Su vida ha llegado hasta nosotros gracias a un discípulo llamado Calínico. Nació en Frigia, y fue educado por su padre, un hombre culto y estudioso que tenía la ambición de que su hijo siguiese sus pasos. Sin embargo, Hipacio se inclinó siempre hacia la vida religiosa. A la edad de dieciocho años, tras una despiadada paliza que le propinó su padre, escapó de la casa y, se dirigió hacia la Tracia.
Ahí trabajó como pastor durante un tiempo bastante largo. Un sacerdote que le oyó cantar, se interesó por él y le enseñó el Salterio y los cánticos. Tal vez por consejo de aquel sacerdote, Hipacio se unió a un solitario, un antiguo soldado llamado Jonás, con quien vivió entregado a la oración y una penitencia tan rigurosa, que, según cuenta la leyenda, ambos se abstenían de comer o de beber, a veces, durante cuarenta días consecutivos.
Posteriormente, Hipacio y Jonás se trasladaron a Constantinopla, donde éste último se quedó a vivir. Hipacio cruzó los estrechos para ir al Asia Menor otra vez e, instalado en Calcedonia de Bitinia, en las ruinas del monasterio de los Rufinos, emprendió una misión para revivir la práctica de la religión. Vivió pobremente, con duros ayunos y enseñó a sus alumnos la perfecta obediencia y el temor de Dios a todos. Cuando llegó a gobernar a una gran comunidad de monjes, se constituyó en un defensor de la fe.
Aun antes de que los errores de Nestorio fuesen condenados por la Iglesia, el abad hizo que se borrara el nombre del jerarca de los libros oficiales de su iglesia, a pesar de las protestas del obispo Eulalio de Calcedonia. Cuando san Alejandro “el Acemeta” y sus monjes huyeron de Constantinopla a Bitinia, fue Hipacio quien les dio hospitalidad generosa en su monasterio. San Hipacio, apodado “el estudioso de Cristo,” se hizo famoso por sus milagros y profecías. Al parecer, murió a a la edad de ochenta años.