Homilía de Mons. Javier Martínez, arzobispo emérito de Granada, en la misa de despedida como arzobispo de la Diócesis, al haberse aceptado la renuncia por motivos de edad al cumplir 75 años. La Santa Misa se celebró en la Catedral, el 25 de febrero de 2023.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Nuestro Señor Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy querido Sr. Nuncio, representante del Santo Padre en España (gracias por estar aquí y gracias también por servir al Santo Padre con su ministerio entre nosotros. Le suplico, y sabe usted que no es ninguna fórmula hecha, que le dé las gracias al Papa Francisco por su ministerio, por su enseñanza, por su libertad y su fortaleza, por todo el don de su vida -también en unas condiciones de salud limitadas en muchos momentos-, justamente al servicio de la verdad y de la caridad);
muy querido don José María;
queridos arzobispos y obispos, que habéis querido acompañarme esta mañana; miembros de comunidades religiosas, de cofradías, de comunidades y de movimientos, de grupos apostólicos;
muy queridas autoridades civiles y militares, tanto municipales como autonómicas;
queridos hermanos y amigos todos (y uso la palabra amigos como el Señor la usó en la Última Cena):

Le he pedido mucho al Señor que esta homilía fuera, pues como tantas veces hemos compartido en los domingos, algunos pensamientos que me parecen especialmente útiles o que pueden serlo. Le pido al Señor que lo sean, en esta celebración de acción de gracias. Que no os equivoquéis. Tenía razón D. José María: no es una celebración de despedida, porque los cristianos no nos despedimos nunca, ni siquiera en la muerte, por lo tanto, menos aún en esta vida. Por supuesto, que me despido como Arzobispo de Granada, aunque siga viviendo entre vosotros y siga siendo arzobispo hasta el día de mi muerte. Pero no soy vuestro pastor. El Señor, en Su designio, ha dispuesto que D. José María lo sea. Y vais a vivir su pastoreo, con el mismo gozo, con la misma gratitud a los designios de Dios con que habéis vivido muchos de vosotros al menos el mío.

Quiero que mi primera palabra sea acerca de la Virgen y sea una palabra de gratitud a la Virgen. Decía, no es una Eucaristía de acción de gracias. Ciertamente, no a mí. Ciertamente, el único que da gracias a Dios, el único protagonista de cada Eucaristía, tanto ésta como la de El Golco, o Válor, o el pueblecito más perdido de las Alpujarras o del Valle de Lecrín; el protagonista es Jesucristo y lo que acontece hace de ese lugar el centro del mundo. Porque viene Jesucristo a unirse a Su Iglesia, a unirse a nosotros, a unirse a la humanidad herida, dolida, sufriente y aportar, en ese panorama que a veces nos parece tan oscuro, una luz de esperanza y de alegría. Por tanto, nos unimos todos a la acción de gracias de la Iglesia por Jesucristo, con Él y en Él, que es quien da al Padre, el único que le da al Padre honor y gloria adecuados, por los siglos de los siglos.

Decía que mi primera palabra quiero que sea para la Virgen, porque Ella ha guiado mi historia. Y no porque yo lo mereciera. Veréis, no puedo presumir de ser una persona especialmente piadosa, en el sentido normal al menos que tiene la palabra piadoso. Pero, desde que con 13 años, en aquella capilla del Seminario Menor de Madrid, donde había una imagen de la Inmaculada y yo le regalé, para el día de la Inmaculada, a la Virgen una orquídea como señal de consagración, Ella nunca me ha dejado solo, nunca ha dejado de guiarme en la historia y tengo…, podría daros miles de ejemplos, pero en los momentos más difíciles, más oscuros, donde uno podría venirse abajo, Ella no lo ha permitido y Ella ha salido al paso por delante de mí. Y luego, he aprendido del pueblo cristiano a quererla más y más, y a quererla de un modo diferente.

Y eso quiero explicároslo. Una vez, una mujer, en el contexto de la Semana Santa, me pedía poder acompañar de cerca el paso de la estación de penitencia de una Virgen a la que había servido como camarera muchos años. Durante todo el tiempo que pasó la Virgen, esta mujer lloraba y yo la oía, la oía sollozar. Cuando se acercó a mí, al final de la estación de penitencia, me quiso dar las gracias. Y yo le pregunté sencillamente: “¿Quieres mucho a la Virgen, verdad?”. Y la respuesta fue: “Muchísimo, D. Javier. Pero lo que usted no puede ni siquiera imaginarse es lo que Ella me quiere a mí”. ¡Qué pena! Cuántas veces hemos despreciado ese cristianismo popular, que no es religiosidad popular (la religiosidad es una cosa muy vaga). Lo que nosotros tenemos en nuestros pueblos es cristianismo popular. Pero un cristianismo que no tiene pueblo es un cristianismo agonizante. Y nuestro cristianismo tiene pueblo en buena medida gracias a la conservación del sentido de pueblo que transmiten las comunidades, muchas comunidades cristianas y, ciertamente, las cofradías. No somos cristianos como individuos.

Uno de los puntos menos tenidos en cuenta y menos subrayados y más importantes del magisterio del Papa Francisco es “el todo viene antes que las partes”. El todo no es la suma de las partes. El todo, la Iglesia no es la suma de los cristianos, la sociedad no es la suma de los individuos, y menos aún de los ciudadanos u otras palabras todavía que se usan en nuestra sociedad para describir a las personas. No. El todo viene antes. Pertenecemos a un pueblo, pertenecemos a una familia. Aunque el neoliberalismo dominante trate de atomizar la sociedad y de dejarnos completamente solos frente a los poderes económicos, militares, políticos del mundo. No. Pertenecemos a un pueblo. Y nosotros sabemos que ese pueblo se llama Iglesia. Y que en nuestra pertenencia a la Iglesia nuestras vidas crecen y florecen, sencillamente se hacen grandes, dan de sí lo mejor de nosotros. Y ese pueblo comienza con una mujer, que es la madre de Jesús, que es la Virgen María. Con una mujer.

No hace muchos años y leyendo algunas cosas de los Padres de la Iglesia, he caído yo en la cuenta de un límite que tenía mi relación con la Virgen o mi comprensión de la relación que Ella tiene con nosotros. Madre del pueblo cristiano, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos… Hemos acudido a Ella así tantas veces y seguiremos acudiendo. Pero hay un aspecto que yo quisiera subrayar, que no lo olvidéis: la Virgen es el comienzo de la Iglesia y la realización plena de la Iglesia. La Virgen es el espejo de la Iglesia. No simplemente la Madre de Jesús a la que acudimos para que nos ayude, sino también la criatura supremamente bella, supremamente que realiza la vocación humana en toda su plenitud y, por lo tanto, a la que seguimos nosotros pobremente, desde nuestra historia, desde nuestra pobreza, la de cada uno, pero como una referencia permanente. Y eso ha cambiado mi modo y he ayudado -he podido ayudar o me ha permitido Ella ayudar- a algunas personas a que cambie el modo de rezar la primera parte del Avemaría, que yo, en mi torpeza, siempre había pensado que era una serie de piropos que el Ángel le decía a la Virgen y que estaba yo muy contento de repetírselos, pero no le daba más trascendencia, no le daba más significado. No. Las palabras que el Ángel le dice a la Virgen nos las dice a cada uno de nosotros. Por supuesto, nosotros no somos de la misma manera, pero participamos del destino de la Virgen y Su destino ilumina el nuestro. Y todas las palabras de la primera parte del Avemaría se pueden aplicar a cada uno de nosotros. Repito, con sus diferencias. Nosotros no estamos llenos de gracia. A veces, estamos llenos de pecados y anhelamos esa gracia. Pero a nosotros nos dice el Ángel “no llena eres de gracia”, pero sí nos dice lo que le decía San Pablo “Te basta mi gracia”. Probad. Probad alguna vez a meteros en el Avemaría de esa manera, a abrir en vuestro corazón una nueva mirada sobre la Virgen, que no es alguien a quien acudimos en los momentos de dolor o de dificultad solamente, sino la Belleza Suma que también anhelamos en nuestro corazón: la belleza de unas relaciones humanas, la belleza de un pueblo, la belleza de una iglesia. Ella es la primera Iglesia y en ella se cumple en plenitud lo que nosotros anhelamos para nosotros, para las personas a las que amamos, idealmente, para el mundo entero.

Segundo pensamiento. Tiene que ver con el Evangelio de hoy, que es el que corresponde y no he querido yo cambiarlo. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Dios mío, no sé si tenemos conciencia suficiente -cada vez la tenemos más, yo creo- de que nuestro mundo está enfermo, muy enfermo. A veces, porque miramos las cosas con otra perspectiva pensamos que nuestro mundo es muy malo o que está regido por personas muy malas, o que a veces nos equivocamos. En mi historia de sacerdote, casi siempre que me he encontrado con alguien, incluso obrando de maneras que uno puede decir “esta manera de obrar, es espantosa”, siempre me he encontrado con que había una herida detrás, heridas de muchas clases. Nuestro mundo está herido. El cambio de época del que habla el Papa Francisco tiene en gran medida ese significado. Es un mundo herido. Es un mundo enfermo. Y no me refiero yo ahora –diríamos- a nuestro pequeño mundo de las noticias de nuestro ámbito nacional o español. Es un mundo muy enfermo, todo él. Y me dejáis decirlo, ocultaría algo de lo más profundo de mi experiencia humana si no lo dijera: es un mundo enfermo de falta de Jesucristo. Porque Jesucristo, los que hemos crecido en ambientes católicos hemos tendido a pensar que era una especie de adorno en nuestras vidas, una cosa que nos ayuda a ser mejores o más buenos, o que nos sostiene también en nuestros momentos de dificultad, o así. No. Jesucristo revela el hombre al hombre mismo, nos descubre la sublimidad de nuestra vocación. Jesucristo no ha venido para sostener encapsuladas una serie de prácticas del siglo XVIII, o así. No. Jesucristo ha venido para dar a los hombres, a todos los hombres el horizonte de una esperanza, porque hay un médico. Cuando nosotros decimos que el mundo está enfermo, no nos quedamos en la queja. Demasiadas veces en nuestros ambientes cristianos hay un lenguaje de queja, de lamento, que sirve al final para justificar nuestra inactividad o para justificar nuestra pereza o para justificarnos a nosotros mismos.

No. Hay que poder juzgar a este mundo, pero lo puede uno juzgar desde el amor infinito con el que Dios ama a este mundo de pecado, por el que Cristo se hizo Él mismo carne de pecado, para poder -como un médico limpio, decía un Padre de la Iglesia- acercarse a nuestras llagas y librarnos de ellas. O como dice la Carta a los Hebreos, para arrancar del poder de aquél que por temor a la muerte nos tiene toda la vida sometidos a esclavitud, para arrancarnos de esa esclavitud y hacernos libres, hijos libres de Dios. El problema no es exclusivamente que en el mundo actual crezcan las dictaduras -que crecen, claro que crecen y seguirán creciendo si falta Jesucristo. El problema es que los pueblos que hemos sido cristianos hemos perdido el amor a la libertad y nos quejamos, pero no somos capaces de testimoniar que otro mundo es posible, que otra vida es posible, que otras relaciones humanas son posibles, que son posibles unas relaciones humanas bellas, verdaderas, buenas, donde todos crecemos.

Por supuesto, eso supone comprender el corazón de la fe cristiana: que Cristo es el centro del cosmos y de la historia; que Cristo es el Señor. Lo decimos mil veces. Pero, si nos preguntamos a nosotros mismos o preguntamos a otro “¿tú crees que Jesucristo es lo más importante en tu vida?, ¿Jesucristo es lo más importante en tus relaciones, en tus preocupaciones?”. Y no para que hagamos un esfuerzo y nos parezcamos a Jesucristo. Dios mío, ¡qué estupidez! No. Sino para acoger la verdad de que somos inmensamente amados. El pecado no ha echó atrás al Señor en la Encarnación. No le echó atrás en Su Pasión, no le echa atrás en la situación, en las condiciones actuales del mundo. Pero el mundo necesita ver un pueblo -un pueblo, no una serie de personas buenas, un pueblo de personas transformadas por la Presencia de Cristo.

Yo doy gracias. El mayor motivo de gratitud que tengo en mi historia y en mi vida son todas las personas que, también desde mi infancia, me han hecho presente el Misterio de Cristo. Desde el Seminario de Madrid, desde algunos formadores y profesores, ya todos ellos en el Cielo, espero por la Misericordia de Dios; desde mi encuentro con D. Luigi Giussani, el fundador de Comunión y Liberación, y los hijos y las hijas que han nacido de la relación con él y de su paternidad, y que han sido una compañía permanente que me han ayudado a ser mejor cristiano, a aceptar con más sencillez mis limitaciones y las de otros, y a amar la vida y a desear que la Gracia del Señor cumpla en la historia Su designio, Su designio de salvación, Su designio de amor. El deseo que Dios tiene de nosotros y de que nosotros vivamos una vida plena, buena; que tenga atractivo para el mundo. Si comprendiéramos un poquito mejor lo que es el cristianismo, la gente correría para vivir como nosotros vivimos. En los primeros siglos de la Iglesia, no había misioneros -entendedme la palabra “profesionales”, es decir, personas, congregaciones dedicadas a la misión. Los cristianos vivían y se encontraban con que la iglesia crecía. ¿Por qué? Pues, porque llamaba la atención lo preciosa que era su manera de vivir: su reacción ante una peste, una pandemia, su reacción ante una enfermedad, su reacción ante el hecho de que somos mortales y que nos acercamos a la muerte, pero que la muerte no tiene, en absoluto, la última palabra sobre nosotros. Esa era la misión. Un pueblo que vive así tiene tal belleza que es irresistible, porque en el corazón del hombre, hasta del más pobre, hasta del más miserable, hasta del más herido, hay un deseo de verdad, de bien, de amor, que sólo Cristo es capaz de cumplir. Y esa sería la palabra más grande que yo quisiera deciros hoy. Buscad a Cristo, mirad a Cristo, abrirle vuestro corazón. No temáis. Y que no sea un obstáculo la conciencia de que somos unos miserables, de que somos unos pobres, de que somos unos pobres desgraciados. Al Señor no le ha asustado nunca nuestra miseria, sólo nuestro orgullo, nuestra hipocresía, eso le frena. Pero no nuestros pecados.

Y una última palabra. Luego, buscar los carismas más importantes. Nos dice San Pablo a los de Corintio que eran muy dados a pelearse entre sí y a señalar “éste es tal, yo soy cual. Este es mejor, yo soy mejor que tú”. Y estaban siempre así. Y estuvieron así, no sólo durante la época de San Pablo, sino después, porque la Carta que les escribió uno de los primeros papas, san Clemente, les vuelve a tratar de lo mismo: buscar los carismas más importantes. ¿Sabéis cuáles son los carismas más importantes? Las características de la novedad que Cristo ha traído, que ha sembrado en nuestra humanidad, sembrándose a Sí mismo en esa humanidad nuestra, como el grano de trigo hasta la muerte por amor, la fe, la esperanza y la caridad. Yo sé que habitualmente estamos educados a pensar que la fe y la esperanza son sólo para este mundo; que en el Cielo no va a haber fe y esperanza. Mentira.

La fe tiene un aspecto que implica que ahora vemos como en un espejo, que ahora vemos pobremente, que conocemos pobremente, pero la fe tiene otro aspecto, que es el conocimiento de Dios, la luz que ilumina quién es Dios para nosotros; que ilumina, por lo tanto, quiénes somos nosotros para Dios y quiénes somos en absoluto. Eso no desaparece con el Cielo. Al contrario, se afianzará. Nuestro conocimiento, la luz de la fe crecerá. Nuestro conocimiento de Dios y de la verdad profunda de nuestros hermanos, a quienes hemos juzgado mil veces y siempre de manera equivocada. Yo creo que no hay consejo mejor en el Evangelio que el de “no juzguéis, para no ser juzgados”. Bueno, pues, la fe permanece en el Cielo y la esperanza también. Pero dices: “cómo si ya hemos llegado al Cielo”. La gente luego piensa que como ya se tiene al Señor se tiene todo. Y entonces, la conclusión que uno saca por dentro, aunque no nos la digáis a los sacerdotes, es decir “el Cielo tiene que ser aburrido, porque ya lo tienes todo, ya no necesitas nada más, pues es toda una eternidad, eso no va a haber quien lo resista”. Mentira. No. Hay toda una tradición teológica que pone de manifiesto que la esperanza también permanece en el Cielo, hasta que el último enemigo de todo sea derrotado -la muerte- y Dios sea todo en todas las cosas. Y esa tradición está representada, entre otros muchos autores, por san Juan de la Cruz, que dijo: “Es que hay dos maneras de esperar. Una, lo que uno espera para uno mismo. Y otra, lo que uno espera para los demás”. Y Jesucristo en el Cielo espera qué: nos espera a nosotros. Mientras haya humanidad, mientras haya guerras, mientras haya divisiones, mientras haya humillaciones y malos tratos, y soberbia, y divisiones entre los hombres, la obra de Dios no está cumplida. Y Cristo espera. Cuando en la Eucaristía intercedemos junto a Cristo, por el mundo, por nuestros hermanos difuntos, estamos uniéndonos a la intercesión y a la esperanza de Cristo.

Por lo tanto, en el Cielo habrá esperanza. Esperaremos a nuestros seres queridos. Esperaremos a los más canallas de entre nuestros seres queridos, porque el Señor, el amor, el poder del amor del Señor es infinito. No somos ni siquiera capaces de imaginarnos. Como me decía a mí aquella mujer: “No puede usted imaginarse siquiera cuánto me quiere a mí la Virgen”. Y yo decía, pero a ti, a mí y a cada uno, Dios mío. Cuánto nos quiere Dios. Cuánto nos quiere Dios. Y por supuesto, en la traducción que hemos leído, da la impresión que “quedan estas tres”, como si quedaran ahora, en fin, porque son los carismas más grandes. No, una traducción más cuidadosa podría ser: “Ahora bien, estas tres permanecen: la fe, la esperanza y la caridad. Y la mayor de todas es la caridad”.

Señor, haznos crecer en esa caridad ahora y hasta la vida eterna. Y en ese camino no se pierde nada. No se pierde nada, nada de lo que el Señor ha hecho por nosotros. Ningún encuentro, por muy fugaz que sea, si tiene como contenido al Señor; si uno desea que ese encuentro sea el propio de un miembro del Cuerpo de Cristo, con un ser humano (pagano, pecador, alejado, por un aspecto que todavía da la impresión de que esta persona está a años luz de la vida de la Iglesia); si en ese encuentro uno hace presente, por la Gracia de Dios, el amor de Jesucristo, ese encuentro es para la vida eterna. Ha sido una parte muy importante de mi misión pastoral por la calle. Granada es una ciudad llena de extranjeros, de visitantes, de turistas y a mí me daba ilusión, cuando me daba cuenta y me acordaba, que era muchas veces, ir por la calle y poder decirle a cualquiera “buenos días”. Y si veía que la persona venía con una cara muy amargada y que no le apetecía para nada que le dieras los buenos días, tú o quien fuera, pues se lo decía yo con más cariño. Y le decía yo al Señor por dentro: “Señor, cuélate; cuélate en el corazón de esta persona”. Y el Señor se cuela y el Señor lo hace. Pero, hasta los encuentros más fugaces, con la persona que atiende la caja del supermercado, con el que está conduciendo el metro, con el taxista que te coge, con cualquier persona con la que te cruzas en la calle; a veces, a los extranjeros era sólo sonreírles y decías “bueno, por esta sonrisa, Señor, pasas Tú”.

Y sí. Y esta sonrisa puede de este modo contribuir a que el mundo sea más humano, es decir, más parecido a Tu designio de amor. Yo eso es lo que pido. Lo pido para mí en los años que el Señor me dé vida. Lo pido para cada uno de vosotros. Lo pido para nuestra querida Iglesia de Granada. Lo pido para la Iglesia universal. Que pueda ser signo de nuestra vocación a la íntima unión con Dios y a la unidad de todo el género humano en el amor.

Que así sea, mis queridos hermanos.

+ Javier Martínez
Arzobispo emérito de Granada

25 de febrero de 2023
S.I Catedral de Granada

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