Nació en Francia en el año 1053. Su padre, una vez recibió el consentimiento de su esposa, se retiró a la Cartuja. Aquel ejemplo desde luego marcó la vida del joven Hugo, que sería en adelante un amante de los secretos que revela Dios Padre en el silencio y la oración.
Empieza la carrera eclesiástica siendo muy joven. Es tan piadoso que deciden hacerlo obispo con tan solo 27 años, en el año 1080 por el Papa Gregorio VII. Con el impulso de su espíritu joven, emprendió un impulso de conversión de una diócesis en las que se daba mucho concubinato entre el clero y la simonía era frecuente.
Primero con llantos y penitencias, luego con visitas y exhortaciones, San Hugo lo intenta. En un momento dado, el obispo se retira a una abadía y se viste el hábito de San Benito. El Papa le manda taxativamente volver a tomar las riendas de su iglesia en Grenoble.
La salud no le acompaña y las tentaciones más aviesas le atormentan por dentro. Vendió las mulas de su carro para ayudar a los pobres porque no había de dónde sacar cuartos ni alimentos, visita la diócesis andando por los caminos, estuvo presente en concilios y excomulgó al antipapa Anacleto; recibió al papa Inocencio II -que tampoco quiso aceptar su renuncia- cuando huía del cismático Pedro de Lyon y contribuyó a eliminar el cisma de Francia.
Ayudó a san Bruno y sus seis compañeros a establecerse en la Cartuja que para él fue siempre remanso de paz y un consuelo.
Finalmente dio resultado su labor en Grenoble tras más de cincuenta años de episcopado. La paciencia todo lo alcanza. Así, se reformaron los clérigos, las costumbres cambiaron, se ordenaron los nobles y los pobres tuvieron hospital para los males del cuerpo y sosiego de las almas.
Al final de su vida, atormentado por tentaciones que le llevaban a dudar de la Divina Providencia, aseguran que perdió la memoria hasta el extremo de no reconocer a sus amigos. Murió el el 1 de abril de 1132 y fue canonizado dos años después, por el Papa Inocencio II.