Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, del que todos nos sentimos agradecidos de formar parte, también yo como obispo, también mis hermanos sacerdotes;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
hermanos y amigos todos:

Es ésta una fiesta singular. La Virgen está tan metida en las entrañas de nuestra fe y de una manera tan profunda y tan desde el comienzo que parece que nuestra fe católica es inseparable de un amor, de una confianza, de una protección de la Virgen. Las advocaciones de la Virgen en nuestros pueblos y en los pueblos que han sido evangelizados por nuestra patria es tan desbordante que son inagotables casi las advocaciones. Estamos acostumbrados a oír que Pilar es un nombre de mujer, pero pilar designa ante todo una columna.

Luego hay otros nombres menos frecuentes, como Montaña o Valle, el mismo nombre de Angustias, tan frecuente en Granada. Cuando lo oyen personas de otros entornos culturales dicen “¿pero cómo una mujer puede llamarse Angustias? No, no es una mujer, es la Madre de Dios que ha asumido todos nuestros dolores y todas nuestras angustias y nuestras ansiedades. Justamente, y nos protege. Nos protege con su manto, como cantamos en el himno de la Virgen de las Angustias. Dar gracias por nuestro catolicismo que lleva consigo ese amor y esa confianza en la Virgen. No es difícil, no tendría que ser difícil. Es más, no sé si la palabra sentirse orgulloso de ser católico no es una expresión muy cristiana, porque el orgullo es un pecado. Pero sentirse profundamente agradecidos, gozosamente agradecidos por ser cristianos, por ser católicos, por haber recibido muy tempranamente el I Concilio de la Iglesia antes de que se convirtiera Constantino y, por lo tanto, antes de que el Estado romano o el Imperio Romano, porque la palabra Estado es una palabra moderna; pero antes de que el Imperio Romano se aproximase y apoyase de algún modo la fe cristiana si hubiera tenido lugar, hubo en el antigua Elvira un Concilio que reunió a ochenta obispos en el entorno de donde nosotros estamos hoy, en torno al 304, 306. Y eso es una muestra de lo arraigada que estaba ya la fe en lo que hoy llamamos España en los primeros siglos cristianos. Decimos en todos los prefacios de la Misa, me lo habéis oído repetir cientos de veces sobre todos los sacerdotes, porque -lo repito- también en cada funeral de cada sacerdote o en cada funeral en el que tengo la ocasión de participar, “es justo y necesario darTe gracias siempre y en todo lugar. Es nuestro deber, nuestra salvación”. Por lo tanto, si hoy nosotros damos gracias, damos gracias porque hemos conocido a Jesucristo. Damos gracias porque, sin mérito ninguno de nuestra parte, hemos nacido en un pueblo cristiano; hemos aprendido lo que significa vivir en un pueblo cristiano. Y yo creo que todavía no nos damos mucha cuenta del bien que eso significa.

A medida que la sociedad global, por razones muy evidentes y muy explicables humanamente, se aleja de la Tradición cristiana, se pierde el sentido de la vida humana, se pierde el sentido de todo aquello que en la vida humana trasciende el mundo animal. Nuestras vidas pasan a ser algo mucho más valioso que el que los insectos o que las ranas, funcionamos exclusivamente por instintos, por luchas de poder y un mundo reducido a poder y a luchas de poder es un mundo en el que no merece la pena vivir. El fruto, aunque no lo digamos con las palabras con que yo lo acabo de decir, que en el fondo eso define nuestra actitud ante la vida, más incluso que nuestra Tradición cristiana, es lo que pone de manifiesto las crisis matrimoniales constantes, la cantidad de bodas nulas que se celebran, la carencia de hijos. Lo que San Pablo II llamaba la “cultura de la muerte” y que entendimos todos como si fuera un eslogan pastoral y no era un eslogan pastoral. Es una realidad. Cuando la gente de fuera viene a España y dice, bueno, en Andalucía todavía tenéis niños, pero la España vacía es una España que se muere. Y sin embargo, no podemos dar gracias porque nuestra fe católica sin dar gracias por todas las circunstancias que han hecho posible que la fe llegara hasta nosotros y que la fe sea todavía entre nosotros una realidad viva. Yo acabo de celebrar, no hace un mes, la Virgen de las Angustias, y uno podía ver ahí un pueblo parecido al que se encontraba Jesús cuando multiplicó los panes y los peces, o al que entró en Jerusalén con Él el Domingo de Ramos. Hay entre nosotros una conciencia de que tenemos necesidad de Dios, pero de que tenemos una necesidad que sabemos que no es, que no se encuentra con un vacío o con un silencio, se encuentra con una presencia maternal, la Virgen, se encuentra con el Espíritu, con el Espíritu del Hijo de Dios que nos es dado y que nos permite vivir como hijos de Dios. ¿Significa eso que vamos a tener salud siempre? No. ¿Significa que no va a haber desgracias o dramas en nuestras familias? No. ¿Significa que no vamos a morir, que vamos a defendernos siempre, a poder defendernos siempre de la muerte, o que la medicina va a encontrar los modos de que vivamos? No. No nos arranca de nuestra condición humana, pero nos permite vivirla de una manera completamente diferente en la fe, en la esperanza, en el amor.

Las tres realidades que Jesucristo, con su Misterio Pascual, ha introducido en nuestra historia y una vida de fe es una vida de creencias sobrenaturales. Sólo es una vida de la fidelidad al designio bueno de Dios, de fidelidad. Una vida de fe es la vida de quien sabe que mi Padre no me va a dar nunca algo malo, nada. Si le pido un pan, no me va a dar una piedra. Y si le pido un pescado no me va a dar una serpiente. “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?

Damos gracias a Dios por ser cristianos, por ser españoles -yo diría-. Estamos ante la tumba de Isabel la Católica, que, como sabéis, está en proceso de beatificación. Y yo aprovecho la ocasión para invitaros a que le pidáis gracias, a que le pidáis milagros, porque no hay nada que ahora mismo obligue a detener ese proceso y, por lo tanto, podemos, podemos suplicar. ¿Y si tuviera la experiencia de un verdadero milagro? Comunicadlo, comunicadlo. Yo creo que es una figura muy singular, y una figura llena de… sólo pensando en cómo educaba a sus hijos, sólo pensando que cuando ardió el campamento de Santa Fe y ya de noche, en mitad de aquella toma de Granada o de aquel sitio a Granada, pues se durmió orando y por eso ardió el campamento, porque se cayó ella en la tienda donde estaba orando, dormida; sólo pensando cómo trató a los reyes derrotados. Cómo fue que poca sangre hubo en aquella guerra. Hubo capitulaciones y cómo trató a los vencidos que los mantuvo sentados a su propia mesa. Es tan diferente de las guerras modernas que, Dios mío, damos gracias. Damos gracias porque fuera la Reina Católica la que recomenzó en nuestras tierras, mediante una segunda evangelización, la gran aventura cristiana que no ha terminado, que no terminará mientras el mundo sea mundo, porque el Señor lo ha prometido: “Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Vamos a dar gracias a Dios por nuestra fe y por toda la historia de nuestra fe. Vamos a dar gracias a Dios también por la realeza. La realeza -dejadme decirlo y me meto en un terreno que roza cosas que no estamos acostumbrados, pero que yo creo que son profundamente íntimas al pensamiento cristiano- no es simplemente la monarquía. Es mucho más que la monarquía. La monarquía significa que el gobierno de un pueblo está confiado a uno. Yo diría que Estados Unidos, aunque sea una república, es una monarquía, porque el presidente de los Estados Unidos tiene más poder que han tenido los reyes nunca. Y lo mismo podríamos decir de Putin, o podríamos decir de muchos otros de los gobernantes de hoy. Son verdaderamente monarquías y monarquías más despóticas, porque son el gobierno de uno y de la voluntad de uno que se impone, que se impone a un pueblo; también lo decía san Juan Pablo II, que una democracia sin un sustento religioso y moral se convierte en una dictadura descaradamente encubierta. Nosotros lo que tenemos es que la realeza es más que la monarquía. La realeza tiene algo de religioso, tiene algo, siempre, siempre, siempre. Y no importa. No es lo más fundamental las virtudes o las cualidades ni siquiera que puedan tener los reyes. Son un símbolo, son un signo, son un signo de la vocación a la unidad de un pueblo. Son uno, junto con la fe católica, uno de los dos únicos signos que ahora mismo tendríamos con sentido. Y por eso la realeza es una realidad cristiana.

La monarquía ha existido siempre. El Imperio Romano, el Imperio persa, las monarquías han existido siempre, a pesar de que tengan métodos que parecen no monárquicos. Pero la realeza es una creación cristiana porque es una creación que tiene que contar y en la Edad Media todavía más. E Isabel la Católica era en ese sentido una mujer de la Edad Media. No era una monarca absolutista, lo era su marido. Pero ella no. Tenía que contar con unos equilibrios de fuerzas que suponían de hecho la participación de todo el pueblo en el gobierno de lo que entonces se llamaba todavía los Reinos, los Reinos de España.

Pidamos al Señor también por nuestros gobernantes. Pero pidamos sobre todo por nuestros reyes, que sepan mantener la cohesión y la unidad y la misión de la Iglesia en favorecer la unidad, no dividir. En el Concilio, en una de las primeras frases del Concilio dice: “Cristo es la luz de los hombres, y la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal o signo, signo eficaz de la vocación de todos los hombres a la íntima unión con Dios y a la unidad de todo el género humano”. Cuando creemos en Cristo, buscamos la unidad, trabajamos por la unidad, y si no, aunque nos llamemos cristianos, a lo mejor no creemos de verdad en Cristo. A lo mejor, no somos cristianos del todo. A lo mejor, vivimos en una conciencia más secular que otra cosa y dejamos que el juego de la política, los juegos de la política, cambian sus variables. Pero nuestra vocación a la unidad no podemos prescindir de ella si estamos bautizados.

Te pedimos, Señor, por nuestra unidad. Yo te pido por la unidad de España, que es un bien que hay que proteger, que hay que cuidar, que hay que defender, que hay que sostener. Te pido por nuestros reyes y por la Familia real. Y te pido por nuestros gobernantes, Señor, que no destruyan. Es muy fácil destruir, muy difícil construir. Pero que no destruyan; que no destruyan al ser humano, que no destruyan a la familia, que no midan todo por los votos, que no hagan una política miope; que puedan encontrar un pueblo que sabe lo que quiere. Los tiranos siempre se han apoyado en la pasividad del pueblo, siempre necesitan de los dictadores y no crecen más que cuando el pueblo es dócil y se deja arrastrar por los discursos, por las mentiras o por las propagandas de los dictadores. Tenemos que pedirLe al Señor ser un pueblo, un pueblo cristiano que sabe lo que quiere, que sabe cuál es su vocación, que no es manipulable. No somos manipulables, no estamos en venta. Nuestra dignidad de hijos de Dios no nos las da el Estado, nos la da Jesucristo, el Hijo de Dios, que nos da Su Espíritu y nos hace hijos de Dios. Y esa dignidad nadie tiene el derecho a arrancárnosla, ni puede, aunque quiera. Tenemos que pedir, por lo tanto, por nosotros, por el pueblo cristiano. Eso es pedir por la Iglesia. Pedir por la Iglesia no es pedir por los curas. Es pedir que seamos el pueblo que Dios quiere; que tomemos las riendas de nuestra responsabilidad en la historia. Y tenemos que pedir por toda América Latina, por el mundo entero. Pero América Latina nos corresponde un día como hoy, día de la Hispanidad, una vocación especial.

Señor, que los pueblos cristianos de América Latina -y Granada tiene un vínculo especial con América Latina, es obvio- oremos por ellos. Ayudemos en la medida de lo posible a sostener los que emigran y los que vienen, que los acojamos como verdaderos hermanos nuestros.

Alguien me preguntaba no hace mucho, ¿reza la gente en la tumba de la Reina Católica? Y no era una pregunta baladí. Tiene mucho que ver con su posible beatificación. Y quien lo preguntaba no era tampoco un cualquiera. Pues, le dije: rezan los latinoamericanos, la verdad es que los españoles rezamos muy poco. Lo dejo caer. Tenemos que rezar. Tenemos que pedirLe al Señor, pero con confianza, que nos sostenga, que nos sostenga a todos en la fe, en la esperanza y el amor, que es para lo que está hecho el corazón humano. Si somos testigos de esa fe, de esa esperanza y de ese amor, el cristianismo volverá a crecer en este mundo nuestro, como creció en los primeros siglos de la Iglesia. Esa es nuestra vocación histórica. En este momento en que vivimos.

Que la intercesión de la Virgen del Pilar -“columna” significa pilar- nos sostenga en la columna de la vida cristiana firmes, bellos, como la columna de un templo que nos sostenga en el camino de la historia y que podamos tener esa misma fecundidad que hemos tenido, llena de frutos de santidad en nuestro pasado.

Que así sea para vosotros, para todos los que formamos la Iglesia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

12 de octubre de 2022
Capilla Real de Granada

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