No se conocen con precisión algunos datos de sus primeros años, pero se sabe que Diego de Alcalá nació en San Nicolás del Puerto, Sevilla, en el seno de una familia cristiana. Educado en una vida devota, de joven empezó a visitar a un sacerdote que vivía en una ermita dedicada a san Nicolás de Bari, en las montañas vecinas a su pueblo natal.
Entrará en el eremitorio de la Albaida, en Córdoba, donde se alimenta del espíritu de los Terciarios Franciscanos que lo regentaban. Fue admitido en el convento de la Arruzafa, en donde hizo su profesión religiosa, empleándose en tareas humildes como la de hortelano.
Se le atribuyen muchos milagros, como el de la resurrección de un muerto con el contacto de un hábito suyo viejo o la curación de muchos enfermos. Es enviado a Fuerteventura, a la vicaría de la orden en las Canarias, que no estaba en una buena situación. Alcalá llevó a cabo una labor de apostolado admirable, pero es llamado de vuelta a Castilla.
En 1450, peregrina a Roma en Año Jubilar y por el Capítulo General de la Orden Franciscana, con tal suerte que allí se desencadena una epidemia que afecta a la gran cantidad de peregrinos congregados. Con ese espíritu solítico tan propio de San Francisco, Diego Alcalá se presenta en la enfermería con tal genio que le encargan la dirección de la misma.
En el 56 acaba en Alcalá de Henares, llevado para acompañar la fundación de una nueva comunidad franciscana. Se cuenta que allí, llevando mendrugos de pan escondidos en su hábito para los pobres. Un superior le sorprende y le recrimina que diese limosna a extraños con parte de la comida necesaria para los religiosos, Alcalá responde: “¡Pero si son rosas!”, y en eso parece que se transformaron ante la mirada atónita del otro.
San Diego Alcalá murió en 1463, bajo ese halo de santidad, por una de las muchas enfermedades que le achacaron en vida, abrazado a una cruz de madera que solía llevar consigo.