigo existía ya allí un monasterio benedictino.

Al carácter de San Iñigo en esta primera juventud dedicó su discípulo el abad Juan de Alcocero una sola frase, pero de honda sugerencia: “Fue suave y manso aun cuando estaba en la soberbia del siglo”.

El prestigio firme de San Iñigo por este tiempo es su vida oculta y anacoreta. Los documentos antiguos configuran la primera imagen histórica de San Iñigo: Carácter de apacibilidad externa y empuje interior para entregarse a Dios en los rigores y dulzuras contemplativas de la vida eremítica y para entregarse a los hombres desde su cueva y con su hábito monacal como guía y modelo de vida perfecta.

El nombramiento de abad de Oña recayó sobre San Iñigo con anterioridad al 21 de octubre de 1034, fecha en que confirma una donación de Sancho el Mayor al monasterio de Leyre con la fórmula “Enneco Abbas Honiensis”.

El gobierno interno de San Iñigo aparece en el juicio de su discípulo fray Juan de Alcocero como de una paternalidad discreta, espiritual y popular.

La estampa final de la vida de San Iñigo fue en Solduengo donde enfermó gravemente. Al ser llevado al monasterio de noche le pareció que iban delante dos muchachos con hachas encendidas, eran ángeles. Todos los monjes recibieron al abad moribundo. San Iñigo les daba saludables consejos de amor, hermandad y observancia.

En una arqueta de plata y piedras preciosas se conservan en la iglesia de Oña las reliquias de San Iñigo, el Patrono medieval de los cautivos, que enrejaron de exvotos su altar; el Patrono de Calatayud y de Oña. Su popularidad taumatúrgica le siguió durante los siglos de la Reconquista y del esplendor de España, cuando todas las familias nobles imponían a alguno de sus hijos el nombre del abad de Oña. Iñigo de Loyola se llamaba el fundador de la Compañía de Jesús y un autor de fines del siglo, XVI llama al abad de Oña San Ignacio de Calatayud. Dos nombres y dos símbolos fundidos de un cristianismo apostólico, entero y perenne.