Fecha de publicación: 2 de febrero de 2022

Muy queridos hermanos y hermanas:

Siempre, cada año, este día es un día precioso, de una gratitud y de una riqueza especial. La liturgia siempre es una realización presente de la Historia de la Salvación, de la Escritura y, especialmente, del cumplimiento de las promesas y de la alianza en Nuestro Señor Jesucristo. Pero yo creo que ese enlazarse de símbolos y de significados de unos con otros en esta fiesta de la Presentación del Señor, se hace especialmente intensa, especialmente significativa, especialmente fuerte.

Nos hemos acercado a la Eucaristía con luces encendidas en nuestras manos, portadores de la luz de Cristo. Brilla todavía cerca de nosotros la luz de la noche de la Navidad. La luz de del Hijo de Dios, que ha venido a manifestar la infinitud del amor de Dios a nuestro mundo, a nuestras vidas, a la de cada uno de nosotros y al mundo entero, y así hacer luminosa nuestra vida para quienes moraban en tinieblas y en sombras de muerte. Les iluminará “la luz que nace de lo Alto”, Jesucristo, que brilla ahora en nuestras vidas.

Por otra parte, esta celebración, en la que el Hijo de Dios es llevado por sus padres al templo, es, de alguna manera, un anticipo de la Pasión del Señor. Y es que esa es otra luz en nuestra vida, porque en la Pasión se cumple el designio de Dios. En la Encarnación, en la Pasión, el Señor se entrega, entrega Su vida por nuestra vida. Para rescatar a los siervos, entregaste al Hijo. Y ese anticipo de la Pasión es otra luz que brilla en nosotros del Misterio Pascual. Hablo de la Pasión y de la cruz, pero incluyo la resurrección y el don del Espíritu Santo, que es lo único que realmente justifica el gesto de nuestras luces, el gesto de estar aquí esta tarde: la conciencia agradecida del don de nuestro Bautismo.

La conciencia igualmente agradecida de esa consagración especial de la que la inmensa mayoría de los que estáis participando en esta Eucaristía sois sujetos activos. Os habéis consagrado al Señor en los mil carismas y formas de vida que esa consagración tiene en la vida de la Iglesia. Unos más vivos, más radiantes, otros probablemente más humildes, más escondidos, pero el brillo exterior de nuestros carismas no tiene que ver con la verdad de lo que somos. Es la verdad de nuestra ofrenda a Dios que sigue, que se prolonga. Más aún, es Cristo quien se presenta de nuevo al Padre en Su cuerpo, y de una manera especialmente singular en vosotros. Es Cristo quien se ofrece al Padre de nuevo por la salvación del mundo. Nosotros, como en la Ascensión, arrastrados por Él, somos el séquito del Rey que acompaña a Cristo en su camino, en su descenso hasta nuestra tierra, hasta el abismo para rescatarnos a nosotros y llevarnos con Él al reino de la vida.

En la monición preciosa que habéis leído al comienzo de la Eucaristía, se decía “vamos a renovar nuestra consagración”. Renovémosla con un corazón abierto y ensanchado, agradecido. Yo quisiera llamar la atención sobre cómo el hecho de nuestra consagración es siempre una respuesta. Quizá por la herencia espiritual del mundo en el que venimos, insistimos mucho en toda la relación nuestra con Dios y de Dios con nosotros, en lo que nosotros hacemos cosas por Dios. En el compromiso que nosotros asumimos, en el don que hacemos nosotros a Dios, en el papel que nosotros tenemos. No quiero disminuir nada de eso. Sólo quiero decir que ese don responde siempre a un don primero que el Señor nos ha hecho a nosotros. El don de la vida, el don de la fe y de la comunión de la Iglesia, el don de la consagración. Como decía un Padre de la Iglesia: “A Dios nadie le da nada que no se lo haya dado Él primero”. Y esa circularidad, que aparece en la meditación del Acontecimiento de la Presentación de Jesús en el templo, Jesús se ofrece al Padre y, al mismo tiempo, se ofrece a nosotros y, al mismo tiempo, el Padre nos ofrece a nosotros a su Hijo. Esa especie de circularidad que se da en esa escena, en este misterio de la vida de Jesús de una manera especial, pero que se da en toda la vida de Jesús y en nuestra vida. Y tomar conciencia de que nada que nosotros hagamos por el Señor es en realidad lo primero; que siempre el Señor nos precede, que la Gracia nos precede. El Señor, como ha dicho tantas veces el Papa Francisco, nos primerea. “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero”.

Ahora yo os invitaría a que cada uno pensase en su propia persona, en vuestra propia vida. Antes de que nosotros hayamos podido dar el paso más pequeño hacia el Señor, Él lo ha dado hacia nosotros. Antes de que nosotros podamos consagrarle nada al Señor, Él se ha consagrado a nosotros, a cada uno de nosotros, con un amor singular, único, de preferencia, inimaginable. Con un amor total, que es lo único que da sentido y hace que vuestra consagración no sea un exceso de nada. Vuestra consagración es la respuesta más plena, más sabia, más lúcida al don fiel, insuperable, inefable, del amor de Cristo por cada uno de nosotros; de la donación que Cristo hace de su propia vida a nosotros, entregándonos su Espíritu Santo y haciéndonos partícipes, mediante ese don, del Espíritu de la vida divina.

El lema de este año, como un eco de todo el camino que el Santo Padre ha propuesto a la Iglesia de sinodalidad, es decir, de “caminar juntos”, pone de manifiesto que normalmente no caminamos juntos. Es verdad que si cada uno está en su puesto entregando la vida prácticamente sin límites, quedan muy pocos ratos a lo mejor para compartir, porque está uno entregando la vida a su misión. De eso hay mucho en vuestras respectivas instituciones. Porque no nos sobran las personas y no nos sobra tiempo en la vida muchas veces. Pero el saber que cuando decimos “nosotros” no me refiero solamente nunca a la institución en la que yo pertenezco, al carisma que yo vivo, sino que todos los demás forman parte de ese “nosotros” que es la Iglesia de Cristo, la Esposa de Cristo, el Cuerpo de Cristo; que todos estamos unidos en el mismo cuerpo y que, en ese sentido, cuando la vida nos da la oportunidad, cuando las circunstancias lo hacen posible, hemos de acercarnos unos a otros con afecto, con interés, sin desentendernos unos de otros, deseando ayudar, deseando que la vida florezca lo mejor en este otro carisma que no es el mismo que el que yo vivo, pero que es igualmente bello y sin el cual la Iglesia no sería la Iglesia. Y esa actitud de deseo, de unión con los demás, de cercanía con los demás, de caminar juntos. Es verdad que –repito- las tareas son mucho más grandes a veces que las posibilidades de circunstancias, de tiempo. Pero también es verdad que hay muchas oportunidades en las que nos encontramos, de una forma o de otra. Que nunca nos encontremos como extraños. Que nunca seamos indiferentes unos de otros. Que siempre podamos mirar a la otra persona, a la otra institución, al otro colegio y hasta a la otra comunidad con una mirada de afecto y deseando su bien. Que pidamos por su bien. Que podamos acercarnos y apoyarnos los unos en los otros.

Y no sólo por necesidad nuestra, que la hay, sino porque sólo así somos fieles al designio de Dios. Al fin y al cabo, la vida cristiana es una participación en la vida trinitaria, en la comunión de las tres Personas divinas. Y la vida consagrada es una comunión mucho más intensa. Es una participación plena con la unión de Cristo y de Su Esposa, justamente en la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Que eso se pueda reflejar en nuestra vida, de los modos que nuestra pobreza sea capaz de imaginar o de llevar a cabo. Se lo pedimos al Señor. Así resplandecerá en el mundo, no de tal grupo o de tal institución, sino que resplandecerá la belleza de la Iglesia. La belleza de ser cristiano es lo que lo que el mundo necesita ver, lo que el mundo necesita encontrar.

No lo olvidemos, el Señor puso la comunión como condición de la fe: “Padre, que sean uno, como Tú y Yo somos uno, para que el mundo crea que Tú me has enviado”. Que pueda el mundo que tenemos alrededor nuestro, en nuestra ciudad, percibir ese anhelo de comunión, de ayuda mutua. Es algo grande y forma parte de la llamada que el Espíritu Santo hace hoy a las iglesias.

Que podamos responder a esa llamada con sencillez, con humildad, con nuestras capacidades y nuestras fuerzas para que Jesucristo sea más conocido, más amado y para que pueda resplandecer en nuestro mundo tan, tan atomizado, tan lleno de fuerzas centrífugas.

Que pueda resplandecer la gloria humana de Cristo, esperanza única de los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de febrero de 2022
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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